Ramiro Guerra y el perpetuo fluir

Vladimir Peraza Daumont
3/5/2019

Escribía sobre el Festival “Los días de la danza”, celebrado el pasado fin de semana en La Habana, cuando llegaba la noticia de la muerte de Ramiro. El 1 de mayo de 2019 murió Ramiro Guerra, el Maestro. Tengo que hacer un alto y escribir sobre él, pero no una nota necrológica. Tampoco pretendo hablar de sus coreografías, críticas o ensayos, mucho menos de sus méritos. Eso cualquiera lo puede hacer. Con sólo conectarse a Internet, se podrán encontrar muchas referencias. Pero cualquiera no era amigo de Ramiro Guerra. Yo presumo de su amistad, yo me regodeo en la dicha infinita de haberlo conocido como ser humano y así respetarlo con sus defectos y sus franquezas. La mayor virtud de Ramiro era su sinceridad. Por eso, porque me demostró su afecto y cariño, es que hoy me siento más que honrado, en un estado que es una mezcla de vergüenza y desconsuelo. Demasiado cercano al dolor.

El honor, muchas veces, como los premios, es caprichoso. Él reconocía la inteligencia y odiaba la mediocridad.

Lourdes Cajigal, en el año 2009, se enfrentó a todo el protocolo que lleva el tratamiento del cáncer de mama. Ramiro Guerra llamaba casi a diario preguntándome por su evolución y que yo le dijera el momento oportuno para visitarla en la casa. Trataba de quitarle la idea, porque tendría que subir los 72 escalones del edificio donde vivíamos y ya él estaba muy mayor. Pero después de la tercera sesión de quimioterapia, subió la escalera y compartió con ella, casi dos horas, una fascinante conversación llena de amor y optimismo.

Lourdes Cajigal junto a Ramiro Guerra. Fotos: Cortesía del autor
 

Esa franqueza me recuerda anécdotas, como aquella en la que Lourdes Cajigal y yo, conversando con él a la salida del Teatro Mella, después de una función de la actual Compañía de Martha Graham, vimos que se le acercaba una conocida periodista cultural y él, súbitamente, le preguntó: “¿Aprendiste algo?”. Ella dio una respuesta simple y así, simplemente se marchó. Ramiro siempre te demostraba el lugar que ocupabas en su panteón de amistades. Cuando se sentía culpable del daño que le había propinado a un ser querido, era capaz de reconocerlo.

En el año 2005 obtuve mención en el Premio “Rine Leal” de Teatrología, con mi libro Encendamos los cirios; él se burlaba diciendo que por el título parecía un manual donde se enseñaba a fabricar velas. Detrás de su mordacidad, se escondía el hecho de que a él no le gustaba la primera parte del libro. Yo hice una adaptación para publicar esa sección en la Revista Temas. Como pasaba el tiempo, lo retiré, para publicar el libro completo. Cuando le llevo el libro ya publicado, él me invita a dar un recorrido por la ciudad y llegamos hasta el Cristo de La Habana. Sentados allí, me testifica que a él lo habían llamado deTemas y le preguntaron sobre mi ensayo, y que les había dicho que no lo entendía. Me confiesa que por su culpa no lo publicaron y que después trató de corregir su error, pero le dijeron que yo había retirado el texto y se alegraba de que ya estuviera el libro publicado completo.

Este hecho pudo cerrar alguna puerta que no he vuelto a tocar, pero me posibilitó profundizar más en su Decálogo del apocalipsis. Ramiro me abrió las puertas a imágenes inéditas, a sus recuerdos; a detalles de esa obra, inconfesables e impublicables.

Hace dos años me llamaron para quedarme con Ramiro en el hospital. Estaba ingresado en La Covadonga, en una habitación con muy buena vista y allí fuimos Lourdes Cajigal y yo. Hubo un momento difícil, porque él quería caminar, irse para su casa, y me dijo que lo acompañara. Lo tomé del brazo, le puse mi gorra para que no le molestara el sol y caminamos por el amplio pasillo que daba al patio. Pedía irse y yo le decía que no, que era imposible, que tenía que esperar a curarse. Él insistía e insistía casi como un niño. Por suerte Lourdes vio mi desamparo y se acercó a nosotros y no sé con cuales palabras mágicas logró calmarlo. Al poco rato llegó Eduardo Arrocha y después Santiago Alfonso, todo volvió a la normalidad. Hago la anécdota porque aun enfermo, Ramiro Guerra demostraba su incansable estirpe.

Ramiro Guerra, Eduardo Arrocha y Vladimir Peraza.
 

Murió Ramiro, con 96 fructíferos años, repletos de amor y también de rencores, de alegrías, errores y de dolor. Son estos momentos en los que quisiera creer en Dios y pensar que pasó a una vida mejor. Pero soy ateo, completamente ateo y tengo una idea muy materialista de la inmortalidad. Pienso en sus amigos más cercanos, en el mismo Arrocha, en Santiago, en Isidro. ¿La idea de un más allá podría reconfortarlos?  Creo que no. Ya no estará para reunirse y recordar aquellos lejanos tiempos en los que se reverenciaba la sabiduría y la lealtad.

Las artes escénicas en Cuba tienen mucho que aprender del legado de Ramiro Guerra. El maestro no pretendía discernir las fronteras entre las diferentes maneras de manifestarse la danza o el teatro. Siendo del linaje de los vanguardistas que fundan, nunca creyó superior el clasicismo o el folclor; el teatro dramático o el postdramático. Pero cuidado, citar a Ramiro es peligroso, el que lo hace se enfrenta a un artista absolutamente desprejuiciado. Olvide las herramientas teóricas que lo mantienen en su zona de confort. Crezca. Abra su mente a lo imposible. En sus obras, la danza es solo el vehículo por el que fluye, desbordante, un universo cultural total. Para mí, en ese perpetuo fluir, es donde Ramiro Guerra alcanza su inmortalidad.

Tomado de Cubaescena