Para Rebeca, que hizo posible la amistad

Agradezco profundamente a la familia de Ernesto Rancaño el privilegio de poder decir unas palabras esta tarde, a casi un año de su partida física. Como no soy crítico de arte, ni presumo de conocer a fondo su obra, mis pensamientos tendrán, sobre todo, la impronta testimonial. Podemos consolarnos repitiendo la célebre frase del griego que reza: “Los elegidos de los dioses mueren jóvenes”. Pero ello no nos dispensa de meditar cuánto más podría haber alcanzado con su arte aquel duende, callado y un poco triste, de la pintura cubana.

Mi primera visión reflexiva del trabajo de Rancaño fue la portada del volumen cuarto de la revista Opus Habana, correspondiente a julio-diciembre de 1997. La cubierta, realizada expresamente para ese número, era una obra del joven artista, donde se representaba una imagen del Che, distinta a todas las que habíamos visto hasta entonces. Aquel era un Che delicado, que emergía de una floresta multicolor y ceñía a una doncella de ojos románticos, ataviada con la bandera. Aquella muchacha era Cuba.

Cuba vuelve a aparecer, imaginada como una joven de secreta belleza, en ese gran retablo que ilumina el Aula Magna del Colegio San Gerónimo, donde lo vi muchas veces, tendido de espaldas sobre un alto andamio, mientras insuflaba vida a los grandes maestros del siglo XIX: Varela, Luz, Mendive y Martí. Cada uno de ellos llevaba en sus manos un símbolo muy personal: una llama, una pluma, un libro y un tocororo. Están abrazados a la doncella, protegiéndola con las armas más poderosas: las de la virtud, la cultura y la justicia. Quiso el azar que el día de su muerte, 25 de febrero, sea también el del obituario del presbítero Félix Varela, cuyas cenizas descansan en el Aula Magna de la Universidad de La Habana. En vías de ser canonizado por la Iglesia Católica, le escuché una vez decir a Eusebio Leal, que el mayor milagro de aquel santo era precisamente la independencia de Cuba.

“Podemos consolarnos repitiendo la célebre frase del griego que reza: ‘Los elegidos de los dioses mueren jóvenes’. Pero ello no nos dispensa de meditar cuánto más podría haber alcanzado con su arte aquel duende, callado y un poco triste, de la pintura cubana”.

En el caso de Martí, de quien se acaban de cumplir 170 años de su natalicio, fue para Rancaño aquel novio telúrico y soñador de Cuba, representado siempre desde una condición humana y misteriosa. Un tocororo real se posa sobre su rostro adusto, en el magnífico retrato del Apóstol que le regaló a Leal, y que rotuló con una frase profética: “El ojo de la patria”. Martí como visionario supremo de la nación cubana. Fue precisamente el 28 de enero del año pasado, su última aparición pública, justamente en homenaje al Héroe de Dos Ríos, que Rancaño tituló lezamianamente: Al amparo de Dador.

Cierta vez le pedí una ilustración para la cubierta de un libro mío, que llevaría por título Archivos de cubanía, y me sorprendió con una pieza deslumbrante, donde el tocororo y el colibrí danzan uno frente al otro, como en un prodigioso juego de espejos. Una tarde, sentado en la terraza de su casa, asistí conmovido al ritual de poner agua con azúcar en unos diminutos recipientes que colgaban del techo, donde los colibríes venían mansos a libar y ganar energías, para seguir su incesante y amoroso aletear.

Lo vi, con aquella sensibilidad exquisita, quedarse abstraído mirando a los pajaritos, mientras imaginaba algún cuadro futuro, donde aparecerían aquellas aves sagradas en las cosmogonías de Mesoamérica, portadoras de buenos pensamientos, únicas criaturas que no morían nunca y podían entrar y salir sin peligro del inframundo.

Su última residencia en el mundo físico yace bajo una sencilla lápida, en territorio consagrado por la fe católica, donde dialoga en silencio con otros ilustres personajes, cubanos y foráneos, que allí también se dan cita en un convite de almas nobles y buenas.

Su morada inmortal está en otra parte, en el recuerdo de tantos que lo quisieron y admiraron; en la rara belleza y el exquisito candor de sus cuadros e instalaciones; y en esas cartas que nunca escribió, como reza el título de una de sus creaciones más enigmáticas, y que sin embargo, firmadas con un lápiz imposible, recibiremos algún día, dentro de un sobre adornado por un tocororo y un colibrí.

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