Roberto Chorens, el sacerdocio del magisterio

Oni Acosta Llerena
30/7/2020

Roberto Chorens, el maestro, ha muerto. Rápida y nada sutil, la noticia corrió por redes sociales, mensajes de texto, correos electrónicos y cuanto medio de comunicación hubiera a la mano en ese momento. Sabíamos que a causa de la pandemia y el momento tan delicado por el que atravesamos, la premura de un velatorio —además de su deseo expreso de rápida cremación— no iba a ser posible, y menos de la forma que merecía.  Digo esto porque Chorens —conociéndolo— era reacio al oropel gratinado y a la pompa vacía, aunque lo mereciera sobremanera.

Roberto Chorens, destacado pedagogo y musicólogo, Premio Nacional de la Enseñanza Artística en 2015.
Foto: Internet

 

Mi primer encuentro con él data de 1988, cuando entré a la Escuela Nacional de Música. Roberto se desempeñaba como profesor de la misma, e impartía Historia de la Música y otras asignaturas en diferentes años (cursos). En esa época cambió mi entorno y mi percepción de estudiante, y me hallé ante un universo bien distinto a lo que había vivido hasta el momento, con el consabido tránsito por la adolescencia y el lógico afán de lo rebelde como causa para todo. Ese curso tuvo además un significado especial para mí: sería el primero y el último en que daría clases en el gusano —nombre cariñoso con que se conocía nuestra escuela—, ya que en 1989 todo se alistaba para mudar las clases de Música hacia la nueva construcción que ya era sede de las clases de escolaridad, pero a la que aún le faltaban retoques y la habilitación de las aulas de la especialidad. El gusano, construcción fundacional junto a Danza, Teatro, Artes Plásticas y Circo, poseía una extensa área inutilizada ya desde esa época por presentar peligros estructurales, pero aún conservaba la mística y la belleza del primer día. Con frecuencia nos sentábamos en sus muros para estudiar, merendar, o simplemente para explorarlo hasta su parte final, donde quedaba el río Quibú como escenario y ya no se podía continuar la caminata. Allí, entre la belleza de lo desconocido, mis nuevos amigos y el rigor de las clases, conocí a uno de mis grandes profesores.

Chorens era una mezcla de bondad y verticalismo al más puro estilo académico. Un día, un solo día bastó para que no me dejara entrar a clases por no llevar la camisa del uniforme. Yo pensé que bromeaba, pues el sarcasmo era un arma recurrente en su discurso. Pero no. Desde ese momento nunca más fui a la escuela de incompleto uniforme.

Sus clases eran un templo de adoración y análisis sobre la música universal, y cubana. Quizás pudo cometer algún error u omisión histórica, quién sabe, pero su forma comunicante y traslúcida a la hora de embaucarnos en un viaje al barroco era más cautivante que si hubiese incongruencias con algún formalismo. Aunque conociéndolo, no creo que su magisterio haya sido derrotero con erratas y pifias.

Chorens fue siempre igual, con sus amigos cercanos y con nosotros sus alumnos. El eterno profe que incluso en un pasillo te regañaba o te hacía una crítica, o se burlaba de algo y te hacía partícipe sin recurrir a protocolos. Era ese ser que también poseía una barrera de respeto irrompible, de tacto, de inusitada crueldad que manifestaba a veces en clases, pero luego ofrecía su mano y se reía con nosotros. Respetaba a todos, sin acercamientos o insinuaciones de ninguna índole y dejando bien claro su propósito magisterial en todo momento, sin excepciones.

Algo que llamaba la atención entre nosotros —y que dada nuestra corta edad no entendíamos a cabalidad— era la labor de promoción musical que hacía en todo momento. Hubo un programa de radio que él coordinaba (no sé si dirigía también) llamado El arte y los jóvenes, en CMBF Radio Musical Nacional. Varias veces fui al programa, junto con otros compañeros, pues Chorens lo segmentaba por instrumentos o familias, ya fueran cuerdas frotadas o pulsadas, viento metal o madera, y así sucesivamente. Hace pocos días rememoraba con una antigua compañera de arpa las veces que fuimos al programa, y de paso el buen humor y los cuentos que Chorens hacía durante los viajes de ida y vuelta a la emisora, pues íbamos en la guagua de la escuela. Así era él, en la mañana conversaba con Harold Gramatges y en la tarde bromeaba en un ómnibus con muchachos de 18 años.

La vida lo llevó por varias fases de magisterio y de dirección, convirtiendo a estudiantes en grandes músicos y ayudándolos de disímiles formas. Recuerdo su apoyo a formatos inusuales de duetos, tríos y más, y su mano pródiga en concursos y festivales durante su etapa de director del Conservatorio Amadeo Roldán. Su paso por la Filarmónica Nacional le supuso grandes retos y enormes logros, pero casi al final de su directriz una gran tristeza personal marcó su tiempo y su vida —también atormentada—, significando quizás una de sus más dolorosas etapas.

Cuba entera le debe, y sus alumnos le debemos más. Desde sus insuperables teleclases en el Canal Educativo hasta su presencia televisiva en Bravo. De alguna manera, Chorens fue no solo maestro de quienes tuvimos la dicha de tenerlo en un aula estrecha del llamado gusano, en el Amadeo o en una teleclase. Chorens fue y será ese burlón y sarcástico personaje que con inteligencia amó la música y a todos sus discípulos, y así nos la legó.

Buen viaje querido maestro.