Saber ser el otro

Ricardo Riverón Rojas
30/1/2021

Con más indignación que tristeza, seguí por los medios los dos actos de acoso al Ministerio de Cultura de mi país por parte de quienes alegan ser excluidos de un diálogo nacional cuya intensidad no ha cesado de crecer y evolucionar a lo largo de los 62 años de Revolución. Pero también con tristeza los vi, porque de alguna manera esos rostros jóvenes que allí concurrieron constituyen la antítesis del modelo humano soñado desde la política cultural más inclusiva que haya conocido Cuba en toda su historia. Son la dolorosa demostración de grietas inducidas en el consenso.

Situados en una otredad que intenta dibujar un paisaje político inexistente, se valen de unos medios tóxicos que enfocan y amplifican ―unos con culposo astigmatismo, otros con probada doblez― minúsculos puntos oscuros de un sol que no ha cesado de alumbrar a las grandes mayorías. Su mínima alteridad, en el caso de los que tienen objeciones legítimas, no alcanza para ensamblar el constructo de un proyecto de ciudadano diferente y honesto.

La contaminación demostrada con otros actores, internos y externos, cuyo propósito es el regreso al malsano coto de la desigualdad neoliberal capitalista, los emparienta lamentablemente con un engendro de movimiento cuyos integrantes hasta piden invasión armada a nuestro país. No sé cómo ellos ―los que podrían resultar legítimos― lo permitieron. Les vendría muy bien desmarcarse enfática y públicamente.

Quien aspire a la alteridad en Cuba no puede pasar por alto que el estatus social desde el cual reclaman, también es obra de una avalancha de acciones culturales inclusivas que les permitieron formarse a plenitud y acceder a una plataforma de expresión de amplísima logística y alcance conceptual. En esa etapa de usufructo personal de los beneficios que solo con la Revolución se instauraron, no se comportaban como “los otros” sino como parte del “todo”. Lo aprovecharon y hoy pretenden ignorarlo; pasan por alto que esa otredad en la cual se sitúan, bien podría conducirnos a que otros más jóvenes que ellos, en un futuro que no sé si sueñan u obvian dolosamente, serían para siempre “los excluidos” (alteridad impuesta por la pertenencia a determinada clase) como mismo sucedía en el supuesto paraíso de la seudorrepública, hoy edulcorado por la cirugía reconstructiva de una amnesia mañosamente diseñada.

Al amparo de la máxima martiana de que al venir a la tierra todo hombre tiene derecho a que se le eduque, el 100 % de escolarización alcanzado en nuestro país descarta cualquier intento de formulación de otredades en ese sentido. Todos incluidos, una buena parte de esos que quieren dialogar y no dialogan porque carecen de programa, alcanzó nivel universitario, otros, nivel medio, mientras solo unos pocos quedaron en el nivel primario, vaya usted a saber por qué.

Si nos concentráramos solo en la cultura artístico-literaria: todos los que demostraron talento y disciplina pudieron acudir a la formación académica, unos por vía de las escuelas de arte, otros por la del movimiento de instructores, que desde las escuelas primarias ejercen su influencia. Claro, la condición de artista sí tiene naturaleza elitista, y las principales cotas son el talento con que se nace y la formación que se recibe. La primera es condición: se nace con talento o no, pero en el caso de la segunda, las oportunidades del contexto resultan determinantes. Quien no posea la primera cualidad debe aprender a ser “el otro menor”, el que no es artista, pues no habrá academia ni instructor que se la aporte. Y me pregunto entonces: ¿son artistas todos los reclamantes? Los currículos podrían hablar. En caso de que lo sean, ¿gracias a qué se formaron, acaso en academias privadas, o en el “vasto” e “inclusivo” mundo que algunos llaman “libre”?

Hay que saber ser el otro, el que disiente de lo mal hecho. Para disentir y proponer cambios los argumentos son herramienta indispensable, y también lo es un programa alternativo a lo que se considera ineficiente o injusto. Cuba misma es el mayor ejemplo de otredad sostenida, con argumentos y programas sociales de una contundencia imposible de obviar; sería muy bueno que los protestantes expusieran los suyos; pero si se les invita a dialogar y declinan, es inevitable que saquemos como conclusión que lo que buscan es imponer un monólogo desde una otredad beligerante cuyos objetivos van más allá de superar inconformidades con el trabajo cultural. No puede haber entonces reconocimiento serio; la etiqueta de alborotadores, remunerados o no, los caracteriza bien.

“Para disentir y proponer cambios los argumentos son herramienta indispensable”. Imagen: Internet
 

Somos mayoría, pero en todo somos diferentes quienes comulgamos con la Revolución: vamos a contracorriente de las pautas globalizadoras donde fenecen las identidades y, con ellas, la soberanía. Los pobres del mundo somos también mayoría, pero en el mapa geopolítico mundial los cubanos formamos parte de esa inmensa minoría de países (esa otredad) que aspira a materializar un proyecto socialista propiciador de que todos los seres humanos logren desarrollar al máximo sus potencialidades. Somos una alteridad sumamente incómoda que le quita el sueño a los grandes centros de dominación global.

Contra el criterio del inmovilismo de las instituciones cubanas, expresado en algunas de las miles de páginas donde hoy se intenta crucificarnos, y solo ateniéndome a lo que más directamente me concierne, la literatura, no sé cómo se puede suponer que la descomunal plataforma de revistas, editoriales, eventos y actividades cotidianas de ahora mismo no superan a la desalentadora orfandad prerrevolucionaria. Que en cada provincia existan una o más editoriales y otras tantas revistas, sumadas a las centenas de perfil nacional da testimonio más que elocuente de los cambios que las engendraron. Las propias estructuras de funcionamiento han sido sometidas en más de una ocasión a nuevos algoritmos organizativos, y justo en este momento, según testimonio público del ministro de Cultura, se analiza de nuevo su posible reordenamiento en pos de hacerlas más eficientes y abarcadoras.

Los criterios vertidos en los numerosos foros de intercambio (congresos de la Uneac, de la AHS, jornadas de debate en ferias del libro) pesan de manera notable en ese permanente repensarse. ¿Tampoco cuenta eso como voluntad de cambio? Que yo sepa, la asistencia a la mayor parte de esos foros es libre y a nadie se le coarta por expresar su pensamiento siempre que lo hagan con la debida corrección.

Me consta que la filosofía de trabajo de los espacios literarios cubanos sostiene un notable cuerpo de acciones inclusivas que conducen al reconocimiento, y la validación, de muchos autores cuya ineditez los colocaba fuera del ángulo de percepción de los lectores y los medios. Como fui director de una editorial con sede en provincia durante catorce años (1990-2004) podría aportar muchos datos, pero solo revelo uno puntual que me parece más que elocuente en lo tocante a inclusión y apertura de oportunidades: en ese período, 73 autores publicaron en esa casa editora su primer libro; la mayoría luego repitió y hoy acceden, como otros escritores con mayor trayectoria, a los espacios que las instituciones conciben. Y conste que hablo de una provincia en la que, en 1959, solo cinco autores vivos tenían libros publicados.

Como la práctica es el único validador convincente de la teoría, no creo que en el terreno de lo cultural alguien pueda sostener con fuerza la tesis de la exclusión. No existen argumentos coherentes que demuestren que no son las oportunidades institucionales las que nos convierten en beneficiarios de una profusa y sostenida práctica donde brillan las pautas teóricas que generan su programa de trabajo.

Seamos, con responsabilidad, “el otro reivindicado”. Si a veces, para apoyar a esta Revolución humanísima nos alineamos como el Pepe Grillo que alerta a la conciencia, ello no implica que renunciemos a comportarnos, con el mismo fin y el rigor requerido, como los rebeldes que luchan, trabajando, por la justicia y la equidad.

Santa Clara, 30 de enero de 2021