Se baila aquí: Murió la flor

Emir García Meralla
22/10/2018

Ciertamente en los años 70 se hizo buena música bailable, pero también se escribieron hermosas canciones y esas canciones que nos han trascendido no solo son obra de los miembros del Movimiento de la Nueva Trova (MNT), sino de compositores que fueron surgiendo con inquietudes que respondían más a una estética cotidiana, que a los presupuestos poéticos que abrazaban los trovadores que comenzarían a llamarse cantautores.

A estas canciones debían corresponder voces nuevas que fueron llegando desde distintos espacios, medios y lugares. Así sería con quienes integraron la última versión del cuarteto de José Manuel, “Meme” Solís; es decir Farah María, Héctor Téllez y Miguel Ángel Piña; que se convertirían en cantantes de amplia popularidad.

Cuarteto de “Meme” Solís: Farah María, Raúl Acosta y Miguel Ángel Piña. Fotos: Internet
 

Por programas de Tv como Buenas Tardes o Juntos a las 9, se supo de los dúos de Raúl y Mirtha, de Rosell y Cary, Maggie y Luis; o las voces de Alfredito Rodríguez o María Elena Pena, que nos pondría a todos a pensar como entra una ballena en una pecera.

Aunque todos estos intérpretes basaban su trabajo en lo que se llegó a llamar “música ligera, o música moderna” —franco eufemismo para no decir música pop—, poco a poco se fueron acercando al trabajo de importantes figuras de la música cubana. Por este motivo, antes de que termine la década de los setenta, algunos de ellos habrán dado un giro en su brújula profesional. Ciertos éxitos de Benny Moré, en especial los boleros “Alma mía” y “Tú me sabes comprender”; y aunque su versión estuvo bajo el escrutinio de los puristas musicales y de los fanáticos del Benny, “el guajiro” —como le conocen todos—, logró salir airoso desde el mismo instante en que declaró que “… él solo quería cantar una canción que siempre le gustó…”. Aquella declaración apagó los ánimos y le permitió seguir cantando su “Benny”.

El caso de María Elena Pena sería el más significativo. Ella se acercaría a las canciones del compositor Luis Marquettí; el hombre que más temas exitosos había escrito para las victrolas cubanas; el compositor que en cada uno de sus temas sentaba cátedra por su vocación pedagógica. Si José Ángel Buesa era el poeta de las multitudes, Marquettí era el Lord Byron del bolero. Aquel acercamiento provocó en la cantante un desarrollo profesional y de repertorio que no fue totalmente respaldado por el público, pero que aportó una nota distinta al panorama musical de la década.

Pero parte del encanto de la década estuvo en la aparición del binomio autoral entre José Valladares y Adolfo Quijano. Ellos compusieron, e interpretaron, dos de los temas trascendentes de aquellos años; tanto que aún logran conmover a quienes les escuchan, serían: “Ni la casa ni yo” y “Un millón de amigos”. Como sacado de la chistera, estos temas desplazaron de la cima del gusto popular a todos los artistas del momento. Nadie les superaba en el gusto del ciudadano de “a pie”, del hombre y la mujer común. Valladares se convirtió en el hombre del momento y era tal su simpatía que era figura obligada en cuanto evento social o cultural fuera menester, incluso gozaba de una mirada distanciada de aprobación por parte de los “puristas musicales” del momento, todo un logro en aquellos años.

Sin embargo, en la cima de todo este movimiento de nuevas voces en la canción cubana, hubo dos  que destacaban: Miriam Ramos y Beatriz Márquez.

Miriam Ramos, además de ser una interprete con una voz sui generis en la música cubana, es además una comunicadora de alto vuelo, por lo que su acercamiento a la obra de la compositora Marta Valdés en estos años 70, fue todo un acontecimiento musical. La calidez que imprimía a cada tema era sobrecogedora, lo mismo habría de ocurrir cuando se enfrentaba a la obra de otros compositores; así habría de ocurrir con su versión del tema "Mariposa" de Pedro Luis Ferrer.

Beatriz Márquez será la excepción dentro de las voces de aquellos años setenta. Si la voz de Miriam era sobrecogedora, cálida, familiar; Beatriz era la virtud musical y vocal; toca el piano con singular maestría y convierte cada interpretación en una obra de arte; no por gusto se le comienza a llamar “la musicalísima”.

Beatriz Márquez será la excepción dentro de las voces de aquellos años setenta
 

Pero si había voces eran necesarios compositores y esta es la década que lanzará al gusto popular al músico Rembert Egües, hijo del mítico flautista Richard Egües, quien propondrá canciones de alto vuelo creativo no solo en lo textual, sino en lo musical. Y es que Rembert domina a plenitud la orquestación, juega con las familias de instrumento con un gran derroche de imaginación.

De su unión con “la musicalísima” saldrá uno de los temas que más ha perdurado en el tiempo y que aportará uno de los vocativos que más han perdurado en el tiempo: “Murió la flor”; tema con el que ganarían los 2 el concurso Adolfo Guzmán.

Había un nuevo concepto para la canción cubana, que era fruto de la combinación de vanguardia con tradición y había voces para interpretarla. No todo era bailar y gozar en el ambiente musical cubano de estos años.

Otras propuestas vendrían y con ellos nuevos aires a la música cubana en tiempos convulsos.