Si la era pariera, lo lógico sería que fuera un corazón

Emir García Meralla
20/9/2016

La Habana, 1967. Atrás habían quedado los sueños y las pasiones que desatara la visita del filósofo francés Jean Paul Sartre; la Crisis de Octubre – o Crisis de los Misiles–; el asesinato de J.F.K y de Martin Luther King Jr., y el comienzo de la “Revolución cultural” en China. El mundo había cambiado radicalmente en un lapsus de diez años, y Cuba junto con él.

Musicalmente, era la hora de nuevos presupuestos estéticos y humanos. En las calles de New York se gestaba la que después se conocería como “salsa”, pero que para ese entonces se hacía llamar indistintamente “boga Low” o “jala jala”, en dependencia de quienes le interpretaran. Era una delirante mezcla de sonidos que iba de lo anglo a lo latino, con un caos lógico que intentaba recuperar al público “del barrio”.

Mientras, en Latinoamérica tomaban fuerza el “tropicalismo y la bossa nova” brasileña, y el canto folklórico de las tierras del sur como Chile y la Argentina. Junto a ello, en México se comenzaba a escribir una nueva canción romántica (heredera del bolero y el feeling, en lo fundamental) que tendría en Armando Manzanero y Marco Antonio Muñiz sus nombres representativos.

Estos años 60 cubanos ya habían enseñado algunas de sus propuestas musicales para esta fecha; sin embargo, era solo una parte, pues había una generación de músicos que, estéticamente, estaban siendo influenciados por todas estas corrientes latinas y las que provenían del mundo anglosajón, en lo fundamental, la música negra y folk de los Estados Unidos.

Pero había más. La literatura del continente estaba ganando una fuerza internacional nunca antes pensada. Las puertas del llamado “boom de la literatura latinoamericana” estaban por abrirse y el realismo mágico alcanzaría universalidad. Cuba, de alguna manera, estaba en el centro cultural del continente desde la Casa de las Américas y la redacción de la agencia noticiosa Prensa Latina, donde laboraban muchos de los que, posteriormente, serían nombres imprescindibles de la escritura del continente.


Fotos: Archivo La Jiribilla

A estos nuevos tiempos debía corresponder una nueva canción, una nueva visión ideoestética que hablara desde el fondo del alma continental, con una nueva humanidad y que, musicalmente, fuera ruptura y continuidad de lo que le había precedido.

Ya había antecedentes en el trabajo de Pablo Milanés como compositor, en algunas zonas del trabajo de Juan Formell, pero ya los nombres de Eduardo Ramos y Martín Rojas comenzaban a llamar la atención de algunos círculos intelectuales y musicales que eran su radio de acción fundamentalmente. Sin embargo, había otros jóvenes dispuestos a mostrar sus inquietudes creativas, algunas de muy alto vuelo literario y/o musical, como el caso de Noel Nicola (el hijo de Isaac) y un desconocido dibujante del semanario Mella que respondía al nombre de Silvio Rodríguez.

Es el año de gracia de 1967. El Che muere en las selvas de Bolivia y asciende a la categoría de mito universal; mientras que Peter Seaguer pone de moda la Guajira guantanamera de Joseíto Fernández con los versos de José Martí —aunque el mérito real corresponde al compositor Julián Orbón—, y la Casa de las Américas organiza el primer encuentro de “la canción protesta” para abrir un espacio a ese canto que era la voz de los desposeídos.

La canción, que hasta ese momento era el reducto de estudiantes universitarios e intelectuales, intentaba abrirse al espectro masivo; necesitaba ser popular para calar en la conciencia de toda la sociedad y así buscar la ruta hacía un mundo mejor.


 

En la canción trovadoresca en Cuba por casi un siglo no aplican determinadas leyes filosóficas. No hay lucha de contrarios, simplemente las generaciones se complementan y se suceden. Lo correcto sería hablar de continuidad. Ya existía la trova tradicional y sus hijos naturales agrupados en “los muchachos del feeling”, o lo que sería después la trova intermedia; a los que hoy se acercaban a esta canción que pretendía ser la voz de los tiempos que vivía la Isla, no podía corresponderle otro calificativo que el de “nueva”, y como todo hijo, llevaría el apellido paterno.

Nacía la Nueva trova y con ella la canción que identificaría a Cuba en lo que quedaba de década y en las dos siguientes. La mística musical de la Revolución estaba en camino.