Silvio

Jesús Jank Curbelo
9/12/2016

Es como si ese hombre tuviera la magia absoluta y límpida de comprendernos. Como si en sus años ya hubiera vivido lo que has vivido, lo que aún te resta, lo que no vas a imaginar. Y encima, lo haya hecho versos. Y encima del verso haya colocado acordes. Los precisos. Esos que necesitan poco menos que unirlos a una voz para que armen un universo entero, melancólico. Uno que desperdiga ya, en sí mismo, cuanto vas a sentir.


Foto: Iván Soca

Estuve viéndole. Quiero decir, en un video u otro, detrás de la guitarra, envejeciendo, con la voz nítida, y no pude menos que dejarme llevar. Llega un momento en que sobra la imagen. Y él lo sabe. Por eso se permite hacer videos en los que no aparece él, o en los que, apenas, la imagen despliega ciertos enfoques y tonalidades que hacen que, indefectiblemente, acabes por no ver. Por escucharle. Es lo que quiere. Que le escuchen todos. Tiene para decir. Y eso lo sabe también.

Sus canciones se renuevan. El tiempo pasa y no pasa por ellas, ni siquiera la historia, la metáfora. Porque él lo dice, entonces yo también he perdido un unicornio; he doblado la esquina de una calle cualquiera detrás de una mujer que, a estas al­tu­ras, lleva un sombrero calado hasta los ojos. O no lo lleva. Una mujer testigo. Un enano fácil metido en mis sueños. Una Cuba que va.

Y este hombre estable ha venido a endilgarnos, nuevamente, sus amoríos (así ha titulado su más reciente entrega discográfica, una compilación de temas, ya himnos, compuestos casi todos entre 1960 y 1970). Ha venido, en medio del caos global, como a recordarnos que en todo esto es el amor quien salva; el amor a todo; limpio, sin amarres. Y yo le escucho como aquel que aprehende un manifiesto necesario, útil, un discurso oportuno; y yo le escucho, diciéndome quién fuera, por lo menos, su trovador.

Tomado de Granma