Homenaje

Osvaldo Cano
22/2/2017

Cuando declinaba septiembre, Amado, mi hermano de tantos años y andanzas, me hizo llegar una obra nueva. Era una costumbre antigua, pues durante muchos años fui una suerte de lector-confidente con quien compartía sus obras y sueños. Como se había establecido primero en Murcia y luego en Madrid, ya no me leía él mismo sus piezas, sus crónicas o sus ensayos, como hizo muchas veces en el apartamento de Veracruz, en San Miguel del Padrón, en el de la calle Vapor o en la casa de su otra familia, la de los Cordero, en la calle Amistad. Desde hacía ya toda una década me los enviaba por correo electrónico con la advertencia, innecesaria, de que no los debía leer nadie más y el apremio de una opinión rápida y certera.


Foto: Internet

El pasado septiembre y durante todo octubre estaba comprometido en el montaje de una obra de teatro alemán de la cual fui asesor, y tuve que posponer la lectura de Fabricante de bodas. Se lo hice saber y él —con una paciencia que en nada le era habitual— esperó por mis opiniones hasta el umbral de noviembre. Recuerdo que en cuanto tuvo noticias del estreno de El niño que vuela comenzó de nuevo su cálido y desesperado asedio reclamando mi lectura. Me pidió también que, de gustarme, le hiciera llegar la obra a un joven director que contaba con una actriz a quien consideraba idónea para el rol de una de las protagonistas. Así lo hice.

Él anhela rescatar la ilusión que animó a aquellos jóvenes novios, pero también las suyas que lo abandonaron convirtiéndolo en un hombre solitario y taciturno.

Creo recordar que en el mensaje que le envié con mis criterios le explicaba que me la había leído de un tirón y luego había comenzado de nuevo. Fabricante de bodas se centra en la historia de una pareja que, urgida por graficar un casamiento que nunca tuvo lugar, recurre a un singular fotógrafo que se niega a hablar de dinero y solo admite hacer instantáneas en blanco y negro. A Laudel —así nombró al personaje del fotógrafo—, más que sus honorarios lo que le interesa es volver al pasado, intentar atraparlo, regresar al momento, quizás fugaz, en que con solo una mirada se podía comprender que en esa pareja palpitaba una pasión. Él anhela rescatar la ilusión que animó a aquellos jóvenes novios, pero también las suyas que lo abandonaron convirtiéndolo en un hombre solitario y taciturno. En este empeño se labran triángulos afectivos entre las criaturas, que como suele suceder en los textos de Amado, son hombres y mujeres a quienes la vida ha vapuleado, pero siguen en pie de guerra.

Fabricante de bodas cautiva por sus misterios, por sus zonas de silencio, su ambigüedad, el ambiente chejoviano, los puntos de contacto entre Laudel y Palma (la tropical Penélope de Carlos Felipe), su lenguaje diáfano, el tono reposado, su actualidad y el profundo amor por lo nuestro que siempre acompañó a mi amigo Del Pino. También en esta, como en casi todas sus piezas, podemos seguir el rastro de su biografía. Uno de esos momentos lo localizo en el instante en que Laudel confiesa: “En el blanco y negro de mi alma recuerdo esos carnavales sin apenas violencia; esa alegría por las orquestas mejores, esa ilusión por encontrar novia nueva”. Pues cuando lo leo también yo desando el tiempo y regreso a aquellas parrandas de Chambas a las que fuimos juntos o lo imagino, vital e inextinguible, sobre la cama de un camión junto a Noel Peluca, camino a los carnavales de Punta Alegre en busca de tragos y hembras.

Nunca me dijo cuándo comenzó a escribir esta pieza. No tuve tiempo de preguntarle. Él, que en todo, o casi todo, era un libro abierto, guardó riguroso secreto sobre su salud. Tampoco en Fabricante de bodas hay nada que lo delate, tal vez apenas un detalle en la dedicatoria donde advierte a Tania de la proximidad de un camino más áspero. Sin embargo, el texto transpira ilusión, deseos de vivir. Es así como te recuerdo hermano, intenso y profundo en tu infinita nobleza.