Tesis sobre el cuento (II)

Ricardo Piglia
28/2/2017

Estas tesis son en realidad un pequeño catálogo de ficciones sobre el final, sobre la conclusión y el cierre de un cuento, y han estado desde el principio inspiradas en Borges y en su particular manera de cerrar sus historias: siempre con ambigüedad, pero a la vez siempre con un eficaz efecto de clausura y de inevitable sorpresa.

Borges, sabemos, dijo varias veces que varios de sus cuentos habían sido su primer cuento y esto quiere decir, quizá, que los comienzos son siempre difíciles, inciertos, que tuvo varias partidas falsas como en las cuadreras, como en la conocida diatriba de José Hernández contra su amigo Estanislao del Campo (“parece que sin largar se cansaran en partidas”), mientras que el fin es siempre involuntario o parece involuntario pero está premeditado y es fatal.

Hay un juego entre la vacilación del comienzo y la certeza del fin, que ha sido muy bien definido por Kafka en una nota de su Diario. Escribe Kafka el 19 de diciembre de 1914:

“En el primer momento el comienzo de todo cuento es ridículo. Parece imposible que ese nuevo, e inútilmente sensible cuerpo, como mutilado y sin forma, pueda mantenerse vivo. Cada vez que comienza, uno olvida que el cuento, si su existencia está justificada, lleva en sí ya su forma perfecta y que sólo hay que esperar a que se vislumbre alguna vez en ese comienzo indeciso, su invisible pero tal vez inevitable final”.

Esta noción de espera y de tensión hacia el final secreto (y único) de un relato breve quiere ser el punto departida de estas notas.

Hay una historia que cuenta Ítalo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio, que puede ser vista como una síntesis fantástica de la conclusión de una obra.

Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. “Necesito otros cinco años”, dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Trascurrieron diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto.

Antes que nada esta es una historia sobre la gracia, sobre lo instantáneo y también sobre la duración. Hay un vacío, todo queda en suspenso, y el relato se pregunta si la espera (que dura años) forma o no parte de la obra.

Como el relato trata sobre un artista, su núcleo básico es el tiempo y las condiciones materiales de trabajo: en este sentido el cuento es un tratado sobre la economía del arte. Se establece un contrato entre el pintor y el rey: la dificultad reside, vamos a recordar a Marx, en medir el tiempo de trabajo necesario en una obra de arte y por lo tanto la dificultad para definir (socialmente) su valor.

El arte es una actividad imposible desde el punto de vista social porque su tiempo es otro, siempre se tarda demasiado (o demasiado poco) para “hacer” una obra.

¿Cuánto tiempo, después de todo, emplea Chuang Tzu para dibujar el cuadro?

En definitiva el cuento que cuenta Calvino es una fábula (moral) sobre la forma (una fábula sobre la moral de la forma), es decir, una parábola sobre el final y sobre la terminación (una parábola sobre el cierre y sobre lo que le da forma a una obra).

Para empezar, el relato de Chuang Tzu se cierra al revés. Hay una expectativa (no puede pintar) y una solución que es inversa a lo que el sentido común está esperando que pase. La solución parece una paradoja (pero no lo es) porque no hay relación lógica entre los años “perdidos” y la rapidez de la realización.

El final implica, antes que un corte, un cambio de velocidad. Existen tiempos variables, momentos lentísimos, aceleraciones. En esos movimientos de la temporalidad se juega la terminación de una historia. Una continuidad debe ser alterada: algo traba la repetición.

Podríamos, por ejemplo, preguntarnos cómo habría narrado Kafka (que era un maestro en el arte de los finales infinitos) este relato.

Kafka mantendría la imposibilidad de la salvación en un universo sin cambios: el relato contaría la postergación incesante de Chuang Tzu. Los plazos son cada vez más largos pero la paciencia del rey no tiene límites. Los años pasan. Chuang Tzu envejece y está a punto de morir.

Una tarde el anciano pintor que agoniza recibe la visita del rey.

El soberano debe inclinarse sobre el lecho para ver el pálido rostro del artista: con gesto tembloroso Chuang Tzu busca debajo del lecho y le entrega el cangrejo perfecto que ha dibujado hace años pero que no se ha atrevido amostrar.

Kafka nos haría suponer que para todos el cuadro es perfecto y está terminado, menos para Chuang Tzu.

¿Qué quiere decir terminar una obra? ¿De quién depende decidir que una historia está terminada?

Flannery O’Connor, la gran narradora norteamericana, contaba una historia muy divertida.

“Tengo una tía que piensa que nada sucede en un relato a menos que alguien se case o mate a otro en el final. Yo escribí un cuento en el que un vagabundo se casa con la hija idiota de una anciana. Después de la ceremonia el vagabundo se lleva a la hija en viaje de bodas, la abandona en un parador de la ruta, y se marcha solo, conduciendo el automóvil. Bueno, esa es una historia completa. Y sin embargo yo no pude convencer a mí tía de que ese fuera un cuento completo. Mi tía quería saber qué le sucedía a la hija idiota luego del abandono”.

Los finales son formas de hallarle sentido a la experiencia. Sin finitud no hay verdad, como dijo el discípulo de Husserl. Y por lo visto la tía de Flannery no ha encontrado el sentido de esa historia.

El final pone en primer plano los problemas de la expectativa y nos enfrenta con la presencia del que espera el relato. No es alguien externo a la historia (no es la tía de Flannery), es una figura que forma parte de la trama. En el cuento de O’Connor (“The Life You Save May Be Your Own”) es la anciana avara que se quiere sacar de encima a la hija tonta: es ella quien recibe el impacto inesperado del final; para ella está destinada la sorpresa que no se narra. Y también, por supuesto, la moraleja. Pierde el auto y no puede desprenderse de la hija.

Hay un resto de la tradición oral en ese juego con un interlocutor implícito; la situación de enunciación persiste cifrada y es el final el que revela su existencia.

En la silueta inestable de un oyente, perdido y fuera de lugar en la fijeza de la escritura, se encierra el misterio de la forma.

No es el narrador oral el que persiste en el cuento, sino la sombra de aquel que lo escucha.

“Estas palabras hay que oírlas, no leerlas”, dice Borges en el cierre de “La trama”, en El hacedor, y en esa frase resuena la altiva y resignada certidumbre de que algo irrecuperable se ha ido.

Habría mucho que decir sobre la tensión entre oír y leer en la obra de Borges. Una obra vista como el éxtasis de la lectura que teje sin embargo su trama en el revés de una mitología sobre la oralidad, y sobre el decir un relato.

El arte de narrar para Borges gira sobre ese doble vínculo. Oír un relato que se pueda escribir, escribir un relato que se pueda contar en voz alta.

En ese punto Borges se opone a la novela y ahí debe entenderse su indiferencia frente a Proust o a Thomas Mann (pero no frente a Faulkner, en quien percibe la entonación oral de la prosa, percibe el carácter confuso y digresivo de un narrador oral que cuenta una historia sin entenderla del todo).

Borges considera que la novela no es narrativa, porque está demasiado alejada de las formas orales, es decir, ha perdido los rastros de un interlocutor presente que hace posible el sobreentendido y la elipsis, y por lo tanto, la rapidez y la concisión de los relatos breves y de los cuentos orales.

La presencia del que escucha el relato es una suerte de extraño arcaísmo, pero el cuento como forma ha sobrevivido porque tuvo en cuenta esa figura que viene del pasado.

Su lugar cambia en cada relato, pero no cambia su función: está ahí para asegurar que la historia parezca al principio levemente incomprensible y como hecha de sobreentendidos y de gestos invisibles y oscuros.

Un ejemplo a la vez inquietante y perfecto de esa estructura es el cuento de Borges “El Evangelio según Marcos”, en el que unos paisanos analfabetos y creyentes oyen la lectura de la pasión de Cristo, se convierten en protagonistas fatales del poder de la letra, y deciden llevar a la vida (como versiones enfurecidas de Don Quijote o de Madame Bovary) lo que han comprendido en las palabras proféticas de los libros sagrados.

Borges ha usado con gran sutileza las posibilidades de la situación oral y en varios de sus cuentos (desde “Hombre de la esquina rosada” de 1927 a “La noche de los dones” de 1975) él mismo ocupa el lugar del que recibe el relato.

Un hombre servicial y abstraído llamado Borges está en un almacén de espejos altos en el sur de la ciudad o en un patio de tierra en una casa de altos o en el hondo jardín de una quinta de Adrogué, y un amigo o un desconocido se acerca y le cuenta una historia que él comprende a medias y que misteriosamente lo implica.

En sus mejores cuentos trabaja esa estructura hasta el límite y la complejiza y la convierte en el argumento central.

En “La muerte y la brújula”, Lönnrot tarda en comprender que la sucesión confusa de hechos de sangre que intenta descifrar no es otra cosa que un relato que Scharlach ha construido para él, y cuando lo comprende ya es tarde.

Lo mismo le sucede a Benjamín Otalora en “El muerto”: vive con intensidad y con pasión una aventura que lo exalta y lo ennoblece y al final, en una brusca y sangrienta revelación, Azevedo Bandeira le hace ver que ha sido el pobre destinatario de un cuento contado por un loco lleno de sarcasmo y de furia. Emma Zunz teje con perversa precisión, y en su cuerpo, una trama criminal destinada a un interlocutor futuro (la ley) a quien engaña y confunde y para quien construye un relato que ningún otro podrá comprender.

La misma relación está por supuesto en “El jardín de senderos que se bifurcan”, en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y en “La forma de la espada”, pero es en “Tema del traidor y del héroe” donde Borges lleva este procedimiento a la perfección. Los patriotas irlandeses, rebeldes y románticos, son los destinatarios de una leyenda heroica urdida a toda prisa por el abnegado James Alexander Nolan, con el auxilio del azar y de Shakespeare, y esa ficción será descifrada muchos años después por Ryan, el asombrado e incrédulo historiador que reconstruye la duplicidad de la trama.

El relato se dirige a un interlocutor perplejo que va siendo perversamente engañado y que termina perdido en una red de hechos inciertos y de palabras ciegas. Su confusión decide la lógica íntima de la ficción.

Lo que comprende, en la revelación final, es que la historia que ha intentado descifrar es falsa y que hay otra trama, silenciosa y secreta, que le estaba destinada.

El arte de narrar se funda en la lectura equivocada de los signos.

Como las artes adivinatorias, la narración descubre un mundo olvidado en unas huellas que encierran el secreto del porvenir.

El arte de narrar es el arte de la percepción errada y de la distorsión. El relato avanza siguiendo un plan férreo e incomprensible y recién al final surge en el horizonte la visión de una realidad desconocida: el final hace ver un sentido secreto que estaba cifrado y como ausente en la sucesión clara de los hechos.

Los cuentos de Borges tienen la estructura de un oráculo: hay alguien que está ahí para recibir un relato, pero hasta el final no comprende que esa historia es la suya y que define su destino.

Hay entonces una fatalidad en el fin y un efecto trágico que Poe (que había leído a Aristóteles) conocía bien.

La experiencia de errar y desviarse en un relato se basa en la secreta aspiración de una historia que no tenga fin; la utopía de un orden fuera del tiempo donde los hechos se suceden, previsibles, interminables y siempre renovados.

En el fondo todos somos la tía de Flannery, queremos que la historia continúe…, sobre todo si la novia ha quedado abandonada en una estación de servicio.

Todas las historias del mundo se tejen con la trama de nuestra propia vida. Lejanas, oscuras, son mundos paralelos, vidas posibles, laboratorios donde se experimenta con las pasiones personales.

Los relatos nos enfrentan con la incomprensión y con el carácter inexorable del fin, pero también con la felicidad y con la luz pura de la forma.

La tía de Flannery está “en la vida” y en la vida hay cruces, redes, circulaciones y los finales se asocian con el olvido, con la separación y con la ausencia. Los finales son pérdidas, cortes, marcas en un territorio; trazan una frontera, dividen. Escanden y escinden la experiencia. Pero al mismo tiempo, en nuestra convicción más íntima, todo continúa.

Borges ha construido uno de sus mejores textos sobre el carácter imperceptible de la noción inevitable de límite y ese es el título de una página escrita en 1949, escondida en El hacedor, y atribuida al oscuro y lúcido escritor uruguayo Julio Platero Haedo. Dice así:

“Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar. Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos. Hay un espejo que me ha visto por última vez. Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo. Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) hay alguno que ya nunca abriré”.

Basado en el oxímoron y en el desdoblamiento, Borges narra el fin, como si lo viviera en el presente: está allá y es lejano, pero ya está aquí, inolvidable, inadvertido.

Por supuesto, esa marca en el tiempo, ese revés, es la diferencia entre la literatura y la vida. Cruzamos una línea incierta que sabemos que existe en el futuro, como en un sueño.

Proyectarse más allá del fin, para percibir el sentido, es algo imposible de lograr, salvo bajo la forma del arte. El poeta Carlos Mastronardi ha escrito: “No tenemos un lenguaje para los finales. Quizá un lenguaje para los finales exija la total abolición de otros lenguajes”.

Para evitar enfrentarnos con este lenguaje imposible (que es el lenguaje que utilizan los poetas) en la vida se practican los finales establecidos. Los horarios entre los que nos movemos cortan el flujo de la experiencia, definen las duraciones permitidas. Los cincuenta minutos de Freud son un ejemplo de ese tipo de finales.

La literatura, en cambio, trabaja la ilusión de un final sorprendente, que parece llegar cuando nadie lo espera para cortar el circuito infinito de la narración, pero que sin embargo ya existe, invisible, en el corazón de la historia que se cuenta.

En el fondo la trama de un relato esconde siempre la esperanza de una epifanía. Se espera algo inesperado y esto es cierto también para el que escribe la historia.

Bergman ha contado muy bien cómo se le ocurrió el final de un argumento (es decir, como descubrió lo que quería contar).

“Primero vi cuatro mujeres vestidas de blanco, bajo la luz clara del alba, en una habitación. Se mueven y se hablan al oído y son extremadamente misteriosas y yo no puedo entender lo que dicen. La escena me persigue durante un año entero. Por fin comprendo que las tres mujeres esperan que se muera una cuarta que está en el otro cuarto. Se turnan para velarla”. Es Gritos y susurros.

Lo que quiere decir un relato sólo lo entrevemos al final: de pronto aparece un desvío; un cambio de ritmo, algo externo; algo que está en el cuarto de al lado. Entonces conocemos la historia y podemos concluir.

Cada narrador narra a su manera lo que ha visto ahí.

Hemingway, por ejemplo, contaría una conversación trivial entre las tres mujeres sin decir nunca que se han reunido para velar a una hermana que muere.

Kafka, en cambio, contaría la historia desde la mujer que agoniza y que ya no puede soportar el murmullo ensordecedor de las hermanas que cuchichean y hablan de ella en el cuarto vecino.

Una historia se puede contar de manera distinta, pero siempre hay un doble movimiento, algo incomprensible que sucede y está oculto.

El sentido de un relato tiene la estructura del secreto (remite al origen etimológico de la palabra se-cernere, poner aparte), está escondido, separado del conjunto de la historia, reservado para el final y en otra parte. No es un enigma, es una figura que se oculta.

Borges ha narrado en un sueño la sustracción de esa imagen secreta que irrumpe al final como una revelación y permite por fin entender.

El sueño está en Siete noches y su forma es perfecta. Cuenta Borges:

“Me encontraba con un amigo, un amigo que ignoro: lo veía y estaba muy cambiado. Muy cambiado y muy triste. Su rostro estaba cruzado por la pesadumbre, por la enfermedad, quizás por la culpa. Tenía la mano derecha dentro del saco.

No podía verle la mano que ocultaba el lado del corazón.

Entonces lo abracé, sentí que necesitaba que lo ayudara: “Pero mi pobre amigo”, le dije, “¿qué te ha pasado? ¡Qué cambiado estás!”.

Me respondió: “Sí, estoy muy cambiado”.

Lentamente fue sacando la mano. Pude ver que era la garra de un pájaro”.

Hasta que no se revela lo que se ha escondido, la historia es apenas el relato de un encuentro, melancólico y trivial, entre dos amigos. Pero luego, con un gesto, todo cambia y se acelera y se vuelve nítido.

Por supuesto, lo extraño es que el hombre tenga desde el principio la mano escondida. Que tenga una garra de pájaro y que Borges en el sueño vea recién al final lo terrible del cambio, lo terrible de su desdicha, ya que está convirtiéndose en un pájaro.

El argumento, en un instante, gira y encuentra su forma, el relato está en esa mano que está oculta.

La forma se condensa en una imagen que prefigura la historia completa.

Hay algo en el final que estaba en el origen y el arte de narrar consiste en postergarlo, mantenerlo en secreto y hacerlo ver cuando nadie lo espera.

Kafka tiene razón: el comienzo de un relato todavía incierto e impreciso, se anuda sin embargo en un punto que concentra lo que está por venir.

Borges en un momento de su conferencia sobre Nathaniel Hawthorne, en 1949, narra el núcleo primero de un cuento antes de que el argumento se desarrolle y cobre vida (como Kafka quería).

“Su muerte fue tranquila y misteriosa, pues ocurrió en el sueño. Nada nos veda imaginar que murió soñando y hasta podemos inventar la historia que soñaba —la última de una serie infinita— y de qué manera la coronó o la borró la muerte. Algún día, acaso, la escribiré y trataré de rescatar con un cuento aceptable esta deficiente y harta digresiva lección”.

Ese cuento, por supuesto, fue “El Sur”, y para escribirlo (en 1953) Borges tuvo que inclinarse sobre esa microscópica trama inicial e inferir de ahí la vida de Dahlmann que, en el momento de morir de una septicemia en un hospital, sueña una muerte feliz, a cielo abierto. Tuvo, quiero decir, que imaginar la vívida escena en la que el tímido y gentil bibliotecario Juan Dahlmann empuña el cuchillo que acaso no sabrá manejar y sale a la llanura.

La idea de un final abierto que es como un sueño, como un resto que se agrega a la historia y la cierra, está en varios cuentos de Borges y la forma se percibe claramente cuando se analiza el final de una historia que es el modelo ejemplar de cierre para Borges, el cierre de la literatura argentina, podríamos decir. Me refiero al final de El gaucho Martín Fierro. Es una escena que Borges ha contado y vuelto contar varias veces (sería mejor decir recitado y citado en distintas ocasiones). Dice, como todos sabemos, así:

Cruz y Fierro de una estancia

una tropilla se arriaron

por delante se la echaron

como criollos entendidos

y pronto sin ser sentidos

por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao´

una madrugada clara

le dijo Cruz que mirara

las últimas poblaciones

y a Fierro dos lagrimones

le rodaron por la cara.

La obra se cierra con dos figuras que se alejan y que se borran rumbo a un incierto porvenir. Y esas dos lágrimas silenciosas lloradas en el alba, al emprender la travesía tierra adentro, impresionan más que una queja y son una cifra de la pérdida y del fin de la historia.

Junto a la estampa inolvidable de esos dos gauchos que al amanecer se pierden en la lejanía, la clave de ese final es la aparición de un narrador que estaba oculto en el lenguaje.

Todo el poema ha sido narrado por Martín Fierro, como una suerte de autobiografía popular, pero de pronto, en el cierre, surge otro; alguien que ha sido en verdad el que ha contado esa historia y que ha estado ahí, desde el principio.

La voz que distancia y cierra el relato es la marca que, en la forma, permite el cruce final. Se queda de este lado de la frontera y ellos se van.

Y siguiendo el fiel del rumbo,

se entraron en el desierto,

no sé si los habrán muerto

en alguna correría

pero espero que algún día

sabré de ellos algo cierto.

Y ya con estas noticias

mi relación acabé,

por ser ciertas las conté,

todas las desgracias dichas:

es un telar de desdichas

cada gaucho que usté ve.

La irrupción del sujeto que ha construido la intriga define uno de los grandes sistemas de cierre en la ficción de Borges.

Voy a usar el ejemplo de dos relatos que ya he citado: en “La muerte y la brújula” en el momento en que el argumento se está por duplicar, cuando Lönnrot cruza el límite que divide la trama y va hacia el sur y hacia la muerte, surge de pronto, como un fantasma, la voz del que ha narrado invisible la historia.

“Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un riachuelo de aguas barrosas, infamadas de curtiembre y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado —Red Scharlach— hubiera dado cualquier cosa por conocer esa clandestina visita…”

El que narra está por abandonar a Lönnrot a su suerte y prepara de ese modo taimado y fraudulento la irrupción final e insospechada de Scharlach el Dandy. El que narra dice la verdad. Lönnrot tiene ahí la clave del enigma pero la entiende al revés y el narrador indiferente lo mira desviarse y seguir obstinado hacia la muerte.

“Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después la desechó…”

En “Emma Zunz” hay una escena vertiginosa donde la historia cambia y es otra, más antigua y más enigmática. Emma le entrega su cuerpo a un desconocido para vengarse del hombre que ha infamado a su padre y en ese momento extraordinario en el que toda la trama se anuda, el que narra irrumpe en el relato para hacer ver que hay otra historia en la historia y un nuevo sentido, a la vez nítido e inconcebible, para la atribulada comprensión de Emma Zunz.

“En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas, ¿pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió enseguida en el vértigo”.

Esa estructura de caleidoscopio y de doble fondo se sostiene sobre una pequeña maquinación imperceptible: la íntima voz que (como en el poema de Hernández) ha marcado el tono y el registro verbal de la historia, se identifica y se hace ver y define desde afuera el relato y lo cierra.

Su entrada es la condición del final; es el que ha urdido la intriga y está del otro lado de la frontera, más allá del círculo cerrado de la historia. Su aparición, siempre artificial y compleja, invierte el significado de la intriga y produce un efecto de paradoja y de complot.

Parte de la extraordinaria concentración de las pequeñas máquinas narrativas de Borges obedece a ese doble recorrido de una trama común que se une en un punto. Ese nudo ciego conduce al descubrimiento de la enunciación. (A la enunciación como descubrimiento y corte.)

Si usamos la conocida metáfora del realismo, podríamos decir que hay una fisura en la ventana que duplica y escinde lo que se ve del otro lado del jardín. El gran vidrio está rajado y hay una luz en la casa y en el rombo de loslosanges, amarillos, rojos y verdes, se vislumbra la vaga sombra de un rostro.

Comprendemos que hay otro que estaba ahí desde el principio y que es él quien ha definido los hechos del mundo. “Las ruinas circulares” es una versión temática de este procedimiento: el que sueña ha sido soñado y ese descubrimiento ya es clásico en la obra de Borges…”.

La epifanía está basada en el carácter cerrado de la forma; una nueva realidad es descubierta, pero el efecto de distanciamiento opera dentro del cuento, no por medio de él. En Borges asistimos a una revelación que es parte dela trama. El extrañamiento, la ostranenie, la visión pura es interna a la estructura: “El Aleph” es en este sentido un modelo ejemplar.

En ese universo en miniatura vemos un acontecimiento que se modifica y se transforma. El cuento cuenta un cruce, un pasaje, es un experimento con el marco y con la noción de límite.

Hay un mecanismo mínimo que se esconde en la textura de la historia y es su borde y su centro invisible.

Se trata de un procedimiento de articulación, un levísimo engarce que cierra la doble realidad.

La verdad de una historia depende siempre de un argumento simétrico que se cuenta en secreto. Concluir un relato es descubrir el punto de cruce que permite entrar en la otra trama.

Ese es el puente que hubiera buscado Borges si hubiera tenido que contar la historia de Chuang Tzu.

En principio hubiera corregido el relato, con un toque preciso y técnico se hubiera apropiado de la intriga y hubiera inventado otra versión, sin preocuparse por la fidelidad al original (y si lo han visto traducir a Borges sabrán lo que quiero decir).

Un cangrejo es demasiado visible y demasiado lento para la velocidad de esta historia, hubiera pensado Borges, y lo habría cambiado, primero por un pájaro y luego, en la versión definitiva, por una mariposa.

“Chuang Tzu (hubiera escrito Borges) dibujó una mariposa, la mariposa más perfecta que jamás se hubiera visto”.

El aletear frágil de la mariposa fija la fugacidad de la historia y su movimiento invisible. Borges hubiera entrevisto, en ese latido lateral, la luz de otro universo. La mariposa lo hubiera llevado al sueño de Chuang Tzu.

Ustedes lo recuerdan:

“Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado que era una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre”.

Borges tendría dos historias y podría entonces empezar a escribir un relato.

Pero ¿cuál es la historia secreta? Es decir, ¿dónde concluir? Si está primero la historia del sueño, entonces el cuadro decide su sentido y corta la ambigüedad. Chuang Tzu sueña una mariposa y luego la pinta. Pero ¿qué sucede (hubiera pensado Borges) si invierto el orden?

Chuang Tzu pinta la mariposa y luego sueña y no sabe al despertar si es un hombre que ha soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora sueña que es un hombre. De ese modo la historia del cuadro —a la manera de la metamorfosis de Kafka, pero también a la manera del retrato de Dorian Grey de Oscar Wilde— es la historia de una mutación y de un destino.

El cuadro es un espejo de lo que está por suceder y es el anuncio de un cambio aterrador. Chuang Tzu tarda y posterga porque siente o alucina que se transforma en lo que quiere pintar.

Borges hubiera concluido el relato con una meditación sobre la vastedad de la experiencia y sobre los círculos del tiempo. Cito a Borges ahora, de su conferencia sobre Hernández:

“Es fama que le preguntaron a Whistler cuánto tiempo le había llevado pintar uno de sus nocturnos y que respondió: Toda mi vida”.

Y toda mi vida debe entenderse de modo literal: ha dado su vida, la entregó a cambio de la obra y se ha convertido en el objeto que intentó representar.

El arte de narrar es un arte de la duplicación; es el arte de presentir lo inesperado; de saber esperar lo que viene, nítido, invisible, como la silueta de una mariposa contra la tela vacía.

Sorpresas, epifanías, visiones. En la experiencia siempre renovada de esa revelación que es la forma, la literatura tiene, como siempre, mucho que enseñarnos sobre la vida.

Tomado de Piglia, Ricardo. Formas breves. Editorial Anagrama, Argentina, 1986.