Un antecedente necesario

Emir García Meralla
13/5/2016

En Cuba siempre ha habido espacio para la canción y para aquellos que las hacen. Es un ámbito condicionado por una historia donde se funden el empirismo musical, el buen decir con las buenas costumbres, y unas maneras de expresar los sentimientos explotando zonas del lenguaje alejadas del habla cotidiana. Esa canción, que en los comienzos del siglo XX llegó junto con la luz eléctrica, los tranvías y el cine silente, era escrita para conmover el alma de quienes la escuchaban. A los hombres y mujeres que escribían y cantaban esas canciones, se les comenzó a llamar trovadores.

Los primeros hombres de la trova —a los que se ha llamado los padres fundadores— asumieron a la guitarra como la dama de compañía por excelencia. El trovador era su guitarra, sus canciones, un lugar donde cantarlas, y un largo trago de ron como alimento espiritual. Así, nuestros abuelos supieron, conocieron y escucharon a Sindo, a Corona, a Rosendo, a Villalón. También había otros trovadores dignos de mención como Tirso Díaz, Teofilito,  Emiliano Blez, Oscar Hernández, María Teresa Vera, Gustavo “El Gallego” Parapar, Graciano Gómez y muchos más que harían larga esta lista.

Pero hubo quienes, desde otras formas de hacer la música, se acercaron a aquella primera trova; ahí están Ignacio Piñeiro, que lo hizo desde la rumba y el son; o don Miguel Matamoros. La trova era el espejo donde la nación cubana lavaba sus dolores, cantaba sus alegrías dignamente.

Fueron los trovadores y los soneros los pilares de la naciente difusión de la música cubana por todas las tierras de América. El reino del disco fue su primera recompensa y definió parte importante de la leyenda futura de la música cubana.

Pero la trova fue envejeciendo y renaciendo. Y ese renacer trajo nuevas aguas, incomprendidas en un comienzo por su condición de ruptura y continuidad musical y creativa; esta vez a la guitarra se le comenzó a exigir más que notas complejas desde cierto “primitivismo” musical. Quienes se atrevieron a renovar encontraron en el jazz —que era tan cercano a los arrabales, a la libertad musical y de espíritu— aquel otro ingrediente que no vieron sus predecesores.

Entre las dos trovas existía, como elemento común, el transcurso de dos guerras mundiales, el nacimiento y desarrollo de la radio y el disco, un fino cordón umbilical que se fortalecía a golpe de todas las corrientes de la música cubana, y el placer de tener un oficio con el que llevar el pan a la familia, aun cuando la música no fuera la fuente fundamental.

A la primera trova habían tributado poetas mayores o menores. Aquellas inquietudes se incorporaron al sonido de las orquestas danzoneras, de las típicas o de los conjuntos, y de los dúos o los tríos, que eran la forma de expresión por excelencia de esta corriente musical.

La trova, que comenzó a ser vieja y tradicional en no se sabe qué punto y momento de la historia, era directamente proporcional al bolero.

Esta segunda generación se hallaba conectada con la primera por diversos vasos comunicantes. Estaba el genético-filial en los nombres de Rosendo Ruíz y Ángel Díaz; el lírico-espiritual, en la manera de componer y vivir cada canción, y por supuesto, el musical, cuando la guitarra es la razón para expresar esas cosas que un hombre lleva en su intimidad. Solo que esta vez el lazo musical era un poco más complejo.

Esta segunda generación se hizo llamar “los jóvenes del feeling” y, como sus predecesores, tuvo cerca más de un hombre que dominaba las interioridades del mundo académico en la música. Ahora, además de los aportes de Antonio María Romeu, estaban la visión musical y las ideas de Andrés Hechevarría, a quien todos llamaban el “Niño Rivera”; la maestría siempre desbordante de Frank Emilio Flyn al piano, y el dominio de la guitarra clásica de Ñico Rojas.

Pero el feeling es una música de minorías, de espacios pequeños, y así fue hasta que la voz de Miguel de Gonzalo la llevó a la radio. Entonces, todo cambió nuevamente y se comenzó a cantar, a vivir y a descargar “con feeling”.

El feeling nos trajo, además de a César Portillo de la Luz, a José Antonio Méndez, Rosendito Ruiz, Angelito Díaz, Yañez y Gómez, Tania Castellanos, Marta Valdés y Frank Domínguez, entre otros, para que escribieran canciones. A Elena, Omara y Moraima, para que las cantaran y les dieran el acabado final. A Pacho Alonso y Vicentico, para que impusieran sus estilos.

Y así ocurrió hasta que en los 60 las cosas comenzaron a cambiar; tal parece que cada un cuarto de siglo la música cubana está sujeta a regenerarse y/o reinventarse. En ese proceso de regeneración o reinvención no podían faltar algunos ingredientes venidos de otras tierras, solo que esta vez eran “la bossa nova” que llegaba de Brasil y el rock, movimiento musical que involucraba espiritualmente a los nacidos tras el fin de la II Guerra Mundial.

El salto musical en la trova cubana estaba gestándose, y nuevamente serían “cuatro gatos” la base estructural de esta curva ascendente.