Un día en la vida de Martí

Jorge R. Bermúdez
28/1/2021

I

Durante los últimos años de su vida neoyorkina, al mar fue Martí por breves períodos de tiempo, a veces, por un día. De las playas del este, fueron Bath Beach y South Beach las más visitadas por él. En Bath Beach, durante los meses de verano, vivía Carmen Miyares de Mantilla con su hija María, en una casa de pino blanco. Carmen apuntalaba su endeble economía de mujer viuda con el hospedaje de los veraneantes. Los domingos que Martí visitaba la casa, salía de paseo con María. Durante el recorrido no pocos vecinos reparaban en el parecido entre la adolescente y el hombre vestido de negro. Pero él hacía caso omiso a los comentarios…, en tanto, respiraba el limpio aire que venía del mar. En uno de estos paseos, se haría la foto más bella que nos legó su iconografía: Martí (sentado) posa con María (de pie), agarrándose a ella como la única persona en vida que lo puede salvar de la hostil intemperie de los hombres y la ciudad.

En carta a Serafín Sánchez, del 18 de agosto de 1892, le dice: “Aquí me vine, a este rincón de mar, a componerme, como le digo, el espinazo, trabajando sin tanta conversación como en Nueva York —a recoger los últimos hilos de todos esos trabajos— y luego, por el primer vapor, antes de fin de mes, a Santo Domingo”.[1]

“En uno de estos paseos, se haría la foto más bella que nos legó su iconografía: Martí posa con María, agarrándose a ella como la única persona que lo puede salvar de la hostil intemperie de los hombres y la ciudad”. Foto: Internet
 

II

El recorrido hasta Bath Beach se iniciaba en Nueva York, en Battery Place, donde abordaba el ferry que realizaba el viaje entre Manhattan y Brooklyn, y en este último lugar, el tren a Bath. En el cruce de la bahía ya le era familiar pasar por debajo del puente colgante de 3455 pies —el más atrevido proyecto de ingeniería de la época—, que une a Nueva York con el fabril condado de Brooklyn. Al inaugurarse el 24 de mayo de 1883, él no pasó por alto tamaño portento tecnológico, y escribió: “Los puentes deben ser las fortalezas del mundo moderno. Mejor que abrir pechos es juntar ciudades”.[2] El puente colgante de Brooklyn fue una de las obras de ingeniería que más admiró el Apóstol. Al puente, y a los ingenieros y obreros que hicieron posible tamaña construcción, les dedicó páginas tan vívidas, que aún hoy nos hacen copartícipes del asombro y el entusiasmo de aquellos que entonces lo vieron por primera vez.

Desde aquel histórico día de mayo de 1883, cuantas veces Martí hizo el ya acostumbrado cruce del río, observó, respetuoso y emocionado, cual templo de una nueva orden, la notable obra. Hoy, no fue la excepción, cuando la imponente cinta colgante echó su sombra sobre la cubierta del ferry, mientras sus poderosas paletas hendían las aguas del Hudson, sacándole a fuerza de espumas un más fresco olor. A lo lejos, la tardía mañana neoyorkina aún obligaba a mantener encendida la antorcha de rojo vidrio de la Estatua de la Libertad, regalo del pueblo francés al norteamericano por el centenario de su independencia del colonialismo inglés…, “ganada con ayuda de sangre francesa”, recordó Martí.

Retrato de José Martí. Nueva York, 1888. Foto: Tomada del Portal José Martí
 

Para entonces, el puente de Brooklyn y la Estatua de la Libertad no solo eran ya parte esencial de la imagen de identidad de la gran ciudad, sino de toda la nación: símbolos de un ideal de pueblo a identificar con un nuevo modelo de vida y sociedad. Si para Martí el puente era el mejor exponente del desarrollo alcanzado por la arquitectura de ingenieros y el progreso tecnológico aplicado a las comunicaciones terrestres, la estatua no lo era menos de un proceso emancipador de carácter nacionalista a escala global, signado por la justicia social y la solidaridad entre los pueblos, aun cuando tales ideales habían mermado en demasía a imperativos de la real política y los poderosos intereses creados por las grandes potencias, entre las cuales empezaban a alinearse los Estados Unidos de Norteamérica.

Estas crónicas —¿no sería más justo llamarlas poemas en prosa?— dieron a conocer a Martí al gran público hispanoamericano. Y, justamente, la relacionada con la famosa estatua, le mereció el elogio del gran escritor y político argentino Faustino Domingo Sarmiento, quien en carta a Paul Groussac, aparecida en La Nación de Buenos Aires, el 4 de enero de 1887, con el título “La libertad iluminando el mundo”, dice de nuestro Hombre Mayor: “En español, nada hay que se parezca a la salida de bramidos de Martí, y después de Víctor Hugo, nada presenta la Francia de esta resonancia de metal”.

III

Como tantos otros domingos del verano de 1892, de regreso a Nueva York, ya tarde en la noche, en la estación de trenes o en la del ferry, codo a codo con una multitud que cabecea en la espera bajo los globos de vidrio de Brush, Martí se apresta a escribir unos apuntes que horas más tarde pasarán a integrar un artículo para Patria. En tales circunstancias, la elección de un tema cualquiera le permitirá trascender la rutina del momento, alentar su prosa, entre profética y heroica, con la holgura metafórica de lo que se sabe y se siente como propio… Y salirse de sí mismo.

Concluido el periplo de regreso, al llegar a la habitación y descalzarse, no da con la hebilla de cierre del zapato. Solo entonces recuerda el nuevo diseño de calzado que compró. Olvido o cansancio, ¡qué más da! Y he aquí la reflexión que le nace de un hecho banal para cualquier otra persona, menos para él:

Los movimientos inteligentes de los músculos. Otra especie de inteligencia, que dirige los actos que se llamarían “maquinales”. Mis pies, acostumbrados a ir a tal hora durante dos años a aquella casa de Madrid, se iban solos, y me llevaban delante de la puerta, cuando yo iba leyendo, y pensando en asuntos distintos de la casa y la visita. Podría decirse que era el afecto, el deseo, una como voluntad involuntaria. Pero ahora, al quitarme los zapatos de goma, que son diferentes de los que tuve ayer, mi mano fue a buscar la hebilla que los cerraba sobre el empeine, en vez de ir al talón, que es por donde se quitan estos.[3]

¿Qué quiere explicar Martí con esa “otra especie de inteligencia, que dirige los actos”? ¿Qué expresa con tanta profundidad como sencillez, en ese verso de su razón: “una como voluntad involuntaria”? Apunta aquí, ni más ni menos, como idea al paso, el reflejo condicionado, años antes de que esta teoría fuera desarrollada por el fisiólogo ruso Ivan Pavlov. La mejor biografía de Martí, sin duda, es su propia obra escrita. Él fue consciente de ello, cuando en una de sus numerosas notas dejó escrito: “Para un libro, yo”.

 

Notas:
 
[1] José Martí. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1991, t. 2, pp. 120-121.
[2] O. C., t. 9, p. 432.
[3] O. C. t. 21, p. 404.
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