Un sorprendente cruce sobre el Niágara

Roberto Medina
28/4/2016

Carlos Acosta, con las presentaciones debutantes de su recién creada compañía Acosta Danza, se ha propuesto mostrar una decidida avanzada de carácter danzario. Pretende abrir nuevos caminos sin renunciar a lo mejor de la memoria. Por eso en el programa contemporáneo incorporó El cruce sobre el Niágara, pieza antológica en la historia de la danza cubana de las últimas décadas.

La puesta fue creada por la coreógrafa Marianela Boán sobre la realizada por ella en 1987, a partir de la notable obra teatral del peruano Alonso Alegría, Premio Literario Casa de las Américas 1969. En esta pieza, un afamado equilibrista acostumbrado a realizar cruces sobre el Niágara y un joven inteligente —interpretados ahora por los promisorios bailarines Mario Sergio Elías y Raúl Reinoso—, se debaten en duelo dramático de exigencias mutuas; pugnando el joven porque, a pesar de su madurez y fama, aquel alcance una superación de todo lo logrado hasta entonces mediante un nuevo desafío.

En su fidelidad a la puesta original, los dos bailarines se presentan casi desnudos en la ostentosa esbeltez de sus cuerpos. Los movimientos calculados con precisión buscan conformar una imagen artística donde todo lo accesorio ha sido eliminado. En esa desnudez del alma y en su entrega sin límites a la mirada ajena, es el espíritu quien se muestra en escena. A través de la danza, los dos cuerpos habrán de transitar al encuentro de sí mismos y de cuanto tienen en común, como ocurre igualmente en la pieza teatral.


Foto: Yander Zamora
 

El despliegue corporal ha sido caligrafiado con exactitud. Los cuerpos danzantes de ambos bailarines así lo prueban, en una transparencia de motivaciones que va ganando claridad hacia el espectador en los aspectos sicológicos que los agitan como intérpretes al empezar a perfilarse bajo la ambigüedad de la no inmediatez semántica. Alejada de la palabra, esta manera de hacer danza contemporánea muestra eficacia en sus resultados para comunicar sensaciones, esclareciendo en la neblina de las formas los posibles sentidos subyacentes a los cuales responde. En ese magma de asociaciones trabaja el gran arte tejiendo los anudamientos.

Aunque el espectador desconozca la trama de la obra teatral homónima de Alonso Alegría, a partir de la observación aguda del trazado de las interrelaciones tal y como son alcanzadas, es posible advertir emanaciones sugerentes de lecturas abiertas que revelan —en esos movimientos—, las relaciones dramáticas cambiantes entre los personajes. En un deslumbre de ejecuciones técnicas, se muestra a dos personalidades bien diferentes y cómo van enfrentando, en la aproximación, las tiranteces surgidas entre ellos.

Los dos temperamentos son muy desiguales. El personaje entrenado para cruzar el río caminando sobre un cable se moverá, en un inicio, muy lentamente, con organicidad, movilizando todos los músculos de su cuerpo para lograr el avance ralentizado, sereno y seguro de sí mismo. Se desplaza sobre la cuerda con la destreza de pisar en un espacio más ancho, cuidando ejecutarlo todo en un orden exacto. Sus pies se mueven acoplados siguiendo la dirección hacia delante. No da pasos en falso, no hace giros en la cuerda. Su destino siempre está en el avance, con una gracia y sutileza que deslumbra por la perfección técnica y la convicción de que el camino tiene una dirección definida y no otra. Todo para él es saber de antemano qué hacer, cómo moverse con seguridad, siguiendo un recorrido que impone visualmente un orden y una destreza admirable, convertidos ya en algo rutinario.

Por el contrario, el otro bailarín se distingue, desde su mismo despertar y encuentro con el equilibrista, como una figura recién nacida, dotada de un nuevo temple, con su propia distinción y gracia. Seguro de sí mismo a pesar de su extrema juventud, muestra una habilidad de actuaciones enérgicas e inusitadas que es resultado de dejarse llevar por los impulsos. Puede ejecutar movimientos libres de sus piernas y brazos con una mayor soltura hacia un lado u otro, conquistando el espacio circundante. Esa confianza le permite realizar ejecuciones diferentes a las asumidas por el otro personaje, acostumbrado a desplazarse en los cruces de la imponente catarata del Niágara.

Ese modo de ser audaz, de no temer el peligro, de asumir el riesgo como si su vida pudiera terminar y no le importara en absoluto, es un signo propio de la juventud; a diferencia del experimentado bailarín-equilibrista que, ante la proximidad de la muerte, teme dar un paso en falso. Con movimientos enérgicos, el joven irreverente y temerario le demandará al personaje conservador un mayor compromiso y entrega, una osadía que le permita rebasar la prudencia en los límites creados por él mismo y superar las fantasmagorías inhibidoras. De ahí el exhibicionismo de las habilidades y destrezas físicas del joven frente a la mirada del bailarín representante de una edad mayor, marcado por cierto conservadurismo reconocible en su manera de moverse y actuar en la seguridad de cada paso. El joven despliega un estallido impetuoso de movimientos para demostrarle cuan apto es para emprender juntos el acople, ese del cual espera, como resultado, una seguridad entre ambos, capaz de enfrentar los vaivenes, incertidumbres y peligros a los cuales siempre ha de estar enfrentada la vida. Con eso, Marianela Boán ha subrayado el signo de su propio credo estético, reclamado por la juventud de su momento histórico en el empuje artístico renovador y en la superación de los modos convencionales y perpetuadores del hacer.

Dos caracteres tan distantes pueden, sin embargo, concordar y comprometerse. Esa es la propuesta sustentada en la obra teatral y en esta puesta danzaria: conformar un ente común, una alianza que sea resultado de un esfuerzo conjunto, donde la experiencia del mayor pueda darse la mano con el arrojo y la osadía de la juventud, estrecharse en un abrazo que confunda y una ambos cuerpos en el alcance de un mismo objetivo. Ese ideal será la estrategia a seguir demandada por el joven, quien necesitará apoyarse en la experiencia para imprimirle un impulso y fuerza inusitada.


Foto: Kike
 

La puesta es la representación de la conciliación entre aparentes opuestos, que realmente se complementan en la conformación de un conjunto de unidades integradas por elementos desiguales. Su entrelazado permitiría, no obstante, el paso a un estadio superior que puede llevar a metas más altas, siempre y cuando entre esas partes se concilie el alcance genuino de la armonía, la realización plena, el disfrute máximo, la total felicidad en el funcionamiento integral del todo.

Ambos personajes se proponen, a petición del joven, alcanzar una proeza superior: cruzar juntos sobre el Niágara. Para eso deberán dejar sus roces y el acento de sus diferencias. Tanto uno como otro, a partir de ese momento, deberán fundirse en un solo y único cuerpo, unidad que no implica la supeditación de ninguno de los dos. Es formar una alianza entre iguales, aunque sean distintos. Esa es la manera en que las personas se unen sólidamente en la vida. Las resistencias no desaparecen como fuerzas, sino que cambian el signo de sus oposiciones; se pronuncian en un logro mancomunado y mejor, parejo en sus desigualdades, integrado en un solo ser que es resultado de la voluntad de los dos.

Desde el momento en que deciden dirigir sus esfuerzos de manera conjunta, comienza esa etapa de preparación, de conocerse mutuamente, de entrega al baile y a la vida misma, porque solo así se van deshaciendo los recelos y la desconfianza mutua. Cruzar el Niágara, uno encima de los hombros del otro, es el desafío. Para eso tienen que pensar, comportarse y moverse como un solo ser, más allá de contradicciones, recelos y tensiones sicológicas y físicas. El cuerpo de cada uno ha de encontrar y descubrir las resonancias en el otro, sentir un goce en esa duplicación.

Los dos deberán sostener a la par las vigas de equilibrista, como si se tratara del diseño de un objeto tecnológico o de las alas de un aeroplano, en donde cada detalle cuenta para el éxito o el fracaso. Hacerse uno será la idea común: cuatro manos extendidas para el equilibrio, dos pies para caminar sobre el cable, y los otros dos de quien quedará arriba para fijarse, cómodamente, en los hombros del otro. Dos son más que uno, dice un viejo adagio, y lleva razón. Son más que uno porque no se trata de un ser dual, de cercenar la voluntad de uno en aras del otro, sino de renunciar al deseo de sobresalir por encima del otro en la fusión metafórica de los cuerpos. Es un entrelazamiento, una síntesis.

Unidad de diferentes, interdependientes y necesarios. Solo así la matemática del número cumple su valor máximo. Después, todo estalla en certeza y en la certidumbre de su alcance. El espacio circundante se expande alrededor del cable sobre el Niágara, se hace seguro, convincente; espacio de libertad y de afirmación plena. Es el triunfo, la conquista del espacio y de sí mismos. Es el arribo a un nuevo estadio de las cosas. Después es solo el silencio del aire batiendo sobre sus cuerpos sudorosos, el roce gratificante que sella la unión ante la mirada sorprendida de quienes observan. Ellos viven ahora, finalmente, una vida nueva e intensa: la del supremo bien del espíritu y del arte, al lanzarse al abismo y experimentarlo con el corazón en una mano y el sonrojo en la otra.

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