Uno de los libros manuscritos atesorados en la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí (BNCJM) es un códice de 1433 que contiene la transcripción de una obra de Santo Tomás de Aquino sobre la educación de los reyes y los príncipes, debida a un cierto Lope, de la diócesis española de Sigüenza, en la cual radicó un centro eclesiástico y universitario. Su autor fue Santo Tomás de Aquino (1225-1274), en italiano Tommaso D’Aquino; teólogo y filósofo católico perteneciente a la Orden de Predicadores, principal representante de la tradición escolástica, y fundador de la escuela tomista de teología y filosofía.

Santo Tomás de Aquino es considerado el principal representante de la enseñanza escolástica. Foto: Tomada de Pixabay

Conocido también como Doctor Angélico, Doctor Común y Doctor Universal, nació en una familia noble en Roccasecca (cerca de Aquino, en Italia) y estudió en el famoso monasterio benedictino de Montecassino y en la Universidad de Nápoles. Ingresó en la orden de los dominicos en 1243, y dos años después, en 1245, se trasladó a París para completar su formación. Estudió con el célebre filósofo escolástico alemán Alberto Magno (c. 1200-1280), y lo siguió a Colonia en 1248.

Tomás de Aquino fue ordenado sacerdote dos años después y empezó a impartir clases en la Universidad de París en 1252. Sus primeros escritos, en particular sumarios y explicaciones de sus clases, aparecieron posteriormente. Su primera obra importante fue Scriptum super quatuor libris Sententiarum Magistri Petri Lombardi (entre 1254 y 1259), que consiste en comentarios sobre una obra relacionada con los sacramentos de la Iglesia, Sententiarum libri quatuor, del teólogo italiano Pedro Lombardo (c. 1100-1160).

En 1256 se le concedió un doctorado en Teología y fue nombrado profesor de Filosofía en la Universidad de París. El papa Alejandro IV le llamó a Roma en 1259, donde sirvió como consejero y profesor en la curia papal. Regresó a Francia en 1268, y enseguida llegó a implicarse en una controversia con filósofos de su tiempo.

En 1272 fue a Nápoles y organizó una nueva escuela dominica. En marzo de 1274, mientras viajaba para asistir al II Concilio de Lyon, al que había sido enviado por el papa Gregorio X, cayó enfermo y falleció un 7 de marzo en el monasterio cisterciense de Fossanova. Canonizado en 1323 por el papa Juan XXII, fue proclamado Doctor de la Iglesia por el papa Pío V en 1567.

Fue un autor muy prolífico, con cerca de 800 obras, entre ellas su Summa contra Gentiles (1261-1264), un estudio razonado con la intención de persuadir a los intelectuales musulmanes de la verdad del cristianismo. Así como Summa Theologiae, que comenzó a escribir en 1265 y dejó inconclusa.

“La educación de los monarcas y miembros de la nobleza era un aspecto imprescindible para el buen desarrollo de los reinados en aquel entonces”.

No ha sido objetivo de este artículo tratar la figura de este autor y sí las características del códice desde el punto de vista bibliológico. Una rica bibliografía en soporte bibliográfico o papel es factible consultarla de manera exhaustiva de acuerdo con los intereses de los lectores. Esta obra trata sobre la educación de los reyes y los príncipes. Una cita con plena vigencia sobre ese tema es atribuida a Santo Tomás: “El único instrumento que los hombres tenemos tanto para perfeccionarnos como para vivir dignamente es la educación”.[1] La educación de los monarcas y miembros de la nobleza era un aspecto imprescindible para el buen desarrollo de los reinados en aquel entonces.

A los efectos de su estudio, la historia del libro manuscrito medieval se ha subdividido convencionalmente en dos períodos: monacal y laico. Hacia el siglo XIII, cuando surgieron las universidades y la cultura sobrepasó el recinto de los monasterios, se inició el segundo, durante el cual la producción de los libros se extendió a los medios universitarios, las casas de los grandes magnates y las cortes reales.

Las características de los libros manuscritos perduraron aun después de la introducción de la imprenta. Varios incunables e incluso otros de siglos posteriores, fundamentalmente del XVI —seleccionados en Tesoros de Librínsula—, las mantuvieron para dificultar el trabajo de catalogadores e investigadores.

La forma más ampliamente utilizada en esta época fue la del códice —como el caso que nos ocupa—, de gran formato y difícil de manipular por su peso y volumen. Aunque estaban confeccionados en pergamino, obtenido a partir de pieles de animales y muy resistente, comenzó a emplearse el papel para disminuir su costo, pero también su durabilidad, coadyuvando a una mayor producción de ejemplares dada la creciente demanda.

Los manuscritos carecían de portada (esta no aparece hasta después de establecida la imprenta). Al no existir, las obras solían iniciarse con la palabra incipit —que quiere decir en latín “aquí comienza”— o fórmulas parecidas, y al final del libro se añadía el explicit o explicitus est, el cual actuaba como una especie de colofón donde se ofrecían indicaciones de lugar y fecha de transcripción, nombre del copista, autor de la obra, iluminador, poseedor y a veces el tema de la misma.

Las páginas aparecían divididas en dos o más columnas. Al principio no se enumeraban las páginas, pero más tarde se comenzó a utilizar el reclamo y a foliarlas. También se enumeraron a veces los cuadernillos: la signatura indicadora del orden de los mismos se colocaba al comienzo o al final de cada uno de ellos.

Su puntuación era bastante irregular, puesto que fue poco frecuente la separación de palabras y párrafos, sobre todo en los primeros tiempos, y se empleaba gran cantidad de abreviaturas o palabras ligadas a la hora de copiar los volúmenes, que aparecían en forma de contracciones de palabras, signos especiales y las letras ligadas que se emplean profusamente, sobre todo en las palabras latinas, por ejemplo æ.

“Desde el siglo IV los monjes ilustraron o iluminaron sus libros”. Foto: Tomada de El Mundo

En los márgenes, además de los ornamentos o ilustraciones, solían insertarse las glosas o notas marginales, donde se ofrecían aclaraciones o comentarios acerca del texto. Desde el siglo IV los monjes ilustraron o iluminaron sus libros. Las miniaturas eran en un inicio letras o dibujos de color rojo que encabezaban los manuscritos, y su nombre proviene de minio, sustancia de ese color que utilizaban los ilustradores, entre otras.

Los libros se encuadernaron de acuerdo con su valor, de hecho, las encuadernaciones de ese entonces pueden agruparse en dos grandes clases: las de orfebrería y las de uso corriente. Las de orfebrería estaban hechas de tapas de madera cubiertas de esmaltes, piedras preciosas, placas de oro, plata o marfil labradas, con manecillas o cierres generalmente de metal precioso y muy ornamentadas.

Por su parte, las de uso corriente constaban de planchas de madera revestida de pergamino o piel, protegidas del roce por tachones o clavos gruesos metálicos, o sencillamente cubiertas de pergamino. Lamentablemente el ejemplar en cuestión fue reencuadernado muy posteriormente, por lo que se desconoce qué materiales se emplearon a lo largo de los siglos, aunque dadas sus características generales es factible que fuera de las más económicas.

Su estado de conservación es regular. El papel tiene cuerpo, es del llamado de tina o cuba, confeccionado con fibras textiles que garantizaron su durabilidad hasta hoy. No obstante, el empleo de tinta ferrogálica perforó el material escriptóreo durante estos siglos y provocó que el texto sea en ocasiones prácticamente ilegible y que muchas hojas tengan grandes perforaciones, con rotura de fibras y faltantes.

Perteneció al Fondo Antiguo —mantiene su cuño en rojo que lo acredita— y un folio 00001 que indica que fue el primero procesado en fecha incierta. Un ejemplar que cumple 584 años tiene un indiscutible valor. No es seguro que sea el más antiguo atesorado en la BNCJM, como se ha afirmado en algunas publicaciones, puesto que hay otros volúmenes manuscritos pendientes de investigación pertenecientes a la Colección Raventos, y hasta un pequeñito iluminado que lamentablemente tiene un explicit muy dañado, el cual parece anterior a este. Sin duda, es un tesoro, aunque no tenga la belleza que otros producidos en el período, y mantiene un especial interés para investigadores y estudiantes de la especialidad y otras afines. Sirve de excelente material de estudio para la impartición de la asignatura de Historia del libro y las bibliotecas, tema imprescindible en la Biblioteca Nacional, el sistema de bibliotecas públicas cubanas y otras especializadas que atesoran un fondo valioso a lo largo de la Isla.

Bibliografía consultada:

Francisco Hernanz Minguez: “Santo Tomás y la educación. La segunda parte de la Suma Teológica, un vasto y elevado plan de educación”. Proyecto Filosofía en Español, disponible en:  www.filosofia.orghttp://www.filosofia.org/hem/dep/cnc/1945104.htm. Consultado el 20 de marzo de 2017).

Pensamiento pedagógico. Disponible en: http://santtomasdeaquino.blogspot.com/p/pensamiento-pedagogico.html. (Consultado el 20 de marzo de 2017)

Vega García Olga: Texto del posgrado Historia del libro y las bibliotecas. (Versión manuscrita en formato digital con fines docentes).


Nota:

[1] Frase de Santo Tomás de Aquino disponible en: http://akifrases.com/frase/132353. (Consultado el 13 de noviembre de 2014).