Yo podría haber ido a ese concierto. Estaba en La Habana hace unos días y lo pensé. En otras circunstancias no hubiese faltado. La gente que me conoce lo sabe. Yo fui de Varela en aquellos tiempos sobrios. Pero hay cosas que solo pueden explicarse dejando el corazón y yo dejo el mío —más nítido— al lado de la verdad. Con la verdad he de morir algún día.

Ningún artista, ni el más virtuoso, puede olvidar que su más grande obra estará siempre detrás del deber que como ser humano comparte con el zapatero, con el hombre y la mujer, con el loco que sueña, con el abuelo y el niño, con la gente que lo hace posible con sus manos: la función de cualquier artista no es otra que una implicación social para con los suyos, para con lo justo.

Varela era un hombre valiente en mi universo juvenil. Algún día pensé que esas realidades crudas que me contaba eran para ayudarme a pensar en un país mejor: yo así lo hacía. Pero Varela no es un constructor, sus botas de leñador desean aplastar la justicia social que mis antecesores, los soñadores del reloj de arena, levantaron. Varela anda con los que tienen el hacha, no con los que siembran árboles. Su valentía —si pudiese llamarse así— era una ilusión, una bengala de pocos segundos, un hachazo en la octava de guitarra, un adiós constante. Me costará nuevamente cantar una canción de Varela sin pensar en su desarraigo, en sus falsos mitos. Varela se acerca lentamente y se vuelve a ir. Ha pasado su vida partiendo.

Varela pudo haber probado su valentía mil veces. En Miami siempre ha pedido “libertad” para Cuba, quizás porque él mismo nunca ha sido libre. En los muchos conciertos que ha dado allá nunca ha dicho más que lo que allí se aplaude. Varela ha sido un cobarde frente a la mafia que nos ataca. Varela ha sido un cobarde frente a los que nos cortan los árboles y nos joden el bosque. Varela no ha tenido el valor de decir allí lo que hasta él sabe. Y no lo hace porque su cobardía se empareja a las prebendas que recibe y a la nostalgia que siente por la Cuba prerrevolución.

“La función de cualquier artista no es otra que una implicación social para con los suyos, para con lo justo”.

Carlos Varela cantó ayer [el domingo] en La Habana. La Egrem se lo pagó. Dejó caer, con sutileza, su posición: algunos le apoyaron, es cierto. ¿Pero sabes qué? No hubo una turba afuera para atacarlo, no le suspendieron el concierto, no se sacó una aplanadora para escachar sus discos, no le tocaron un pelo… En Miami, con Van Van la cosa fue distinta; en Miami, con otros muchos artistas la cosa ha sido distinta, dura, sangrienta. Por eso Varela no se atreve a decir nada allá, ni piensa cuestionarse dónde está la dictadura, la que ciega e impide voces distintas.

Nunca más tendré miedo para decirle a Carlos Varela que cuando quiera hacer algo por Cuba, por su patria, cuando se quede aquí aportando un granito de arena por los que sudan: produciéndole un disco a una agrupación de provincia que jamás ha grabado, ayudando a los niños a hacerse músicos, cantándole a la verdad, peleando por mi gente, lo volveré a ir a ver y volveré a creer en su palabra, hoy vacía.

De Varela nadie se olvidó. Varela vive en un mito que no existe: el mito de la censura, el mito del libertario, el mito del leñador sin bosque. Pero él tiene bosque, tiene dinero, vive a sus anchas, no padece como un leñador. No lo censuran, después de todo lo que ha dicho cantó para cerrar el Havana World Music. Hay quien quiere seguir creyendo en ese mito y le parece bien que el gnomo siga en Miami endulzando oídos y que, de vez en cuando, pase por Cuba para cantar mientras cobra dinero del gobierno con que engorda ese mito. Yo no pienso ser parte de eso.

Tomado del perfil de Facebook del autor

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