Sé que no me lo va a creer, pero es la pura verdad: muchas veces no era necesario tomar un transporte para asistir a tres cabarés de la ciudad si quería recorrerlos en la misma noche. Como complemento —la contra o la ñapa, como diría mi madre— podía disfrutar de los tres espectáculos si su economía lo permitía.

Hágase de un mapa de La Habana (no importa que esté desactualizado: esta es una urbe que mantiene su personalidad a pesar del paso del tiempo). Párese en el cruce de las calles Infanta y San Rafael; de acuerdo con la demarcación municipal de la ciudad, usted está en una de las puertas del habanero barrio de Cayo Hueso o, lo que es lo mismo, Centro Habana. Baje por San Rafael hasta la calle Aramburu, y se encontrará en una de las esquinas del parque Trillo. Tome a la izquierda, y allí donde termina el parque verá el lumínico que anuncia el primer destino de esta noche habanera: El Colmao.

“Esta es una urbe que mantiene su personalidad a pesar del paso del tiempo”.

Haciendo honores a su nombre, el sitio presenta una programación dedicada a la música española. Así lo ha hecho por más de medio siglo, solo que el asunto español no es tan puro ni tal raigal como se espera: está viciado de origen. Durante los años 80, el antro —llamémosle así, según los patrones de estos tiempos— tenía, siempre los tuvo, dos salones de presentación: uno en la planta inferior y una azotea espaciosa. En los dos se presentaban simultáneamente rutinas y espectáculos de cabaré.

A las nueve de la noche en la planta baja comenzaba “el tablao”, tropicalizado por un elenco conformado por los mejores exponentes de la tradición española de la Isla. Era el espacio habitual de figuras como Marianita Morejón, Obdulia Breijo y el actor Juan Carlos Romero, uno de los mejores “gallegos” que podíamos encontrar en Cuba por esos años. Romero daba vida a ese personaje que había creado para él José María Carballido Rey en el espacio televisivo San Nicolás del Peladero. Ahora bien, en la tranquilidad de esta sala de fiestas sus travesuras y chistes (conocidas como morcillas en el argot del bufo cubano) adquirían una resonancia inusitada. Un pequeño formato orquestal acompañaba estas presentaciones, alternadas por canciones en cintas magnetofónicas. Como era asunto español, había un cuerpo de baile que dominaba la rutina de los bailes típicos de esa nación. Por ese entonces no se pensaba en tantas compañías o en ballets netamente españoles en Cuba. Eduardo Veitía estudiaba en el preuniversitario Saúl Delgado y su vocación de bailarín clásico quedaba a merced de sus compañeros de clase, que le aplaudían sus presentaciones en las noches de fiesta, cuando se cumplía el compromiso de ir 45 días al campo.

“La noche alcanzaba su máxima expresión cuando el Conjunto Roberto Faz deleitaba a los presentes con sus ‘mosaicos’”. Imágenes: Tomadas del sitio web de Discogs

Subiendo las escaleras de aquel lugar, camino a su amplia terraza —una azotea convertida en pista de baile con su correspondiente camerino y barra—, ocurría el milagro de la transculturación. Sones, boleros y una tanda afro deleitaban a aquellos que no mostraban interés en la onda “gallega”. La noche alcanzaba su máxima expresión cuando el Conjunto Roberto Faz deleitaba a los presentes con sus “mosaicos”;  esa armónica y bien lograda mezcla de boleros inolvidables que los asistentes coreaban abrazados.

El Colmao cerraba sus puertas a las dos de la mañana, pero si usted decidía irse cerca de la medianoche podía tomar la calle San José hasta su cruce con Industria —un recorrido de ocho o diez calles aproximadamente— y entrar al show del cabaret Palermo, amenizado por la orquesta Los Reyes 73. Este lugar tenía una disposición bastante rara. Una larga barra en forma de herradura se ubicaba en el centro de la planta, y al final de esta se encontraban algunas mesas y la plataforma donde desfilaban los bailarines y tocaba la orquesta base. El show no era nada extraordinario, excepto los viernes cuando el invitado era el declamador Walterio Núñez, que de un golpe recitaba algunos versos de Veinte poemas de amor y una canción desesperada,del chileno Pablo Neruda, en medio de un silencio sepulcral, lo que daba entrada a la segunda tanda, que era memorable. Primero Anaís Abreu ofrecía un recital impecable de boleros que culminaba siempre con el tema “Nostalgia”, antecedido por el bolero “Solo”, que interpretaba Carlos “El Chiqui” Hernández. Después comenzaba una larga tanda bailable con una de las mejores orquestas cubanas de los años 70 y 80.

Por allí también pasó la 440, una formación de sonido memorable que fue desprendimiento de la orquesta Revé y que constituyó antesala de algunos músicos notables de esos años.

De once a tres de la madrugada era momento para el goce en aquel lugar. Pero imaginemos que se hacía necesario ir más allá. Usted decidía entonces hacerse de una mesa en el cabaré Nacional, en Prado; bajaba hasta San Rafael y cruzaba tres calles hasta llegar al sótano del teatro García Lorca, a un costado del hotel Inglaterra. El Nacional abría sus puertas a las nueve de la noche, con la puntualidad del cañonazo, aunque su show comenzaba a las diez y media y era de una calidad superior a la de los sitios ya referidos. Incluso su mobiliario era más suntuoso, lo que influía en su categoría de centro nocturno de recreo.

“La apoteosis llegaba cuando salía a escena la cantante Soledad Delgado, y con su piano brindaba un recital donde interactuaba con el público de manera poco habitual”.

La antesala estaba a cargo de algún pianista que ambientaba el local con un repertorio muy diverso. A continuación, iniciaba un desfile de cantantes —liderados por Malena Burke durante un tiempo— y bailarines que recorrían la historia musical cubana con la habitual variedad circense y el obligado cuadro afro. Este cabaré poseía su orquesta base, que ejecutaba la música creada para la puesta en escena.

La apoteosis llegaba cuando salía a escena la cantante Soledad Delgado, y con su piano brindaba un recital donde interactuaba con el público de manera poco habitual. Soledad era la reina de la descarga nocturna habanera, y su presencia en aquel lugar garantizaba afluencia de público, en lo fundamental femenino.

Como todo cabaré cubano que se respete, la noche terminaba con un bailable que muchas veces corría a cargo de alguna orquesta de moda: el conjunto Los Latinos (y su segunda edición, llamada La Familia) o la orquesta Ritmo Oriental, en la que despuntaba como cantante y orquestador Sergio David Calzado.

El Nacional también ofrecía los domingos en la tarde tandas bailables con esas mismas orquestas u otra que se considerase atractiva. Esas matinés terminaban minutos antes de que se abrieran las puertas para la presentación nocturna, momento que aprovechaban muchos asistentes para seguir la fiesta.

Era un circuito inagotable en el mismo centro de la ciudad, donde la buena música llenaba las expectativas de los habaneros y de muchos visitantes que no siempre lograban reservar una mesa en los otros cabarés de la ciudad, esos que llamaban de lujo.

Aun así, había quienes preferían encomendar su goce nocturno al poblado de Regla y su cabaret El Arcoíris. Sentados en un banco del Parque Central esperaremos la ruta 6 para seguir esta aventura nocturna de los años 80.