El circuito de cabarés de La Habana —en ese entonces definida como Ciudad de La Habana, para diferenciarse de la que alguna vez se llamó provincia La Habana y que hoy abarca las provincias de Artemisa y Mayabeque— estaba estructurado en cuatro niveles de calidad. En un primer orden estaban los cabarés clásicos de la ciudad: Tropicana y aquellos situados en los principales hoteles de la zona del Vedado. En un segundo nivel se encontraban los cabarés de la zona del este de la ciudad —los de la playa—, y por último, aquellos que dentro de la ciudad y en su periferia presentaban espectáculos menos fastuosos que los dos primeros. Además, estaban los que ofrecían shows en los círculos sociales de las playas del oeste. Se puede afirmar que había opciones para todos los públicos, de acuerdo con los presupuestos económicos personales.

Durante esta década el cabaré era uno de los protagonistas de la noche habanera. Foto: Tomada de Juventud Rebelde

Recordemos esta parte de la historia nocturna de los años 80 sentados en los amplios salones de esos círculos sociales en los que cada sábado se reunían familias, afiliados y vecinos para disfrutar de una noche de esparcimiento.

De aquel grupo de espectáculos, cuya calidad muchas veces era cuestionable, sobresalían los que se presentaban en los círculos Otto Parellada (antiguo Cubanaleco), Jesús Menéndez, el de la playa La Concha, y por último, el José Luis Tassende (conocido como el Náutico). El Cubanaleco y el Jesús Menéndez poseían dos salas que eran utilizadas indistintamente según las condiciones del tiempo. Uno era un espacio exterior colindante con el mar, y el otro incluía un salón-comedor. Los anfitriones musicales variaban de acuerdo con el espacio. Una semana se presentaba el finado combo Cuba 95; la semana siguiente, la orquesta de los hermanos Izquierdo, y en caso de faltar alguna de estas, la sustituía alguna otra agrupación, en la que muchas veces coincidían músicos de diversas orquestas disponibles en ese momento. Las dos primeras formaciones mencionadas se alternaban de forma constante, a menos que tuvieran un compromiso extra. Es menester recordar que en aquellos años el pago de los músicos se decidía según la cantidad de actividades bailables o el acompañamiento a solistas en sus recitales.

“De todos estos sitios el de mayor nivel profesional y de organización era el Náutico”.

Los solistas de estos lugares eran caso aparte. Muchos provenían del Movimiento de Artistas Aficionados, y su repertorio base estaba conformado por imitaciones de cantantes de moda (el brasileño Roberto Carlos o el mexicano José José, del que existían decenas de imitadores). Como parte de este proceso imitativo existía una matriz musical única, lo que provocaba que muchas veces lo que sonaba estaba a años luz del tono vocal del intérprete. No obstante, los asistentes coreaban las canciones y le perdonaban al artista sus desaguisados profesionales. Otras veces era el cantante quien debía corregir al musicalizador —hoy DJ—, pues había equivocado el tema que se debía escuchar.

Los cuerpos de baile con frecuencia repetían la rutina, y su vestuario no alcanzaba la calidad mínima. Los bailarines conocían la pista o zona de presentación minutos antes de comenzar la función, por lo que su dominio del espacio físico era la comidilla entre los presentes, que dedicaban más tiempo a esperar posibles accidentes que a interesarse por la coreografía.

De todos estos sitios el de mayor nivel profesional y de organización era el Náutico. Un amigo de fechorías nocturnas le llamaba “el oasis del fin del mundo”, y no estaba desacertada la definición. Aquello era otro mundo dentro del ambiente sórdido de los cabarés de la zona. Solo que, a diferencia del resto de los círculos sociales, este poseía su propia orquesta y un cuerpo de baile que ensayaba rigurosamente todas las mañanas de martes a viernes. Su director general, que alguna vez había trabajado en otros sitios de mayor envergadura y calidad profesional, se las había ingeniado para acceder a un vestuario de mejor calidad. Por ese entonces el vestuario de los shows de toda Cuba se confeccionaba en un taller de costura ubicado en el cruce de las calles 17 y F, en el Vedado. Su propuesta temática bien estructurada dramatúrgicamente, para evitar a toda costa el obligatorio “cuadro negro o afro” de muchas otras propuestas, incluía un acto de magia y una atracción circense. Lo más notable era el repertorio que interpretaban los cantantes convocados. Su plantilla incluía nombres que alguna vez fueron ilustres, como los de Fausto Durán, Kino Morales, Marta Justiniani (en el ocaso de su carrera), Rita Gil y Marta Anglada (hermana del pelotero del mismo apellido), cuya voz recordaba a muchos la de la cantante Freddy, y que más de una vez fue parte del público de aquel lugar junto a muchos de sus compañeros de equipo.

La zona del show respondía a los estándares del género y poseía una acústica interesante. Construida en forma de medialuna ascendente —propio de la estética arquitectónica de los años 50 para este tipo de sitios—, estaba equipada con una iluminación que, sin grandes pretensiones, destacaba los momentos climáticos de la puesta en escena y generaba una atmósfera peculiar si se compara con el resto de los lugares de ese circuito.

Lo más destacado de las noches del Náutico era su momento romántico. Allí descubrí a dos grandes declamadores: Walterio Núñez y Juan Ramón González Ramos, que era la voz oficial de un programa radial llamado Actividad Laboral. Ellos, desde sus particularidades, llevaban a los presentes por un viaje poético increíble al recitar como pocos los poemas de amor de Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Gustavo Adolfo Bécquer, Jorge Mata y un sinfín de poetas de lengua hispana. Curiosamente, constituían el momento climático de la noche y el elemento de transición previo a la salida de los cantantes, a los que el público prestaba una atención inusitada.

De aquel circuito, el Náutico era el último cabaré en cerrar. Su función duraba hasta las tres y media de la mañana, mientras que el resto terminaba alrededor de las doce. El público entraba constantemente; tanta era su demanda que llevó a sus organizadores a implantar un sistema de reservaciones que, por los general, desde el jueves al mediodía ya estaban vendidas. Aquellos que llegaban al final de la noche sabatina solo encontraban espacio para disfrutar del show en la zona de playa colindante con el escenario; allí se improvisaban nuevas plazas con sillas y mesas extras.

Durante estos años la orquesta Los Latinos alcanzó gran popularidad debido al amplio uso de diversos estilos musicales caribeños. Imagen: Tomada del sitio web de Discogs

El bailable final era trascendental. Generalmente asistía el conjunto Los Latinos, que para ese entonces ya había perdido a su cantante principal, Ricardito Oseguera. La agrupación llevaba a los presentes por un interesante viaje dentro de la música cubana que incluía sus éxitos de los años 80 y sus llamados “recuerdos”, que no eran más una copia de los “mosaicos” creados por el Conjunto de Roberto Faz; una selección de boleros. Para fines de esta década Los Latinos fueron alternando sus presentaciones con la orquesta La Familia, de la que Ricardito había sido su líder principal. Fue tal el impacto de esta agrupación en el público que los directivos organizaron, fuera de la etapa de verano, presentaciones del mismo espectáculo. Estas tenían lugar los domingos desde las cinco de la tarde hasta las diez de la noche. Ese día el público se enriquecía con la presencia de otras figuras de la música que La Familia invitaba. Allí fue posible disfrutar de cantantes de la talla de Malena Burke o Manolo del Valle, muy populares y solicitados en estos años.

Esas noches habaneras tenían otros espacios interesantes, como aquellos sitios nocturnos que existían en la zona de Centro Habana y en la periferia del este de la ciudad, sobre todo en el poblado de Regla.

A ellos iremos en nuestra próxima salida nocturna.