Cuando en diciembre de 1823, el presidente James Monroe dio a conocer en mensaje al Congreso, la doctrina que definiría la esencia de la política exterior de Estados Unidos hacia la región latinoamericana y caribeña, resumida en la idea “América para los americanos”, se justificaba el rechazo a cualquier nuevo intento europeo de interferir o extender su sistema de gobierno al continente americano, como un peligro para la “paz y la seguridad” de la nación norteña. Así encubría sus intereses expansionistas y hegemónicos hacia el sur del continente, de manera muy particular en ese momento hacia Cuba y México. De esta manera, Estados Unidos inauguraba una tradición que caracterizaría su comportamiento en el escenario internacional hasta nuestros días, en el que las palabras de sus líderes políticos no solo ocultan los verdaderos propósitos, sino que, en muchos casos, los propósitos han constituido el reverso total de las palabras. No en balde, el Libertador, Simón Bolívar, dejaría a la posteridad una frase que cuenta con plena vigencia, al señalar en 1829 que los Estados Unidos parecían destinados por la Providencia a plagar la América de miserias, en nombre de la libertad.[1]

La Doctrina Monroe sirvió a Washington para declararse, de manera unilateral y como si fuera un derecho divino, protector del continente americano; de este modo hizo saber al resto del mundo, donde residía su zona de influencia, expansión y predominio.

Sin embargo, durante los primeros tres años que siguieron a su enunciación, los países de la región la invocaron en no menos de cinco oportunidades, con el objeto de hacer frente a amenazas reales o aparentes a su independencia e integridad territorial, solo para recibir respuestas negativas o evasivas del gobierno norteamericano. El paso del tiempo confirmó que la Doctrina Monroe había sido creada solo para ser definida, interpretada y aplicada a conveniencia de Estados Unidos.

“La Doctrina Monroe sirvió a Washington para declararse (…) protector del continente americano; de este modo hizo saber al resto del mundo, donde residía su zona de influencia, expansión y predominio”.

A lo largo del tiempo, tendría numerosas actualizaciones y corolarios de los distintos gobiernos estadounidenses, buscando siempre cerrar cualquier brecha que pudiera, desde la interpretación y la práctica de otros actores internacionales y los propios países de la región, poner en riesgo sus verdaderos designios.

Por solo mencionar algunos de ellos, el Corolario Polk[2] de 1848: Estados Unidos no solo no admitiría nuevas colonizaciones europeas en el continente americano, sino tampoco que ninguna nación de la región por su libre cuenta solicitara la intervención de gobiernos europeos en sus asuntos o la propia unión a alguno de ellos, asimismo expresaba que ninguna nación europea podía interferir en la voluntad o deseos de países del continente de unirse a Estados Unidos; Corolario Hayes[3] de 1880: fijaba el Caribe y Centroamérica como parte de la esfera de influencia exclusiva de Estados Unidos y que para evitar la injerencia de imperialismos europeos en América, Washington debía ejercer el control exclusivo de cualquier canal interoceánico que se construyese;  Corolario Roosevelt[4] de 1904 —mucho más conocido—: proclama el deber y el derecho de Estados Unidos a intervenir como árbitro o policía internacional en los países de América Latina y el Caribe ante conflictos o deudas de estos con potencias extra regionales; y el Corolario Kennan[5] de 1950: justificaba el respaldo de Estados Unidos a las dictaduras que florecían en la región bajo el pretexto del anticomunismo, las cuales serían incluso denominadas “dictaduras de seguridad nacional”.

A ninguno de los líderes norteamericanos les pasó por la mente la idea de que la declaración de Monroe pudiera constituir un acto de altruismo o de particular amistad para con las repúblicas vecinas del sur —como lo creyeron con fervor muchos gobiernos latinoamericanos durante años—, ni menos aún que ella implicara, para Estados Unidos, la obligación de intervenir en defensa de cualquier país del continente que fuera víctima de una agresión externa. Para los estadistas estadounidenses, la Doctrina Monroe se limitaba a anunciar la eventual intervención de Estados Unidos solo en aquellos casos, y en aquellas zonas de la región, que fueran de su vital interés de dominación.

Así dejaría constancia el Secretario de Guerra de la administración Monroe, John C. Calhoun, al expresar:“No hemos de estar sujetos a que en cada ocasión se nos citen nuestras declaraciones generales, a las que se les pueden dar todas las interpretaciones que se quiera. Hay casos de intervención en que yo apelaría a los azares de la guerra con todas sus calamidades. ¿Se me pide uno? Contestaré. Designo el caso de Cuba. Mientras Cuba permanezca en poder de España, potencia amiga, potencia a la que no tememos, la política del gobierno será, como ha sido la política de todos los gobiernos desde que yo intervengo en política, dejar a Cuba como está; pero con el designio expreso, que espero no ver nunca realizado, de que, si Cuba sale del dominio de España, no pase a otras manos sino a las nuestras… En la misma categoría mencionaré otro caso, el de Tejas; si hubiera sido necesario, hubiéramos resistido a una potencia extraña”.[6]

“Resulta muy ilustrativo a la luz de hoy, cuando seguimos viendo la obsesión yanqui con relación a Cuba que, en el contexto de la proclamación de la Doctrina Monroe, estuvieran gravitando en especial, los intereses de dominación de Estados Unidos sobre la Mayor de las Antillas”.

Entre los años 1825 y 1826 se corroboró que nada tenía que ver la Doctrina Monroe con la “paz y la seguridad”, y mucho menos con un respaldo sincero y desinteresado a la independencia de sus “hermanos del Sur”, cuando Estados Unidos se opuso por medios diplomáticos y en tono amenazante, ante una posible expedición conjunta colombo-mexicana, con el objetivo de llevar la independencia a Cuba y Puerto Rico, proyecto que acariciaron Simón Bolívar y Guadalupe Victoria, este último presidente de México.

Ante la fuerte presión diplomática estadounidense, los gobiernos de Bogotá y México respondieron que no se aceleraría operación alguna de gran magnitud contra las Antillas españolas, hasta que la propuesta fuera sometida al juicio del Congreso Anfictiónico de Panamá, a celebrarse en 1826. La preocupación de Washington, como era lógico, continuó, trasladando su inquietud a los gobiernos de Colombia y México y moviendo todos los resortes de su poderío diplomático.[7]

A este pasaje bochornoso de la historia de Estados Unidos, reflejo de la ideología monroísta, se referiría años más tarde José Martí en uno de sus célebres discursos cuando señaló: “Y ya ponía Bolívar el pie en el estribo, cuando un hombre que hablaba en inglés, y que venía del Norte con papeles de gobierno, le asió el caballo de la brida y le habló así: ¡Yo soy libre, tú eres libre, pero ese pueblo que ha de ser mío, porque lo quiero para mí, no puede ser libre!”[8]

“El paso del tiempo confirmó que la Doctrina Monroe había sido creada solo para ser definida, interpretada y aplicada a conveniencia de Estados Unidos”. Imagen: Tomada de CubaMinrex

El statu quo conveniente a los intereses de Estados Unidos no podía ser alterado por potencias extra continentales, pero tampoco por los propios países de la región. Esa situación se mantendría durante los años 1827, 1828 y 1829, cada vez que se intentó revivir la empresa redentora; tanto por parte de Colombia, como de México y Haití.

Resulta muy ilustrativo a la luz de hoy, cuando seguimos viendo la obsesión yanqui con relación a Cuba que, en el contexto de la proclamación de la Doctrina Monroe, estuvieran gravitando en especial, los intereses de dominación de Estados Unidos sobre la Mayor de las Antillas. Y es que la doctrina Monroe también se complementaba con la llamaba teoría de la Fruta Madura, formulada por John Quincy Adams en el propio año 1823, en la cual se comparaba a Cuba con una fruta en un árbol, para metafóricamente señalar que como mismo existían leyes de la gravitación física, existían leyes de gravitación política y, que por tales razones, no había otro destino para Cuba que caer en manos estadounidenses, solo había que esperar el momento oportuno a que esa fruta estuviera madura para que se cumpliera ese final inevitable.

Bolívar durante su lucha por la independencia y la unidad de los pueblos de Hispanoamérica había sentido el rechazo estadounidense como un gran obstáculo y peligro permanente. Imagen: Tomada de Cubasí

Durante ese proceso —destacaba también Adams en carta enviada el 28 de abril de 1823 al representante diplomático de Estados Unidos en Madrid— era preferible que la fruta apetecida permaneciera en manos de España, antes que pasara a manos de potencias más poderosas de la época. De ahí que, cuando el ministro de relaciones exteriores de la corona británica, George Canning, propusiera a Washington la firma de una declaración conjunta de rechazo a cualquier intento de la Santa Alianza y Francia por restaurar el absolutismo de España en los territorios hispanoamericanos, Estados Unidos tomara la delantera en una jugada maestra, haciendo una declaración por su cuenta —conocida luego como Doctrina Monroe— que dejaba las manos absolutamente libres a Estados Unidos en América e intentaba atárselas al resto de las potencias, inclusive a Inglaterra. En la raíz del surgimiento de la Doctrina Monroe, estuvo entonces Cuba, como uno de los territorios más ambicionados por la clase política estadounidense. También México, cuyos territorios, en más de la mitad de su extensión, serían después usurpados durante la guerra de 1846-1848.

En 1830 partía a la eternidad Simón Bolívar, quien durante su lucha por la independencia y la unidad de los pueblos de Hispanoamérica había sentido el rechazo estadounidense como un gran obstáculo y peligro permanente, así como comprobado su postura calculadora y fría —que él llamó conducta aritmética— con relación al proceso emancipador que tenía lugar en Suramérica. Contra el Libertador y sus planes de unidad e integración de Hispanoamérica se tejió, desde Washington, una amplia red conspirativa que asombra aún hoy por su nivel de articulación, cuando todavía no existían los medios de comunicación e inteligencia con los que cuenta el imperialismo norteamericano en la actualidad. Sin embargo, representantes diplomáticos estadounidenses, como William Tudor, William Harrison, Joel Poinsett, entre otros, hicieron un trabajo sucio muy efectivo para vencer, más que a la persona de Bolívar, las ideas que él representaba y defendía, totalmente antagónicas a la filosofía monroísta. Su pensamiento precursor del antiimperialismo, acerca de la unidad e integración de los territorios liberados del yugo del colonialismo español, en favor de la abolición de la esclavitud, de las clases más desposeídas y de la independencia de Cuba y Puerto Rico, fue la mayor amenaza a los intereses de expansión y dominio que enfrentó Washington en aquellos años, de ahí sus innumerables intentos de desacreditarlo llamándolo “usurpador”, “dictador”, “el loco de Colombia”, entre otros calificativos ofensivos.


Notas:

[1] Carta de Simón Bolívar al coronel Patricio Campbell, encargado de negocios británico ante el Gobierno de Colombia, Guayaquil, 5 de agosto de 1829.

[2] James Knox Polk, presidente de Estados Unidos entre 1845 y 1849

[3] Rutherford BirchardHayes, presidentedeEstados Unidosentre 1877 y 1881

[4] Theodore Roosevelt, presidente de Estados Unidos entre 1901 y 1909.

[5] George F. Kennan (1904-2005). Diplomático y consejero gubernamental norteamericano y autor de la doctrina de la contención frente al comunismo.

[6] Indalecio Liévano Aguirre: Bolívarismo y monroísmo, Editorial Revista Colombiana, Bogotá, 1971, pp.40-41.

[7] Véase Elier Ramírez Cañedo, La miseria en nombre de la libertad, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, pp.67-74.

[8] Discurso de José Martí en el Hardman Hall, Nueva York, 30 de noviembre de 1889.

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