En el otoño de 1962, exactamente en el mes de octubre, un acontecimiento estremeció las bases del sistema de relaciones internacionales que devino tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. La denominada Crisis de los Misiles, Crisis de Octubre, o Crisis del Caribe, puso en jaque a los dos actores principales de dicho entramado, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y los Estados Unidos, desde la perspectiva de un enfrentamiento que encontró vórtice en un pequeño archipiélago del Caribe.

No se puede entender lo que acaeció en aquellas jornadas en que la humanidad estuvo a punto del holocausto, sesenta años atrás, sin que se asuman con claridad una serie de aspectos que, de manera previa, actuaban como pilares del orden internacional establecido tras la conflagración bélica mundial finalizada en 1945.

Crisis de Octubre, 1962. Foto: Raúl Corrales

La victoria sobre el nazismo, cuya heroicidad mayor correspondió al Ejército Rojo y el pueblo soviético, supuso para muchos la posibilidad de que, ante el desgarramiento inconmensurable producido por esa guerra, se tomara conciencia de no repetir nunca más dicho escenario. Ello, a la larga, fue solo una ilusión, con independencia de hechos a todas luces alentadores, como la adopción de la Carta de San Francisco y la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Entre la URSS y los Estados Unidos, aliados tácticos en el epílogo de la gesta militar, existían enormes diferencias, en todos los órdenes, las cuales, lejos de atenuarse bajo el efecto generado por la cooperación, tardía y limitada, en el enfrentamiento a las hordas hitlerianas, se acentuaron una vez concluyó aquel evento telúrico.

Estados Unidos, más allá de la alharaca propagandística en favor de la distensión, no tenía la voluntad de aceptar a la URSS como potencia y establecer con ella un cuerpo de relaciones armónicas, que dejara a un lado las divergencias entre ambos en los más variados ámbitos.

La élite política estadounidense estaba atormentada ante lo inevitable de lidiar, por vez primera, no únicamente con la experiencia aislada que significó la Revolución de Octubre, en 1917, sino con la articulación del sistema socialista que, bajo la influencia de Moscú, se diseminaba por el este de Europa y propalaba su ascendencia en disímiles latitudes.

La monstruosidad de los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki, a solo tres meses de la capitulación germana, tuvo también la pretensión de intimidar a la URSS, con el mensaje de que Washington había desarrollado el arma atómica y que, a partir de la exclusividad de su tenencia y la disposición de usarla si así lo estimasen, se encontraba en una posición privilegiada e incuestionable, como piedra angular del mundo que emergía.

A esto se une, no puede soslayarse, la bonanza económica que experimentaban, desde la realidad de que su territorio no fue devastado como el de las naciones del Viejo Continente; el hecho incontrastable de que poseían para la fecha alrededor del 80 por ciento de las reservas de oro a escala universal, y que diseñaran una arquitectura financiera en su favor. Ella se cimentó a través de los acuerdos de Bretton Woods, y la irrupción en el panorama contemporáneo del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM).

La paranoia contra la URSS, que irrumpía agigantada por su hazaña militar, y la sempiterna manera de asumirse la élite política estadounidense desde una supuesta excepcionalidad mesiánica, y una especie de mandato divino para operar a su antojo en todo el orbe (pensamiento y modos de actuación en el que convergen cuestiones ideológicas, culturales y religiosas) fungieron como detonantes para que, con impresionante velocidad, se trabajara, desde lo doctrinal, en elaborar un posicionamiento teórico que les garantizara contener, en todos los planos, la preeminencia creciente que experimentaba la URSS.

Todo ello al tiempo en que la clase dominante de EE.UU. se cuestionaba la manera en que procedieron durante la II Guerra Mundial, considerando que hubo improvisación, falta de visión estratégica y comportamiento reactivo (González, 2003). El debate generado al respecto derivó en que se asumiese la necesidad no solo de producir una restructuración a nivel gubernamental, sino que, lo que es aún más importante, se decidiese integrar, desde una dimensión cualitativa superior, cuestiones sustantivas como las temáticas de defensa, economía, inteligencia y relaciones internacionales. Se vertebraba así, para nunca más apartarse del borde delantero de los análisis, la Seguridad Nacional como dimensión teórica y práctica de mayor jerarquía, en tanto fusionaba asuntos que hasta ese momento se habían asumido de manera dispersa y fragmentada. 

La adopción de la National Security Act, el 26 de julio de 1947, y la creación del Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por sus siglas en inglés) y la Agencia Central de Inteligencia (CIA), representarían las expresiones cimeras, en este sentido, de la naciente madeja institucional que se ocuparía en lo adelante de dichas cuestiones.

El basamento doctrinal sobre el que se erigió la Guerra Fría, por otro lado, fue resultado igualmente de un intenso proceso deliberativo, a diferentes instancias, encaminado a configurar un marco amplio y totalizador desde el cual impulsar la supremacía estadounidense a partir de una perspectiva integral.

El basamento doctrinal sobre el que se erigió la Guerra Fría, por otro lado, fue resultado igualmente de un intenso proceso deliberativo, a diferentes instancias, encaminado a configurar un marco amplio y totalizador desde el cual impulsar la supremacía estadounidense a partir de una perspectiva integral (Winckler, 2000).

En esa línea poseen la mayor jerarquía el famoso “Telegrama largo” (“The Long Telegram”)de George Frost Kennan, enviado desde Moscú a las 9 de la noche del 22 de febrero de 1946; el discurso de Winston Churchill sobre la “Cortina de Hierro” (“The Iron Curtain”) pronunciado en Westminster College, Missouri, 5 de marzo de 1946; el Reporte Clifford-Elsey, presentado al presidente Harry Truman el 24 de septiembre de 1946 bajo el título de “American Relations with the Soviet Union”; la “Doctrina Truman”, expuesta ante el Congreso el 12 de marzo de 1947; el “Plan Marshall” (“The European Recovery Program”), divulgado por George Marshall, el 5 de junio de 1947, en la Universidad de Harvard; el artículo “The Sources of Soviet Conduct” publicado por el propio Kennan bajo el seudónimo de Mr. X en Foreing Affairs, en julio de 1947, y la Directiva NSC-68, del Consejo de Seguridad Nacional de los Estados Unidos (“United States Objectives and Programs for National Security”) promulgada el 14 de abril de 1950 (Acosta, 2015).

En el primero de ellos se afirmaba que: “[…] tenemos ante nosotros una fuerza políticaque cree, fanáticamente, en la imposibilidad de coexistencia pacífica con los Estados Unidos […]; que desea que nuestro modo tradicional de vida sea destruido, y a pesar de ello, tengo la convicción de que la solución del problema soviético está en nuestras manos, sin necesidad de llegar a un conflicto militar generalizado. El poder soviético no asume riesgos innecesarios; se retira cuando encuentra resistencia” (Kennan, 1983).

Desde todas las ópticas, a partir de la construcción del enemigo, se trabajaría por desacreditarlo y satanizarlo, como cuestión impostergable en aras de consumar los objetivos estratégicos que se planteaban.

En esa dirección se combinarían los esfuerzos y acciones. Se afirmaría así que: “Desde Settin, en el mar Báltico, a Trieste, en el mar Adriático, ha caído una cortina de hierro a través de todo el continente. Detrás de esa línea se encuentran todas las capitales de los antiguos Estados de la Europa Central y Oriental […]. Todas estas ciudades famosas y sus poblaciones permanecen en lo que yo llamo el área de influenciasoviética, y todas ellas están sujetas, de una u otra forma, no solo a la influencia soviética, sino a un elevado y, en muchos casos, creciente controldesde Moscú” (Churchill, 1991).

Asimismo: “Esto es simplemente reconocer con franqueza que los regímenes totalitariosimpuestos a los pueblos libres, por agresiones directas o indirectas, socavan los fundamentos de la paz internacional y, por tanto, la seguridad de los Estados Unidos” (Truman, 1968).

Entre la URSS y los Estados Unidos, aliados tácticos en el epílogo de la gesta militar, existían enormes diferencias. Foto: Internet

II

En un contexto donde la pugna entre Este y Oeste estaba ya totalmente planteada en lo formal, y desplegada en los entornos más insospechados en cada geografía, se produce el triunfo de la Revolución cubana, el 1ro. de enero de 1959.

No es posible realizar en estas breves líneas un análisis pormenorizado acerca de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba desde finales del siglo XVIII. Bastaría decir que existe suficiente evidencia histórica que demuestra como los padres fundadores de aquella nación, aun antes de que se convirtiera en Estado moderno a partir de 1776, dejaron plasmada con claridad la codicia sobre la Mayor de las Antillas (Forner, 1973).

De igual manera que desde Cuba, aspecto que suele resultar ignorado por no poca parte de la literatura estadounidense, se proveyó y apoyó, en una variada gama, al proceso independentista que libraban las Trece Colonias contra la metrópolis británica (Torres-Cuevas, 2018).

Estados Unidos, por su parte, no aceptó la rama de olivo que se le tendía y respondió, desde sus entrañas, con el fomento de planes y acciones, de la más variada naturaleza, para derrocar el imberbe empeño emancipatorio. La invasión por Playa Girón fue el clímax de ese proceder.

A lo largo del siglo XIX, al menos en seis oportunidades, intentaron comprar a España dicha posesión. La política de la “fruta madura” de John Quincy Adams señalaría, sin ambages, que la Isla caribeña estaba obligada a caer bajo el dominio norteño, tal como se desprende hacia el suelo un fruto maduro, y, lo que es menos divulgado, que ese proceso cuajaría en el entorno de cincuenta años a partir de tal planteamiento, en 1823 (Guerra, 2008).

Ese mismo año la Doctrina Monroe, primera gran elaboración conceptual en política exterior de los Estados Unidos, lanzaría un mensaje retador a las potencias europeas, con independencia de que estuvieran o no en capacidad para hacerlo cumplir, en cuanto a que América solo podía ser asumida desde el tutelaje estadounidense.

En el caso cubano el despliegue de las garras imperiales se produciría a partir de 1898, con la intervención en la guerra que se libraba contra España desde hacía treinta años. Lo hicieron bajo el encuadre de la Doctrina Mahan y la certeza de que había llegado el momento de presentar cartas credenciales ante el resto de los actores, para que se aceptara que los estadounidenses estarían a la vanguardia en el concierto internacional del siglo XX que estaba a punto de mostrar su rostro.

Con el pretexto de la voladura del acorazado Maine, Estados Unidos vio coronada su vieja aspiración de levantarse como potencia incuestionable en el mundo. De ahí la enorme significación que tuvieron dichos acontecimientos desde la óptica geopolítica. En la misma medida en que, como planteó Lenin con agudeza, la irrupción estadounidense en esta contienda la convirtió en la primera guerra imperialista de la historia, habida cuenta de que para ese momento estaba totalmente definido el paisaje económico norteño, lo que el genial pensador y revolucionario ruso catalogaría años más tarde como la última fase del desarrollo capitalista.

En última instancia, antes de que Cuba proclamara el carácter socialista y restableciera relaciones con la URSS, los Estados Unidos habían decretado la imposibilidad de que se produjeran vínculos armónicos con el gobierno antillano.

En lo inmediato a 1959, la doble administración de Eisenhower apoyó, por todos los medios, a la tiranía de Fulgencio Batista (Alzugaray, 2008). Solo se desmarcaría de esa postura, como ha ocurrido en no pocas ocasiones en otros escenarios, en los estertores de quien diera un golpe de Estado el 10 de marzo de 1952. Al percatarse de la inevitabilidad del derrocamiento del sátrapa, a partir de la vigorosa ejecutoria guerrillera en la Sierra Maestra y el creciente accionar de distintas fuerzas en las ciudades, el mandatario yanqui intentó buscar una variante que impidiera el ascenso definitivo de las fuerzas revolucionarias (Padrón; Betancourt, 2008).

El triunfo de la Revolución cubana marcaría un parteaguas en la historia latinoamericana y caribeña. Desde el primer momento, tal como lo evidencia el viaje de Fidel a diferentes ciudades de aquel país en abril de 1959, hubo la voluntad, desde este lado, de fomentar relaciones cordiales con el poderoso vecino. Aun a sabiendas de su actuación muchas veces pérfida contra los proyectos independentistas y revolucionarios de distintas épocas.

Estados Unidos, por su parte, no aceptó la rama de olivo que se le tendía y respondió, desde sus entrañas, con el fomento de planes y acciones, de la más variada naturaleza, para derrocar el imberbe empeño emancipatorio. La invasión por Playa Girón fue el clímax de ese proceder, en cuya antesala hubo también innumerables agresiones, en la medida en que la incursión armada fungiría como símbolo de la sintonía estratégica entre republicanos y demócratas en cuanto a la pretensión de socavar, por cualquier vía, el andamiaje político cubano (Hevia; Zaldívar, 2015).

En última instancia, antes de que Cuba proclamara el carácter socialista y restableciera relaciones con la URSS, los Estados Unidos habían decretado la imposibilidad de que se produjeran vínculos armónicos con el gobierno antillano (Welch, 1985).

Ello estuvo dado, en lo fundamental, además de por la inalterable pretensión histórica de influir y maniatar los destinos de Cuba, por el hecho de que la joven Revolución vino a quebrar el modelo de dominación hegemónico hemisférico concebido por Estados Unidos desde la Doctrina Monroe. Dicho entramado tenía en la aparición de la Organización de Estados Americanos (OEA), en la IX Conferencia de Bogotá en 1948, su nervio principal para garantizar la subordinación de las naciones del área. No fue casual que se empleara a la OEA como punta de lanza de la embestida que se desató contra la Revolución, prácticamente desde la arrancada (Pérez, 2019).

Bibliografía:

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