Pues bien, se hizo el milagro. Oré toda una semana para que la misericordia divina fuera derramada en abundancia y se me abrieran esas puertas… para que el mar se retirara. No hubo carteles modificando el horario ni ofreciendo disculpas por las molestias, siempre las mismas. No hubo apagón matutino, no se cayó el sistema. Tampoco chicas enfundadas en medias negras mirando aristocráticamente desde la altura, ni custodios con guapería de barrio.

Logré la gestión bancaria tan solo… en el segundo intento. Me sentí afortunado, casi feliz.

Cuando pronunciaron mi nombre, sentí un tintineo y me alcé rumbo a la victoria. Frente al cristal, una mujer hermosa me pidió la identificación; pero no me confié, volví a orar. Me ha tocado tantas veces el dilema de la lupa para auscultar con detenimiento el rabito de una firma, la voluta de una letra, un tres que semeja un cinco o un cinco que parece un tres.

“Oré toda una semana para que la misericordia divina fuera derramada en abundancia y se me abrieran esas puertas… para que el mar se retirara”.

—¿Usted es Reinaldo? —me preguntó.

No os asombréis de nada en un banco. Es más, le concedí el beneficio de la duda. Cuando me tomaron la instantánea para el carné de identidad, tras una madrugada de cola (tres para ser exacto), se agolparon en mi rostro todas las marcas de los cincuenta-camino a los sesenta. Y hoy he venido en versión mejorada, peinado incluso, distendido de tanta invocación.

—Sí, cómo no, soy yo —le respondí.

Y hasta le agregué, con estudiada familiaridad, un guiño de simpatía para desfacer cualquier entuerto en formación: “Fíjese en la verruga de la mejilla derecha”. Una vez correctamente identificado, tecleado mi nombre, mirada a la pantalla, bolígrafo amarrado y extendido por el orificio del cristal. Cumplido el protocolo… la dama, la hermosa dama me miró.  

Era una fijeza de conmiseración.

Me extendió cinco fajos de billetes impolutos.

“Cinco fajos de billetes… de a uno. Un papel coloreado, una vuelta al pasado. Me dio el primer latido del encabritamiento, pero sofrené a tiempo. ¡Sooo, caballo! Volví a orar bajito, profundo”.

La moneda cubana es heroica. Todos los grandes a la mano: el de Baraguá y sus mangos irredentos; el Generalísimo de Baní, el de la barba hirsuta y la búsqueda perpetua. Y Calixto y el Padre de La Demajagua y Frank casi niño y el diamante agramontino y Nicanor McPartland, Mella, aquel que dijo ante la bala asesina: “¡Muero por la Revolución!” No hay mujeres, o sí, una escondida, velada, Celia, la flor de la Sierra.

No fue ninguno de ellos.

Cinco fajos de billetes… de a uno. Un papel coloreado, una vuelta al pasado. Me dio el primer latido del encabritamiento, pero sofrené a tiempo. ¡Sooo, caballo! Volví a orar bajito, profundo.

Era eso o nada.

Me hice tomar una foto en el patio de Magalis. Era un exotismo, una excentricidad. Me han sugerido que haga una cortina, que me compre una vitrina para exhibirlos, que haga un performance como el de aquella chica que acostumbrada a la hospitalidad de la manigua se enfrió en un hotel… hasta que el novio dejó caer sobre ella unas hojas secas, cual una cascada.

José Martí repetido… quinientas veces.

Me da un no sé qué cuando contemplo al genio de Paula, al héroe de Dos Ríos, al Apóstol, en un billete (que la inflación volvió) inútil.