El espacio en la danza, en el más allá de su vacío es puro espectáculo
“Los dos espacios, el espacio íntimo y el espacio exterior vienen, sin cesar,
si puede decirse, a estimularse en su crecimiento. (…)
Parece entonces que, por su inmensidad, los dos espacios,
el espacio de la intimidad y el espacio del mundo se hacen consonantes”.[1]
Gastón Bachelard
En El espacio vacío, el inmejorable tratado de arte y técnica teatral que el gran Peter Brook nos legara como inteligible “manual de uso” para responsabilizar el acto de invención/escritura creativa que directores, coreógrafos, compositores, pudieran hacer sobre la escena, comienza anotando que se pudiera “tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral. Sin embargo, cuando hablamos de teatro no queremos decir exactamente eso…” [2]. Para el gran revolucionador del arte escénico del siglo XX, el espacio siendo lo que es, se vuelve dispositivo, discurso físico-concreto e imaginal-poético de las geografías de relaciones que en él se engranan. Se articulan, conectan, se juntan y se bifurcan en las derivaciones que van de lo íntimo e interior (quizás hasta no visible) del espacio y lo externo, extrínseco, exterior de su ser evidencia.
Y es cierto, a esta altura del match, y después de haber anotado desde estas mismas páginas cuán importante sería que toda práctica y teoría de la danza deben dar cuenta cualitativa y funcional del valor transformador y generativo del cuerpo danzante; creo pertinente acercarnos al “espacio”, como uno de los dispositivos claves que conciernen a la escritura coreográfica. Y es que, por muy desemejantes que sean las nociones operativas que la coreografía (escritura del cuerpo en el espacio) que pudiera describir la danza cubana de este minuto, y en su uso “explicar” su modo de entender y concretar su hacer ocupacional, el espacio, el cuerpo danzante y su trazado movimental, constituyen los tres vectores comunes y denominadores en toda pieza coreográfica.

Aun así, parecería que este asunto fundamental (el tratamiento del espacio), tan proporcional al ser de la danza, se aviene como algo dado, archiconocido y hasta axiomático; o tal vez, solo dispuesto para ser naturalmente habitado por el cuerpo que baila. Y no, hagamos un ejercicio simple de apreciación y/o descripción objetiva de cómo se comparta en el espacio los diseños y trayectorias de quienes en él danzan; por ejemplo, constatemos el uso operativo/poético cuando estamos frente al acoplado cuerpo de baile en el segundo acto del romántico Giselle, el clásico que nuestro Ballet Nacional hace de manera ejemplar; o cuando abrazamos la precisa escritura de La Ecuación, el emblemático cuarteto que coreografiara Georges Céspedes para Danza Contemporánea de Cuba hace ya varios años (con la fortuna de reverla muy pronto en versión para la compañía Acosta Danza en la sala Avellaneda del Teatro Nacional en la venidera temporada de septiembre) o, como para ir a un extremo expresivo, el modo cualitativo funcional en que Isabel Bustos reformula el diálogo situacional (parte teatral, parte callejera) cuerpo-espacio en una pieza como Formas, de Miguel Azcue con Danza-Teatro Retazos. Y es que en el (los) espacio(s) como dispositivo de la construcción de prácticas corporales y coreográficas (folklóricas, balletísticas, contemporáneas), la escena exige, por lo pretendidamente obvio de sus convenciones, a conocerlo; mientras que, al apropiarse de él para resignificar su habitus, desentrañarlo, des-jerarquizarlo es condición necesaria en su transformación visual, poética, imaginal. Y es que, tal vez, como asegura Bachelard, el espacio de la intimidad y el espacio del mundo se hacen consonantes, si de artisticidad coreográfica hablamos. Vayamos por partes.

Ya se ha dicho, se podría definir la danza como una forma de conocimiento, expresión y comunicación basada en la creación de un fenómeno espacial, perceptivo, ordenado según un ritmo a través de intransitivos movimientos del cuerpo humano. Desde esta noción muy difundida, es evidente que hay un cuerpo que produce significaciones rítmicas expresivas dentro de un marco espacial capaz de generar atención. Pero, ¿cómo se habita el espacio en la danza? ¿Cómo se trama, cómo se configura, cómo se (re)presenta y materializa esa relación cuerpo danzante-espacio escénico? Después de tantas idas y venidas, después de tantos convencionalismos y oportunas derivas, ¿seguirá siendo el espacio escénico aquella única parte donde acontece la acción narrante de un espectáculo? ¿Cuáles serían las dimensiones operativas de un cuerpo danzante en su espacio personal, parcial, total? ¿Cómo él, en tanto cuerpo en juego, podrá evadir su corporeidad inmediata para expresarse en el fuera y en el adentro del espacio restringido, social o compartido de su accionar coreográfico?
Abundan las preguntas y ojalá encontráramos, en nuestros modos responsables con la danza, innumerables argumentaciones para responderlas. Sí, entre todas y todos, prácticos y teóricos. Pues, parafraseando a Mariela Ruggeri, el espacio de la danza se concreta en la geografía/geometría de sus múltiples relaciones. Tal es así que, la reflexión sobre la significación del espacio nos llega desde los tiempos antiguos; los griegos, por ejemplo, se envolvieron en heterogéneas discusiones estando únicamente claro, como lo subrayó Aristóteles (Física IV), que el espacio “es difícil de comprender”. Apotegma irrebatible, nótese que la clásica idea que se tiene del espacio proviene de Euclides y de Descartes, el espacio como res extensa y como una especie de “continente universal” de los cuerpos físicos.

Desde este paradigma, la danza en su apropiación del espacio que soporta al cuerpo que baila, se ha apropiado de esas propiedades como el “ser continuo, el ser ilimitado, el ser tridimensional, el ser homogéneo (es decir, el ser sus partes indiscernibles unas de otras desde el punto de vista cualitativo), y el ser homoloidal (el que una figura dada sea matriz de un número infinito de figuras a diferentes escalas, pero asemejándose unas a otras)” [3]. Más adelante, el propio Aristóteles y uno de sus discípulos, consideraron el espacio no como una realidad en sí misma, sino como “algo” definido mediante la posición y orden de los cuerpos. Y ahí, vuelve la grafía dancística a anclar su modus operandi como condición reincidente en la historia de la danza. Desde la propia clase de técnica de la danza, sus partes y orden, hasta las nociones más difundidas de composición coreográfica; y en esas (con)fusiones reiteradas entre el lenguaje técnico y el lenguaje coreográfico, no damos cuenta que en danza, el espacio no representa per se, sino, más bien, que se hace, se construye y “determina formalmente rechazando el carácter objeto, sistemático, rechazando la estructura absoluta e inmutable, a favor de un proceso vital, de una categoría relacional, que a veces también es histórica”. [4]
Acaso, como preguntara Barañano Letamendía, ¿el creado por la danza no es un espacio arquitectural o ni tampoco un espacio acústico? La danza como cuadro o tableau vivant es un espectáculo visual. Su espacio, es su propio espacio específico, el de su creación, el construido por los cuerpos en sus singularidades y en sus interrelaciones, en su acción: en su poder de ordenación, concretización y cuestionamiento espacial, en el desafío de hacer nacer algo diferente de un mundo en un terreno imaginario con la energía del movimiento del cuerpo. Esta creación de espacio hay que verla, en vivo; la danza hay que presenciarla en su efimeridad.
“Abundan las preguntas y ojalá encontráramos, en nuestros modos responsables con la danza, innumerables argumentaciones para responderlas. Sí, entre todas y todos, prácticos y teóricos”.
Nosotros mismos que, siendo-cuerpo-somos-espacio, estamos hechos de espacio y hacemos espacios en la multiplicidad de las relaciones que imaginamos, favorecemos, estructuramos. Y ahí, como en las estrategias creativas que manejan las coreógrafas cubanas Marianela Boán de “estructura traicionada”, Rosario Cárdenas en su renunciación del “espacio imago” o Sandra Ramy de “cabaret de reparaciones imprevistas”, lo atendible de pensar las relaciones de tratamiento espacial como epítome de puerta abierta. Open door, porte ouverte, hacia un universo de lo entreabierto (como dice Bachelard), apto para proporcionar un cúmulo de deseos y tentaciones a los momentos de mayor sensibilidad imaginativa, esos que requiere invariablemente la creación generosa.
Por otra parte, imposible no estimar las bifurcaciones y complejidades que, de un largo tiempo a esta parte, se producen como revisión de las nociones clásicas, debido fundamentalmente al avance de la ciencia física. Con la teoría de la relatividad y la mecánica ondulatoria, con los campos electromagnéticos y la distinción de procesos microfísicos y procesos macrofísicos, “se habla de un espacio-tiempo e incluso de un espacio curvo de estructura esponjosa”; hecho este que impone derivas y oscilaciones aun cuando se baila sobre tierra y para la elevación del cuerpo hay que pisar tierra, luego, quizás, sobrevolar la cabeza.
A lo mejor, desde esa obsesión de querer nombrar las cosas, entre ellas el “espacio”, el físico y también el ficcional de la fabulación/acción/aptitud/propiedad del cuerpo danzante y sus relaciones, es tiempo que la teoría de la danza, regrese a los modos (históricos/convenciones) de designar (calificar, señalar, nominar) los valores activos que se inventa aquel cuerpo en juego para trasmutar del espacio personal, parcial, restringido, compartido, comunal, al espacio total e imaginal que abraza en sus grafías, trayectorias y alcances de sus ámbitos. Ese que, entre líneas curvas o rectas con todas sus derivaciones y combinaciones inagotables, nos ratifica que el espacio (el de la intimidad y el del mundo que se hacen consonantes en sus significaciones danzantes) no es mera entidad abstracta, mejor, al decir de Gordon Craig: el espacio en la danza es puro espectáculo.
Notas:
[1] Véase a Gastón Bachelard en La poétique de l’espace, publicado por Presses Universitaires de France, París, 1957. p 177.
[2] Véase a Peter Brook en “El Teatro Mortal”, El Espacio Vacío, publicado por Ediciones Península, Barcelona, 2015. p. 21.
[3] Véase a Kosme M. de Barañano Letamendía en su exquisito Ensayos sobre Danza, publicado por KOBIE (Serie Bellas Artes) Bilbao Bizkaiko Foru Aldundia – Diputación Foral de Vizcaya. N.º 3, 1985-6. Pp. 60-61.
[4] Ibídem. p. 63.

