Para Graziella, una eterna interlocutora.

El arte de conversar reconoce ejemplos célebres desde la antigüedad, como los diálogos bíblicos y socráticos, o las voces alternas entre dos cómplices ilustres llamados Marco Polo y Kublai Kan. Cuando hace siglos se desarrollaron los parlamentos entre el viajero veneciano y el emperador mogol, nadie podía imaginar que se convertirían en una aventura intelectual que llegaría hasta nuestros días, y de cómo un espléndido cruce de palabras y civilizaciones pudo trascender. Encuentros recreados, entre otros autores —en la saga de Rustichello de Pisa—, por el santiaguero-italiano Ítalo Calvino y el bejucaleño Félix Pita Rodríguez, que por un azar ocurrente y concurrente nacieron bajo el signo de El Apóstol Santiago en pueblos vecinos, Santiago de las Vegas y San Felipe y Santiago de Bejucal.

El diálogo también puede ser en su confrontación de temas e ideas consecuencia inevitable de la búsqueda de la identidad, como expresión que necesita reconocer dónde están los problemas, e interactuar en un ejercicio discrecional para abordar aspectos de nuestro interés. Palabras, personajes, anécdotas se articulan en lo que podríamos reconocer como “el arte de conversar”. El diálogo puede ser la concurrencia de varias líneas en el entrecruzamiento de disímiles universos culturales, que se sedimentan en la amistad y en la natural necesidad de reconocernos. Ideas, a veces soliloquios, que se replican en la voluntad de quien nos escucha. Para registrarnos en ese toma y daca que debe ser una conversación, partiendo de lo que nos ha tocado coexistir si tomamos en cuenta que “todos tenemos tres vidas: la pública, la privada y la secreta”, como le dijera Gabriel García Márquez a su biógrafo Gerald Martin cuando se desplayaba en una larga charla autobiográfica, especulación cuya originalidad por demás es milenaria. Como el registro de cada de una esas vidas que puede o no dejar correr el velo en un intercambio determinado y que es algo que supera cualquier manual de instrucciones. Las vidas en palabras que permanecen y por privadas o secretas, no necesariamente traicionan ni son el fin de una conversación.

Palabras, personajes, anécdotas se articulan en lo que podríamos reconocer como “el arte de conversar”. Foto: Tomada de Internet

Las discrepancias y la cultura del diálogo —algo de lo que cada día en la estresante sociedad de hoy estamos cada día más necesitados— trazan el arco de una conversación que no siempre es la que uno quiere que sea, y que al retomarla tiempo después se alimenta de todo lo imaginario, sobrevolando la memoria, cuya fragilidad puede defraudarnos, en la certeza calma o apasionada de cualquier intercambio de ideas y palabras, cuando se develan misterios y complicidades. 

El autor de origen rumano Emil Cioran [1] prefería la “filosofía de la calle”, cuando reflexionaba sobre que “la gente normal y corriente puede tener intuiciones más profundas que los filósofos, porque lo más importante no es la teorización abstracta sino la experiencia de las vivencias”. Y así lo ilustraba: “la diferencia entre sentir algo y meditar sobre este ‘algo’ es tan grande como la que hay entre el psiquiatra y su paciente (…) La filosofía debería ser algo personalmente vivido, una experiencia personal. Debería hacerse filosofía en la calle, imbricarse la filosofía y la vida”. El pensar en voz alta nos lleva a esa autorreflexión. Así como la negación inevitablemente nos estimula.

En una sabrosa conversación vivimos en las palabras, más allá de la anarquía del diálogo. Para la escogencia del posible interlocutor se podría aplicar la concepción entre uno ideal y uno real, y en esa dirección estará encaminado el universo posible de los destinatarios de lo que expresamos, lo cual es igualmente válido para el intercambio de ideas que deseamos compartir. Cuando uno interrumpe el relato para opinar, para interpolar reflexiones, asociaciones históricas, recuerdos íntimos, las trampas y sortilegios de la conversación. El crecimiento del diálogo que puede ser a veces desproporcionado, anárquico, entre tantas idas y venidas cuando el hilo de la acción se extravía por momentos y la atención del interlocutor se diluye a veces en la dispersión de los comentarios. Un escamotear las dudas y los silencios, en la legítima cuota de narcisismo propia que es hablar, no importa cuán modesta y auténtica sea la persona, en cualquier dialogante que como prestidigitador de los mensajes recreamos. Las ambiciones del diálogo que se desenvuelve entre interlocutores afines presupone recapitular el pasado, con cifrados colegiados en un itinerario compartido. Un pasado que cambia y se perfila en la medida que avanza la conversación, que se transforma necesariamente como cualquier naturaleza viva. 

“En una sabrosa conversación vivimos en las palabras, más allá de la anarquía del diálogo”.

La conversación con personas queridas y respetadas es para mí una forma tangible de sobrevivir, aunque el único registro de esa influencia bienhechora quede en nuestra memoria.

Va más allá del lenguaje y el espacio, se reconoce en la calidez de una sinergia que se renueva mientras transcurre. La voz propia y ajena se convierte en personas, toma forma de rostros, nombres, cuerpos, gestualidades, donde las manos, los ojos, los hombros, determinado rictus, también dialogan… En ese rescoldo donde se citan los afectos pensamos en personas queridas que nos siguen acompañando como un familiar, Julito Girona, mis vecinos entrañables de larga data Ambrosio Fornet y Enriquito Saínz, mi hermano Greco Cid, o mi “madrina cartesiana” Graziella Pogolotti, entre mis interlocutores naturales que siempre tendré presente. Los cuatro primeros ya no están, y la doctora después de llegar con plena lucidez pasados los noventa… se ha ido apagando, o tal vez se ha convertido en una peregrina en su fragmentado monólogo interno que solo ella y quienes la cuidan amorosamente como la mejor familia —Celina y Juan— pueden descifrar. Reviviendo en un regreso a los orígenes a sus padres, a su familia italiana, a sus contemporáneos, y con ellos todo lo que ha vivido, rumiando sus eternos recuerdos de testigo y protagonista como sobreviviente —Dinosauria soy llamó con sabiduría y modestia a sus memorias— de diferentes épocas de la sociedad y la cultura cubana. Como decía su admirado Gramsci, con el pesimismo de la mente y el optimismo del corazón.

En tiempos del inicio de la pandemia —en marzo pasado se cumplieron cinco largos años—, mi buena e ilustrada amiga la doctora Pogolotti, título que lleva siempre como justo blasón de la nobleza del pueblo, me citó como a “los clásicos” —y de paso enriqueció mi idea original— en la popular columna que durante años replicó semanalmente en la prensa nacional: “En estos días de coronavirus (abril de 2020), un amigo, el poeta Norberto Codina, observaba con sagacidad que no debía hablarse de aislamiento social, sino de aislamiento físico. En efecto, la dimensión espiritual que habita en nosotros es un reservorio vital, fuente de vida similar a lo que tradicionalmente se denominaba alma. Se construye desde las primeras edades en el intercambio entre los humanos”.

A Graziella Pogolotti ningún tema humano, y cubano, le ha sido ajeno. Foto: Tomada de Cubaperiodistas

Más allá de mi experiencia personal, Graziella fue durante décadas la imprescindible interlocutora de La Gaceta de Cuba. Identificados con ella sostuvimos un diálogo permanente, con sus coincidencias y discrepancias —como todo diálogo que se respete—, donde se sembraron las inquietudes, aciertos y escaramuzas —“y atravesado pequeños huracanes” en su meridiano decir—, que consolidaron una relación donde se removió todo dogma, prejuicios y tabúes, participando activamente en pensar el presente recordando el pasado. Con esta interlocutora natural que ha sido ella para quienes la conocimos, se ha hace valedero el principio de que se descubra en un venturoso cauce el revés y el envés del diálogo. Ningún tema humano, y cubano, le ha sido ajeno. Puede ser sobre la pelota, aunque para nada se declaró aficionada y menos conocedora, pero trazó sobre el beisbol algunas líneas imprescindibles. Como cuando, para ejemplificar una deuda más entre la cultura y el deporte nacional, escribiera hace años sobre las narraciones de Bobby Salamanca —otro provocador de ágiles controversias—, y la dramaturgia en su locución que recuerdan aficionados y especialistas, con todos los ingredientes de un argumento o guion que asume el beisbol como espectáculo e intercambio apasionado; o su texto varias veces reproducido sobre “la pelota, como el fenómeno cultural de más arraigo en Cuba”, algo que alcanza un significado particular después de que fue reconocida como “patrimonio cultural”. O como cuando una mañana llegué conmovido a su casa, a unas horas del fallecimiento de ese gran músico y cubano que fue Juan Formell, y le comenté el impacto doloroso que había percibido en la calle enlutada, registrado en la ausencia de conversaciones animadas. Ella me contestó con voz queda: “son momentos en que se ve el alma de la nación”.

Me motivó a emborronar estas improvisadas y dispersas especulaciones una lectura de Octavio Paz, autor que dio espacio privilegiado en su vasta obra a algunos debates cardinales sobre el arte de su tiempo y otros temas de sociedad o política —con los que en circunstancias legítimas pudimos o podemos discrepar como dialogantes antagónicos—, pero que contribuyeron en la desavenencia a coincidir con él, como cuando nos recordó: “Como el placer de la lectura es solitario, hay que completarlo con el de la conversación. Por desgracia, el arte de la conversación está desapareciendo; es una lástima porque es una de las mayores recompensas que nos ofrece el trato humano. Para mí, conversar es una de las formas superiores de la civilización. La decadencia de este arte es otro signo de que nuestra civilización está en peligro”. La deriva de la charla dilatada en los silencios, que se van espaciando en el desafío del tiempo, ejercicio de reflexión donde empezamos a discernir una expresión más auténtica. Como me recordó recientemente el buen poeta y mejor amigo que es Jorge Boccanera, “el celular no sirve para conversar. La conversación es algo que se extraña, se lo decía hace días a Juan Manuel”. La anécdota recoge la legítima inquietud de cofrades generacionales como el argentino Boccanera y el colombiano Juan Manuel Roca —otro excelente poeta y amigo—, ellos dos sin dudas de las voces vivas más importantes y lúcidas de la poesía latinoamericana contemporánea.

“Como me recordó recientemente el buen poeta y mejor amigo que es Jorge Boccanera, ‘el celular no sirve para conversar (…)’”. Foto: Tomada de Internet

Esos encuentros que pudieron ser y por diversos motivos no se dieron, convocatorias tan a sabiendas desamparadas que perduran en nuestra memoria. Ese arte de sobrevivir en el pegar la hebra en la charla, que no es más que otra forma de enfrentarse a la temporalidad y a la historia, en su esfuerzo de decontructor intelectual con sus ambigüedades y códigos críticos, en nuestra simple condición de mortales. Aunque una conversación se parezca a otra, aunque el presente se parezca al pasado, las cosas nunca suceden de la misma manera dos veces, como en la cita clásica donde el hombre y el río no serán los mismos.

La necesidad imperiosa de conversar se manifiesta en esa parte de una persona que son sus palabras y sus gestos para, recordando el sentir de Mark Twain, compartir la vida que está en nuestras cabezas, y de la que solo creemos tener conciencia nosotros mismos. “Todo el día, cada día, el molino de su cerebro está trabajando, y sus pensamientos (que no son más que la articulación de sus sentimientos) son su historia”.  


Nota:

[1] David Rubio. “Emil Cioran: el filósofo que encontró humor en el abismo” (Público, 4 de septiembre de 2025).