Triste vida la del carretero
que anda por esos cañaverales,
sabiendo que su vida es un destierro
se alegra con sus cantares.
Benito Antonio Fernández Ortiz
(Ñico Saquito)
Cuba fue, en suma, la primera piedra
de la protuberante arquitectura neocolonial
del imperio norteamericano.
Raúl Roa [1]
La tercera década del siglo XX encontró a Cuba inmersa en las convulsiones de los tiempos que se vivían y en una realidad controlada por la creciente dependencia del país de los intereses de muchos magnates del Norte.
Se desarrollaba una “burguesía nativa” no exenta de vínculos con el mambisado o con las antiguas tribunas del autonomismo y el reformismo del siglo XIX; con aspiraciones a la grandeza de los Estados Unidos desde un pensamiento alimentado por arroz con frijoles y puerco asado; rememorando a padres o parientes anatematizados, de diversas maneras, por la metrópoli española pero conservando muchos de sus rasgos culturales; viviendo entre negocios convenientes y actividades de salón en sus mansiones o en sus selectos clubes sociales construidos con los recursos que les daban sus empresas, vinculadas mayoritariamente con otras estadounidenses; escuchando al Trío Matamoros, las últimas grabaciones del crooner de moda y las grandes producciones musicales europeas en sus fonógrafos adquiridos en Humara y Lastra, o escuchando las recién creadas bandas de jazz cubanas en selectos lugares como el Casino de la Playa. Cautivos todos de una colonialidad de nuevo tipo que ellos se encargaban de promover como la mejor manera de orientar y levantar al país.
“José Manuel Poveda había escrito: ‘Grande, magnífica, colosal es la literatura francesa. Pero, ¿somos tan pequeños que no podamos hacer otra cosa que imitarla?”.
Frente a ellos una juventud ilustrada y alerta, “… marcados por la urgencia y por el objetivo de servir a la causa” [2] que Maceo, Gómez y muchos de sus antecesores protagonizaron. Jóvenes guiados por la luz del pensamiento martiano que atesoraban como sagrado patrimonio y enriquecido por las ideas revolucionarias que desde Europa y Latinoamérica les llegaban; convencidos de la necesidad de promover una cubanía entendida desde la integración étnica y cultural y desde una plena soberanía nacional.
Eran los rasgos de una realidad nacional en la que, también, miles y miles de cubanos humildes, muchos de ellos iletrados, viviendo expectantes, ahogados en realidades urbanas que transcurrían entre la necesidad de asegurar el pan diario como prototipo de una mínima prosperidad y ansiando una intangible vida mejor entre rumbas y sones, no ajena a los modelos del Norte que las imágenes en el cine de barrio les proporcionaban. También estaban aquellos de las zonas rurales, muchos de ellos analfabetos, cuyos hijos engordaban de parasitismo, sembrando y cosechando lo que podían y alegrando sus cortas vidas en canturías, donde reinaba el virtuosismo de treseros y laudistas junto a las alegrías y esperanzas que las décimas improvisadas de sus apreciados e ilustres poetas y cantores, les ofrecían.

La carga que Rubén Martínez Villena había pedido, proyectada hacia la solución de los principales problemas del pueblo, había tenido que atravesar años de preparación después de la intervención estadounidense y los Gobiernos de los “burgueses nativos” hasta el advenimiento de la llamada Revolución del 30. Desde comienzos del siglo y asomándose críticamente a un aspecto de la cultura hegemónica de su Santiago de Cuba, José Manuel Poveda había escrito: “Grande, magnífica, colosal es la literatura francesa.
Pero, ¿somos tan pequeños que no podamos hacer otra cosa que imitarla? ¿No podemos crear? ¿Es que acaso hay más belleza en los Alpes que en los Andes? Por ventura, ¿hay más poesía en el Sena que en el Plata? (…) Admiremos a París, pero no sigamos copiándolo. Y si hay alguno que guste de dejarse teñir, tenga la bondad, ¡vive Dios! ¡De no aconsejar a los demás que hagan lo mismo!” y en poemas como Sol de los humildes, elevaba en objeto poético, la vida cotidiana de los de “abajo” en contraste con los de “arriba”:
Todo el barrio pobre,
el meandro de callejas, charcas,
y tablados de repente,
se ha bañado en el cobre del poniente.
Fulge como una prenda falsa en el barrio bajo,
y son de óxido verde los polveros
que, al volver del trabajo, alza el tropel de obreros.
El sol alarga este ocaso,
contento al ver las gentes, los perros y los chicos,
saludarle con cariño al paso,
y no con el desdén glacial de los suburbios ricos.
Viviendo Poveda en una ciudad en la que podía tocar de cerca las músicas de trovadores populares, las de cantores e instrumentistas tan influidos por los sones que bajaban de la sierra o los de las tumbas llamadas francesas, reflejó aquella fuerza social y artística cuando en el poema “El Grito del Abuelo” escribía:
La ancestral tajona
propaga el pánico,
verbo que detona,
tambor vesánico
Según Alejo Carpentier, desde los comienzos de la década de los 20, “… la cultura musical había avanzado sorprendentemente”. [3] Se refería el gran intelectual cubano tanto a aquella que circulaba en los escenarios de las clases encumbradas como a las que nacían desde las entrañas populares. Se escribían obras como las óperas de Eduardo Sánchez de Fuentes que transitaban “… en un mundo elegante que evidentemente era el Yatch Club de la época, con gente vestida deportivamente, mujeres de sombrillas blancas, hombres con chaquetas blancas rayadas, sombrero canotier, etcétera…” [4] La “burguesía nativa” asumía una cultura musical de un carácter marcadamente europeizante, a la vez modeladora de su enseñanza. Criollos de cuando en cuando atentos y a conveniencia, a las músicas venidas “de abajo” pero inquietos por el tambor que propaga el “pánico” y acercándose con fruición a los sonidos que les llegaban desde el Norte, una “burguesía nativa” que eventualmente, acogía aquella otra música proveniente de las zonas rurales y que se acercaba al gusto urbano.

En medio de la complejidad cultural de comienzos de los años 30, el son, inicialmente rechazado por el gusto de los más encumbrados, se había ido enseñoreando del ambiente y específicamente de las salas de baile, por ello el joven Alejo Carpentier apuntaba ya desde 1925: “El son, con sus instrumentos típicos, es uno de los más ricos frutos del folklore musical que pueden imaginarse” [5] y destacaba los diversos elementos formales con que aquel género, nacido entre las prácticas de la gente pobre, enriquecía la música de aquella época. También reparaba en la rumba cuyas expresiones y variantes se encontraban tan sumergidas como preservadas en el seno de la sociedad cubana.
Al mismo tiempo, los centros urbanos de los Estados Unidos presenciaban el desarrollo del fenómeno conocido como el Renacimiento de Harlem dentro del que, influidos por la popularización del jazz y los blues, muy diversos artistas se acercaban a las culturas de origen africano las que, de manera muy determinante, constituían una de las bases más sólidas de la cultura esencial de ese país. A partir del progreso creciente de las técnicas de grabación y de la comercialización de sus productos, diversas muestras de aquellas expresiones musicales estadounidenses —entre ellas el jazz y los blues— trascendieron los límites del país y llegaron al nuestro donde la cultura “americana” se había convertido en un pan cotidiano.
“(…) las músicas que nos llegaban del Norte (…) influyeron notablemente en el trabajo de las primeras orquestas cubanas al estilo de las big bands de jazz como es el caso de orquestas de hermanos como los Lebatard o los Castro”.
Escribiendo sobre aquellos años, período en el que se gestaría la importante revolución de los 30, el musicólogo que era Alejo Carpentier analizó con agudeza la penetración de la música estadounidense en la sociedad cubana. “Todos hemos aprendido a instrumentar por medio de los métodos americanos… Una melodía cubana transcripta para tres saxofones, como lo exige el clásico chorus yanqui, deja matemáticamente de ser cubana” [6]. Proliferaban sonidos apoyados en las tremendas influencias que el “american way of life” ejercía, sobre todo en las zonas urbanas de la nación. Pianolas con sus rollos, gramófonos con sus discos e incluso la presencia de músicos “americanos” en nuestras escenas urbanas. Si bien es cierto que aires como los del tango argentino o el bambuco colombiano, este último compartido por los trovadores de la época también sonaban, las músicas que nos llegaban del Norte, muchas de ellas en las versiones de la llamada “society music”, influyeron notablemente en el trabajo de las primeras orquestas cubanas al estilo de las big bands de jazz como es el caso de orquestas de hermanos como los Lebatard o los Castro.
Aquella realidad evidenciaba las vertiginosas transformaciones que la producción y el consumo de la música venía experimentando y a las que nuestro país no podía ser ajeno. Se trataba de la continuación de procesos culturales bien antiguos atemperados a una era de expansión capitalista yanqui. Los nacidos en las Américas éramos herederos de una historia europea de la música que en nuestros conservatorios se enseñaba y se tenía como modélica, una música que había sido objeto de placer de reyes y nobles en sus cortes y que con el advenimiento del capitalismo y el desarrollo de tecnologías vinculadas a la promoción y divulgación de intereses mercantiles, fue objeto de las primeras impresiones mecánicas realizadas por Ottaviano Petrucci en 1501.
Desde entonces —y estamos hablando de los comienzos del capitalismo— la música, al decir del sociólogo y musicólogo Simon Frith comenzó, como nunca antes, a transformarse, de algo que se escucha “…pero no puede tocarse con las manos” en “…algo que pueda ser comprado y vendido”. [7] En los años 30 del siglo XX, la radio, el cine sonoro y las grabaciones empoderadas por las venturosas empresas capitalistas, la mayoría de ellas estadounidenses, y asistidas por ciertos estudios etnomusicológicos, dispararon la mercantilización de aquella música que había sido definida como popular. Insertada en aquella realidad, una buena parte de la producción musical cubana entró a formar parte de aquellos intereses.
“(…) las necesidades crecientes de las compañías dedicadas a la producción, promoción y divulgación de la música iban desarrollando tecnologías aplicadas a las grabaciones, las cuales contribuían al trazado de diversas líneas de modernidad”.
El creciente proceso de mercantilización de la música desarrollado en los Estados Unidos generó también diversas y coherentes maneras de relacionarse con aquellas producciones. A partir de la década de los 30, aparecieron en publicaciones periódicas estadounidenses, como fue el caso de Billboard, las “listas de éxitos musicales” las cuales darían lugar a los famosos “hit parades” cuyo influjo se trasladó a diversas partes del mundo generando modos de acercarse a lo que cotidianamente sonaba e influyendo notablemente en la formación de los gustos y preferencias musicales. Paralelamente, las necesidades crecientes de las compañías dedicadas a la producción, promoción y divulgación de la música iban desarrollando tecnologías aplicadas a las grabaciones, las cuales contribuían al trazado de diversas líneas de modernidad que contribuían, primordialmente al crecimiento de un mercado floreciente y seguro.
El desarrollo de un turismo estadounidense encaminado hacia Cuba creó condiciones de muy diverso tipo para que nuestra cultura y especialmente la musical, irrumpiera con fuerza en la realidad de los Estados Unidos pero también la necesidad que todos los involucrados en la industria turística —cubanos y “americanos”— prestaran mucha atención a las demandas de los estadounidenses. La idea central fue la del desarrollo de expresiones musicales cubanas muy vinculadas a la diversión y la recreación que la radio y hasta el incipiente cine nacional contribuirían a difundir y promover.
También a lo largo de la Isla, en los círculos más cercanos a los hogares cubanos y a las familias se preservaban expresiones al margen de los procesos de comercialización, tal y como había venido sucediendo desde mucho tiempo atrás. Cantos y toques de diversos cultos convertidos en afrocubanos; músicas en las que reinaban los puntos guajiros, nengones y quiribás en las zonas rurales y sus cercanías y guaguancós, columbias y yambús en los barrios rurales así como la importante presencia de las comparsas, congas y parrandas callejeras en casi todo el país donde humildes creadores como Santos Ramírez desde la popular del “Alacrán”, legarían temas a la posteridad. Eran músicas que constituían el basamento en que se inspiraban los creadores vinculados a los procesos mercantiles, músicas de profunda estirpe popular, en más de una ocasión discriminadas, aportando una sonoridad cubana novedosa. Así surgieron muchas jazz bands cubanas, los septetos y sextetos soneros, los tríos y cuartetos, las charangas como la de Arcaño y sus Maravillas en la de los 30 con el llamado Nuevo Ritmo y conjuntos como el Sexteto Miquito que se convertiría en el Conjunto Casino en 1937, o la Tuna Liberal que pasaría a denominarse más tarde Estudiantina Sonora Matancera o simplemente Sonora Matancera desde 1935 y poco más tarde, el singular Conjunto de Arsenio Rodríguez cuya producción tendría tanto que ver con las músicas de franco origen africano que aprendiera desde su niñez. También reinaban novedades como la del danzonete del exintegrante de la orquesta de Miguelito Faílde: el mulato Aniceto Díaz, quien “rompía una rutina” y hasta se acompañaba de una “emperatriz”: Paulina Álvarez.
“Eran músicas (…) músicas de profunda estirpe popular, en más de una ocasión discriminadas, aportando una sonoridad cubana novedosa”.
La década de los 30 muy definida por la Revolución que en su tiempo ocurrió y que al decir de uno de sus protagonistas: Raúl Roa, “se fue a bolina”, tuvo a mi entender una importancia cultural enfatizada por la política, de gran relevancia. Levantó una conciencia que, brotando del renacimiento del pensamiento martiano, los ejemplos del mambisado y la cultura política y social que se sostenía a duras penas en el quehacer de intelectuales que influían en el corazón del pueblo; encendieron el más profundo amor por Cuba y consecuentemente, los valores esenciales en que esos actos de conciencia se apoyaban.
En 1933, pocos días después de haber tomado posesión como Secretario de Gobernación, Marina y Guerra, Antonio Guiteras, al decir de Raúl Roa, “el espíritu más puro del movimiento nacional revolucionario”, emprendía una lucha por reivindicaciones sociales y políticas contra el dominio colonial estadounidense al intervenir, entre otras medidas revolucionarias, la llamada Compañía Cubana de Electricidad y un año más tarde, en 1934, ante el sesgo reaccionario que tomaba la República, fundaba la organización revolucionaria La Joven Cuba para caer abatido, el 8 de mayo de 1935, mientras peleaba contra los soldados del ejército que Fulgencio Batista comandaba. La música que se produjo entonces no pudo abstenerse de aquellas circunstancias.
No fue casual que desde los sones raigales y cotidianos se desarrollaran ideas muy avanzadas por parte de los cubanos de la época y que uno de ellos: Fernando Ortiz, desarrollara una obra de enorme sentido nacional y anticolonial publicando en aquellos años: De la Música Afrocubana, Introducción a su Estudio (1935); La “Clave” Xilofónica de la Música Afrocubana (1935); La Música Sagrada de los Negros Yoruba en Cuba (1938); Los Factores Humanos de la cubanidad (1939) y gestara su importante libro con el largo título de Contrapunteo Cubano del Tabaco y el Azúcar. Advertencia de sus contrastes agrarios, económicos, históricos y sociales, su etnografía y su transculturación, publicado en 1940. Fue la época del poemario: Bongó de Ramón Guirao; el Cuaderno de poesía negra de Emilio Ballagas y los trascendentales Motivos de Son, Sóngoro Cosongo: poemas mulatos y West Indies Ltd de Nicolás Guillén, que inspirados en las músicas que el pueblo cubano había creado desde su aparente anonimato, definían el camino de toda una literatura y mucho más allá. No fue casual tampoco que el fabuloso Carlos Enríquez pintara su Rapto de las mulatas y calificara su obra como “el romancero guajiro” asumiendo como objeto fundamental de su obra pictórica la vida de los humildes cubanos que fuera también el objetivo central de sus novelas Tilín García o La Vuelta de Chencho.

A duras penas y de múltiples maneras, las voces y el sonido que brotaban y reinaban entre los sectores más humildes cubanos, se abrían paso entre la producción artística patrocinada por la radio y hasta desde instituciones comerciales como los cabarets y centros nocturnos. Corría el 1935 en el que se entrenaba Benny Moré, quien más tarde se convertiría en el popularísimo Bárbaro del Ritmo, desempeñándose como cantor en el conjunto Avance de su tierra villareña así como en agrupaciones vocales junto a sus amigos. Un poco más tarde, en el año 1938, Obdulio Morales crearía su Grupo Coral Folclórico que se presentaría en teatros de la capital con espectáculos llamados “Jungla Africana”, “Batamú” y “El Tambor” [8] con intérpretes como Candita Batista, Merceditas Valdés, Trinidad Torregosa y otros importantes representantes de la música cubana raigal. También en ese mismo año, vestida de blanco y con un moño que le hizo su mamá, Celia Cruz, quien sería reconocida años más tarde como La guarachera de Cuba, se presentaba en La hora del té, un programa de la emisora Radio García Serra para cantar el tango “Nostalgia” acompañada de un par de claves [9].
Eran también los años en que Rita Montaner, La Única, estrenaba en el Teatro de la Comedia, las obras del importante músico Gilberto Valdés: “Baró”, “Tambó”, “Sangre africana” y “Bembé”. Rita estrenaría varias obras en esta ocasión, entre ellas el pregón “Ecó”. [10] Financiado por la alcaldía de La Habana y auspiciado por Don Fernando Ortiz, Gilberto Valdés también presentaba en la Avenida del Puerto un concierto gratuito “para que asista el pueblo humilde” [11] en el que se destacaban las músicas que, por generaciones, habían sido guardadas por los descendientes de esclavizados africanos. Sin embargo, la crítica colonizada de la época consideró los esfuerzos de Gilberto Valdés como los de haber utilizado “formas musicales de un estadio inferior de desarrollo con la intención expresa de avergonzar a la comunidad negra”. [12]
A pesar de su importancia en nuestra cultura, las músicas raigales en la cultura cubana, solo eran respetadas desde los esfuerzos y las obras de algunos artistas e intelectuales de la vanguardia nacional quienes, afortunadamente, estaban en el camino hacia el más profundo proceso de descolonización que llegaría unas décadas más adelante.
Notas:
[1] Roa, Raúl. El Fuego de la semilla en el surco. Editorial Ciencias Sociales. La Habana. 2024. P. 19
[2] Martínez Heredia, Fernando: El pensamiento político de Raúl Roa. Cubadebate, La Habana, Julio 6 del 2022.
[3] Carpentier, Alejo: “Breve historia de la música cubana” en La Música en Cuba en Temas de la Lira y el Bongó. Ediciones Museo de la Música. La Habana, 2012, p 318.
[4] Carpentier, Alejo. “Sobre la música cubana”. En Op. Cit. p. 330
[5] Carpentier, Alejo. “La Música cubana”. En Op. Cit. p. 404
[6] Carpentier, Alejo. “Balance de un nuevo esfuerzo en favor de la música cubana”. En Op. Cit. p 477
[7] Frith, Simon. La industria de la música popular.
[8] Marquetti Torres, Rosa. Celia en Cuba (1925-1962) Desmemoriados, Madrid, 2022, p. 37-38
[9] Op. Cit. p 39
[10] Guedes, Lila: Gilberto Valdés, autor de “Ogguere”. La Jiribilla, 17/3/2017.
[11] Guedes, Lila Op cit.
[12] Ecured. Gilberto Valdés.

