La 46 edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana presenta en su muestra uno de los proyectos documentales más ambiciosos y personales del año: El príncipe de Nanawa, de la cineasta argentina Clarisa Navas. Tras su estreno mundial y la obtención del Gran Premio del Jurado en el prestigioso festival Visions du Réel en Suiza, la película llega a Cuba como una obra monumental, ambiciosa, que, en más de tres horas, sigue con profundidad y el tiempo invertido casi diez años en la vida de su protagonista.

El origen del filme es fortuito. Hace una década, Navas se encontraba en la frontera entre Argentina y Paraguay, filmando una serie para televisión, cuando un niño de nueve años llamado Ángel Stegmayer se le acercó e insistió en ser entrevistado. Su manera de hablar, sus preguntas y su lucidez impresionaron a la realizadora. “Cuando lo escuché, no pude creer todo lo que ese niño pensaba y se cuestionaba en medio de un territorio olvidado por ambos países”, explicó la directora en entrevistas anteriores. De ese encuentro casual, un “flechazo” como ella lo define, surgió un proyecto que demandaría una década de visitas, confianza y paciencia.

El desafío central de la directora del documental fue equilibrar la distancia crítica necesaria para observar y la cercanía afectiva indispensable para acceder a la intimidad de su protagonista.

La película, coproducción internacional apoyada por Ibermedia, el INCAA argentino y el FONDEC paraguayo, se desarrolla en Nanawa, una ciudad paraguaya separada de Clorinda, Argentina, por una pasarela peatonal. Es un lugar de tráfico constante, donde se mezclan el guaraní y el español, y la economía informal es parte de la vida diaria. En este contexto, la cámara acompaña a Ángel desde sus nueve hasta sus diecinueve años. Captura su paso por la infancia, la adolescencia turbulenta y la entrada a la juventud. Habla de sus sueños de ser veterinario, sus trabajos precoces, sus amistades, sus primeros amores, sus dudas y sus momentos de rebeldía. El propio Ángel participa activamente como cocreador, grabando con celulares y cámaras sus propios diarios audiovisuales, lo que añade una capa de intimidad y subjetividad única al relato.

El desafío central de Navas —así lo explicó antes— fue equilibrar la distancia crítica necesaria para observar y la cercanía afectiva indispensable para acceder a la intimidad de su protagonista. Este vínculo, que Ángel define al inicio como de “súper amiga”” y luego muta a “hermana”, es el pilar ético y emocional sobre el que se construye este documental que llega al FINCL.

“El propio Ángel participa activamente como cocreador, grabando con celulares y cámaras sus propios diarios audiovisuales, lo que añade una capa de intimidad y subjetividad única al relato”.

La directora reconoce haber abandonado temporalmente la filmación en momentos donde la relación o la situación personal de Ángel eran demasiado complejas para ponderar el cuidado del vínculo por sobre el material fílmico. “La relación con Ángel, no sólo la mía sino la del resto del equipo, es algo que va a estar siempre. Ángel es como alguien de mi familia”, dijo la realizadora.

Otro de los retos, ante las cientos de horas grabadas, fue el montaje a cargo de Florencia Gómez García. El documental en pantalla no muestra una simple cronología, sino que lleva al espectador a tocar de primera mano esos momentos reveladores y elipsis que reproducen el modo en que la memoria guarda lo más significativo. La película evita los lugares comunes sobre la pobreza o la frontera, y se enfoca en la cotidianidad y la universalidad de crecer.

“El documental (…) no muestra una simple cronología, (…) lleva al espectador a tocar de primera mano esos momentos reveladores (…) que reproducen el modo en que la memoria guarda lo más significativo”.

En pantalla, los cambios físicos y emocionales de Ángel guían también la historia: la voz que se transforma, el cuerpo que se estira, la mirada que se vuelve más introspectiva durante la adolescencia para luego recuperar algo de su antigua claridad. Asimismo, el material testimonia un lugar y una cultura específicos: el idioma guaraní, las dinámicas de una comunidad fronteriza a menudo ignorada.

El príncipe de Nanawa se inscribe en la tradición de documentales donde el tiempo es el protagonista absoluto. Sin embargo, Navas imprime un sello propio: aquí no hay guion previo, ni situaciones planificadas. La vida, con sus giros inesperados es la única escritora del argumento. La película es, en palabras de la directora, “una apuesta por la imaginación y el misterio que resulta estar vivo pese a todo”.