Acerca de El niño congelado

Laidi Fernández de Juan
4/5/2016

La escritora espirituana Mildre Hernández, con veinte libros publicados, obtuvo el Premio Casa de las Américas 2015 en Literatura para niños y jóvenes, por la novela El niño congelado, cuya estructura bien compleja escapa del habitual ritmo de cualquier género literario.

Contrario a lo que cabría esperarse (dado el público a quien se dirige), este libro contiene altas dosis de concepciones sugeridas, por lo cual resulta intrigante de cierta manera. La historia es contada al revés, sin que se trate de un viaje a la semilla, para permitirnos conocer el origen de la trama cuando ya hemos alcanzado la mitad de la lectura. Con astucia, la autora retoma el hilo argumental a partir de entonces, de forma que la narración vuelve al cauce de donde habían salido los personajes.

Una “Gran Escuela” (solo un interminable y helado silencio) presidida por “El Gran Maestro” (es el miedo. Si dejan de creer en él morirá), que simboliza la rigidez de una sociedad imaginaria, es el armario de donde escapan los protagonistas: El niño congelado (o el experimento 0321), el cerdo Betún, el gato Eurípides y dos humanos (Begonia, llamada en realidad Berta, y Bento, un vecino que cose uniformes).

Progresivamente, la trama se complica al desatarse la búsqueda de tan peculiares personajes, y se van incorporando otros, no menos complejos. Humanos (los hermanos Helss, Andrew, Berenguer) y animales (hormigas, ovejas, lobos, sobre todo una loba enamorada llamada Kapriska) se enredan en un viaje rocambolesco a través del cual se acentúa el tono surrealista que ya desde el inicio se dejaba notar.

El niño congelado es un experimento en más de un sentido: el personaje en sí, que se derrite fuera de bajas temperaturas, los animales que dialogan entre ellos con  ideas filosóficas, el hecho de que uno en particular destaque por encima del resto (Betún, “el cerdo que habla”, como si los demás carecieran de voz), y el tenebroso concepto de una sociedad vigilada, sometida al férreo control de unos alucinados y malévolos humanos de quienes, no obstante, es posible huir.

No existe intención alguna de moraleja ni de didactismo en esta curiosa novela que ciertamente puede ser leída por cualquier tipo de lector (para nada se limita al público infanto-juvenil), y se agradecen las excelentes ilustraciones que realizara Jorge Luis Mendoza Machín. Destaco la elegancia de los dibujos que acompañan a El niño congelado, porque en más de un capítulo ayudan a entender lo que sucede, complementan admirablemente el ritmo vertiginoso de las sombrías tribulaciones de los personajes. Estamos ante el raro caso de un texto literario cuya comprensión cabal depende, en considerable medida (según mi modesto juicio), de las ilustraciones acompañantes. Van pues, de la mano, calidad narrativa y talento gráfico. Excelente combinación que los lectores podrán apreciar.