“Dicen, buen Pedro, que de mí murmuras” —así le decíamos en broma al joven periodista Pedro de la Hoz cuando a finales de los setenta llegó a Santa Clara para ocupar plaza de redactor en el periódico Vanguardia.

Eran los años en que debutaba la promoción poética que después identificamos como de los ochenta, integrada por los ya ausentes Frank Abel Dopico, Sigfredo Ariel, y Heriberto Hernández, y por los siempre activos Arístides Vega, Jorge Ángel Hernández y Pedro Llanes, entre los más sobresalientes. El implacable y certero ojo crítico de Pedro contribuyó a que todos, incluyendo algunos con más recorrido, aguzáramos la expresión porque “siempre hubo un ojo que nos vio”.

Nunca fue fácil aquel diálogo, pero llegó un momento en que las opiniones de Pedro —muchas veces rones mediante— se integraron armónica y amistosamente a los intercambios formadores de la que para mí es aún la más singular e intensa promoción poética gestada en estas tierras en muchas décadas.

“El implacable y certero ojo crítico de Pedro contribuyó a que todos, incluyendo algunos con más recorrido, aguzáramos la expresión porque ‘siempre hubo un ojo que nos vio’”.

La rara aleación crítico-poetas tal vez se pudo concretar porque el mismo crítico, aunque no presumía de ello, era poeta. En fecha tan temprana como 1974, entre las páginas 47 y 49 de la antología Nuevos poetas 1974, publicada por Arte y Literatura, aparece dos poemas de Pedro de la Hoz: “Invasores” y “El ojo del hombre”.

Aquellas rotundas noches de los ochenta en una Santa Clara que despertaba a la postmodernidad y recomponía su tradición bohemia, con el nacimiento del Mejunje, la aparición de la hoja literaria Brotes, las arduas polémicas estilísticas que enfrentaban a la poesía coloquial con la más apegada a los patrones líricos del verso suntuoso y sentencioso, en buena medida fueron moderadas, siempre desde dentro, por las apreciaciones que Pedro deslizaba en sus artículos, crónicas y reportajes de Vanguardia. Aunque el tema fuera otro (que de todo escribía, hasta de deportes), los enfoques, y el nivel de información que manejaba Pedro fijaban un rumbo estético que hasta los más reticentes respetaron, pues veían en ellos el lenguaje de una época naciente.

En 1987 el incansable Pedro fue nombrado primer jefe de redacción de Huella, suplemento cultural del periódico; trazó sus coordenadas estéticas con tanto tino que cuando me entregó esa responsabilidad, en 1989, solo me quedó continuar la ruta. Nunca fue complaciente, discutidor iluminado, siempre supo asumir su responsabilidad crítica con la sapiencia de quien critica sin morder, porque fundamenta e ilustra. A eso nos acostumbró, y mucho del espíritu crítico del periodismo cultural villaclareño, de entonces a acá, se formó en esa escuela donde el maestro era, más que todo, un divertido contertulio.

“Con dolor te despido, compañero”.

Muchas responsabilidades posteriores desempeñó el amigo, siempre con decoro e inteligencia, pero de eso hablarán otros, aunque en esos caminos también compartí con él trabajos. Con este texto solo propongo la evocación cariñosa y hasta nostálgica de una etapa, nada corta, de su fructífera vida.  

Muchos amigos dejó Pedro en estas tierras, y muchos también en otras; y también dejó enemigos, solo que los que hoy le dedican diatribas en redes sociales y publicaciones espurias, son de esos enemigos cuya enemistad honra a quien la recibe. Nunca claudicó Pedro de la Hoz en sus convicciones revolucionarias y su entrega al humanismo que anima a los revolucionarios. Nunca me dijo Riverón, siempre me dijo Ricardito, solo él y Virginia en estos ámbitos intelectuales, me han honrado con el diminutivo con que me conocieron, hace ya tanto. Con dolor te despido, compañero, y solo atino a parafrasear unos versos que César Vallejo escribió para otro Pedro, de apellido Rojas, de su libro España, aparta de mi este cáliz: “tu cadáver sigue lleno de mundo”.