Algo grande que hacer
9/12/2020
En la Cuba de mi más temprana infancia, hacer la Revolución era la tarea madre; todo lo demás, afeites añadidos. Unos pocos vivían con el susto de cuidar o fomentar sus fortunas, más legítimas o espurias.Pero en el orden social, convertir a una sucursal caricaturesca del american way of life en un país soberano y culto, marcaba prioridad en el pensamiento de quienes, desde la cultura o la política, obraban a favor de los no convidados al banquete. Ya Rubén Martínez Villena, en su poema “El gigante” había puesto al desnudo, décadas atrás, el dilema del intelectual frente a la perspectiva huérfana: “¿Y qué hago yo aquí donde no hay nada / grande que hacer? ¿Nací tan solo para / esperar, esperar los días, / los meses y los años?”.
Como bien sabemos, el autor de “La pupila insomne” concretó, con la movilización popular, la tarea inmensa de derrocar a un tirano, aun cuando les enajenaran el triunfo y sus sucesores se vieran ante la necesidad de recomenzarlo todo. La revolución del 30, como mismo se fue a bolina, constituyó un nuevo punto de partida para proyectar, con otras miras, lo que los mambises no alcanzaron a terminar. El dilema de Rubén, para los cubanos de mi generación, tuvo un vuelco radical el primer día de enero de 1959. Todo lo grande por hacer se nos puso al alcance de la entrega.
Alfabetizar en un año a todos los analfabetos; diseñar y construir un sistema de salud inclusivo como nunca antes conociera el país; entregarles las tierras a quienes las trabajaban; convertir a los inquilinos en propietarios de sus casas; industrializar y electrificar al país; garantizar empleo a todos los ciudadanos; organizar unas fuerzas armadas modernas, capaces de defender lo conseguido con sangre; llevar la cultura, en todas sus expresiones (incluyendo la científica y la deportiva), a todos los espacios y personas posibles; cortarle el paso a la discriminación racial; dignificar e integrar a la mujer a todos los proyectos en igualdad de derechos; trasvasarle a otros pueblos, con el principio de la solidaridad, algo de lo poco disponible, no eran tareas pequeñas. De todo fui testigo y en alguna ínfima medida partícipe: con poco más de nueve años comencé a rumiar mis afanes de hacer algo a la altura de lo que veía.Y la posibilidad me llegó, regalo de reyes magos, como juguete de movimiento perpetuo que aún retoza en mi sangre.
Rolando Escardó, en 1960 —el mismo año de su deceso— abrió un paréntesis en su angustiosa poética existencial para dejarnos una declaración programática: “Pero lo que importa es la Revolución, / lo demás son palabras / del trasfondo / de este poema que entrego al mundo: / lo demás son mis argumentos”. Sintonizar con la poesía se me presentó tempranamente, golpe a golpe, verso a verso, como la mejor posibilidad de construirme como revolucionario.
Desde aquellos días trabajo por integrar mi piedra al muro, y cada meta ha tenido la dimensión del país soñado. Olvidar resulta imposible, e ingrato. Algunos “grandes pensadores” tratan de endilgarnos, con la negación light, el disfraz de extremistas, adocenados, miedosos o ingenuos que andan por la vida inclinando la cabeza y dando vivas a ciegas; o simplemente resguardando, reafirmación mediante, las supuestas dádivas con que dicen que el poder cubre nuestras necesidades. ¡Tremendo! ¿Es que les cuesta demasiado aceptar la existencia de personas que, en su tránsito vital, trabajan conscientemente, en consonancia con su cultura y su sentido de la justicia, por las tareas donde identifican la grandeza de un humanismo que trasciende los insuficientes paradigmas liberales?
Si algo hemos tenido los cubanos en estos 62 años, han sido grandes objetivos por los cuales trabajar y soñar, como protagonistas o inmersos en el reparto de medianos y pequeños roles. Todo el que así lo quiso y lo asumió, tuvo su espacio en la epopeya.
Ahí están esos grandes empeños donde nos ha tocado trabajar, y entre ellos, sin duda, clasifican nuestros afanes de rebeldes empeñados en educar a quienes debieron ser nuestros educadores y no sabían cómo. Personalmente he vivido, junto a otras de plenitud, historias de intolerancia; suspicacia; torpezas políticas que, con mayor o menor fortuna, debí conjurar; siempre dialogando en los espacios a mi alcance, que a veces fueron más, a veces menos, pero siempre al alcance de mis ideas.
Mi confianza en el diálogo siempre me reportó rentabilidades, hasta cuando me demostraron que no tenía razón. Pero nunca me detuvo que me tildaran de incómodo. Solo que mi voz debió alcanzar —desde lo creativo o lo participativo— capacidad dialógica para obtener, como creo que obtuve, ganancias que no eran solo para mí. En alas de la fecunda discusión con personas inteligentes situadas en distintos niveles de liderazgo, pude también contrastar mis propuestas con otras lógicas y reelaborar mi arsenal de argumentos.
Sé perfectamente que las epifanías que colmaron a mis coetáneos ya se deslizan por nuestra cotidianeidad con la planicie de lo habitual, pero una simple mirada a la historia nos debe situar frente a la grandeza que fue su conquista. Nuevas tareas de Hércules tenemos por delante quienes vivimos con la cultura como brújula, unas en el sentido de prolongar en línea recta lo alcanzado y otras en pos de ambientar una nueva atmósfera cualitativa. Hacer que cada ciudadano nacido en el país, viva donde viva, comprenda la magnitud de la soberanía y repudie a quien la agrede es obra mayor, aún incompleta, del debate desprejuiciado, inclusivo, portador de una aguda sensibilidad donde las ideas y los sentimientos se traduzcan en estados de bienestar, nunca en la destrucción de lo edificado.
Otro poeta, José A. Baragaño, que murió en 1962, mientras se afanaba por rebasar su prehistoria surrealista a bordo de las inmensas reivindicaciones revolucionarias de los inicios, nos dejó estos versos entrelazados (y entresacados por mí) con la intención de testimoniar la grandeza del momento en que un bien mayor le reclamaba la renuncia y la apología, tareas mayúsculas para el ego lírico, tan caro a quienes les buscamos el doble o triple fondo a las palabras:
“El pueblo es la medida de todas las cosas”.
“Mi patria es la dulce y firme Cuba / Que al extranjero echó de sus provincias”.
“El tiempo de los hombres, / el verdadero, / nace de una tempestad / (De arena, sangre, fuego y alegría) / Que se llama Revolución”.