Aquí no manda bulé1
18/12/2017
Como no soy partidario de precisar “las y los jóvenes”, o “las cubanas y los cubanos”, me apresuro a aclarar que mis limitaciones machistas (imposible evadirlas totalmente) no me instan a jerarquizar el “los” sobre el “las”. Simplemente opto por un criterio de síntesis y me resisto a sumarme a una marca exterior que, pese a la irrigación connotativa, deja incólumes las principales esencias.
Desde que algunos oradores asumieron el mencionado prurito clasificatorio, me llamó la atención cómo hay entre ellos quienes prefieren decirle “poeta”, en lugar de “poetisa”, a la mujer que escribe versos. Y no es que “poeta” sea incorrecto, pero el segundo es un término exclusivo para las féminas, y define una fuerte especificidad, legitimada por la academia, en lo tocante al género. No sé si al eludir el vocablo se evade su tufo romántico. Si así fuera, creo que ya se impone “desintoxicarlo”.

Casi todos los poetas somos cantores de la belleza, ternura y sensibilidad femeninas. Pero esa actitud laudatoria, que se activa, sobre todo, cuando la feminidad cubre plenamente las expectativas de la masculinidad, no es suficiente para ocultar la existencia de una profusa y lamentable tradición misógina en la literatura universal.
El discurso subyugante del macho constituye uno de los hegemonismos más fuertemente establecidos en la historia de las ideas; durante demasiado tiempo discurrió validado como normalidad, al extremo de que, si alguna mujer se destacaba, enseguida se le endilgaba una especie de masculinidad ontológica. El ejemplo de La Avellaneda es uno de los clásicos; recordemos que de ella dijo Zorrilla: “Era una mujer hermosa, un error de la Naturaleza que había metido por distracción un alma de hombre en aquella envoltura de carne femenina” [1]
La integridad de la mujer se refleja disminuida desde el mismo Génesis, cuando a Eva la fabrican con una costilla de Adán y luego se convierte, con el desliz de probar el fruto prohibido y su alianza con la serpiente, en generadora de todos los males.
La cultura griega también está recorrida por ese espíritu: Pandora, creación de Hesíodo para su Teogonía, desata todos los males cuando abren su caja prohibida; en la Ilíada se puede leer esta exhortación de Héctor a Andrómaca: “Vuelve a casa, ocúpate en las labores del telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al trabajo; y de la guerra nos cuidaremos cuantos varones nacimos en Ilio” ;[2] en la Odisea Telémaco, con palabras similares, le pide a Penélope: “marcha a tu habitación y ocúpate de las labores que te son propias, el telar y la rueca, y ordena a tus esclavas que se apliquen a las suyas. El arco será cuestión de los hombres” .[3]
Pero el colmo de los textos que denostan a la mujer lo aportó Semónides de Amorgos, con su “Yambo de las mujeres”. Desde el mismo comienzo, las diatribas caen en torrente: “De modo diverso la divinidad hizo el talante de la mujer / desde un comienzo. A la una la sacó de la híspida cerda: / en su casa está todo mugriento por el fango, / en desorden y rodando por los suelos. / Y ella sin lavarse y con vestidos sucios, / revolcándose en estiércol se hincha de grasa” .[4]
Con pedregosa saña el poema continúa comparando a la mujer con: “la perversa zorra”, “la perra gruñona e impulsiva”, la que “de las labores sólo sabe una: comer”, la que “procede del asno apaleado y gris”, la que “cuando se trata del acto sexual, / acepta sin más a cualquiera que venga”. Sigue en su paroxismo descalificador y la compara con la comadreja, la yegua, la mona; le regala un único elogio —derivado de la semejanza de alguna con la abeja— y resume: “Pues este es el mayor mal que Zeus creó: / las mujeres. Incluso si parecen ser de algún provecho, / resultan, para el marido, sobre todo, un daño. / Pues no pasa tranquilo nunca un día entero / todo aquel que con mujer convive”.
La falacia de la superioridad masculina discurre, casi incólume, por distintas épocas. En un documentado recuento sobre la misoginia en la literatura Sergio Pedregosa Peris precisa:
Nicolás Fernández de Moratín, en el albor de la Edad Contemporánea, en plena Ilustración, escribe Arte de las putas […] para las mujeres, las relaciones sexuales se reducen a una mera transacción económica, desde el matrimonio hasta la prostitución, ya que lo que mueve a las mujeres es el dinero y a cambio de conseguirlo se muestran dispuestas a conceder sus “favores” .[5]
Al mirar nuestro panteón literario, se sabe que hay quienes le atribuyen un trasfondo impugnador de lo femenino a los Versos Sencillos, de Martí, pues con buenos argumentos ven en ellos un reproche a Carmen Zayas Bazán; si así fuere, atendiendo a lo personal del motivo, la supuesta reacción no sería aplicable a la mujer en sí, sino a una mujer.
Cierto machismo subyace, no obstante, en pasajes no muy felices donde el Apóstol le atribuye a la mujer carencias: “¡Hembra es el que en tiempos sin decoro se entretiene en las finezas de la imaginación, y en las elegancias de la mente!” ;[6] o “No hay cosa más ruin que esos literatos femeniles que sin tomar ejemplo de la bóveda celeste, llena de estrellas (astros) que lucen con esplendor igual, se encelan, cual mujeres de harén, de que el público, caprichoso como el sultán, alabe de ésta los cabellos, y de aquélla los ojos” .[7]
Lo anterior no resta mérito al inclusivo proyecto humanista de nuestro gran pensador. Cito entonces otro pasaje donde su honestidad brilla: ante una solicitud de organizar lecturas en torno al tema “¿Con qué tendencias y para qué fin, debe educarse a la mujer?”, le comentó a M. de Agramonte: “Ahí caben todas las ilusiones y todas las experiencias. Yo veo y oigo y no sé si he llegado a ideas bien seguras en este asunto”.[8]
La épica ha sido uno de los puntos donde con más frecuencia y fuerza el varón ha tratado de plantar bandera de superioridad. El propio Miguel Hernández, en su excepcional “Sentado sobre los muertos”, exhorta al pueblo a no claudicar: “mientras que te queden puños, / (…) / cosas de varón y dientes”.

El adjetivo “viril” es el más utilizado —tanto en el discurso político como en la canción y la poesía de igual enfoque— para calificar la valentía y entereza revolucionarias.
Todos los del llamado sexo fuerte (sin excluir a los más preclaros hombres de nuestra literatura y nuestra historia) hemos incurrido culposamente en el culto a la virilidad. El que en la Cuba revolucionaria, a través de exitosas acciones políticas cobraran cuerpo las mayores reivindicaciones en materia de igualdad, no ha logrado desmantelar aquellas estructuras de pensamiento visceralmente solidificadas.
Los poetas populares, siempre en la línea satírica, nos han regalado simpáticas décimas de rechazo a lo femenino. Son composiciones donde la hilaridad y el papel de perdedor del sujeto masculino atenúan un tanto la impronta machista. No olvidemos que, en materia de humor, la burla a la mujer, al negro, el gallego, el chino y el isleño devinieron tópicos permanentes, desde lo hiperbólico, en busca de la carcajada. La ingenuidad pudiera ser el único atenuante. En consecuencia, anexo tres composiciones de ese corte: “El matrimonio”, de Ramón Espinosa Falcón (El relámpago de Quivicán o El profesor Espinosa), “Las jimaguas”, de Bernardo Cárdenas Ríos, y “Plegaria del yerno”, de Alexander Besú Guevara.
Por las veces que yo mismo, sin dolo, he incurrido en falta, intento ahora restañar en lo posible alguna que otra herida; pongo fin a estas líneas suscribiendo, con ánimos reverenciales, un aforismo del sabio griego Solón de Atenas: “Los dioses no han hecho más que dos cosas perfectas: la mujer y la rosa”.[9]
DÉCIMAS (Galería)
El matrimonio Qué desdichado me hizo mi matrimonio primero: esa mujer me dio un cuero que yo me acuerdo y me erizo. Yo tenía un cabello rizo que era el sueño de mi vida, y miren la sacudida que me dio la condenada que por poquito la entrada se me convierte en salida. Mi esposa cuando soltera era tierna y delicada, pero después de casada se puso como una fiera. Aquella vez que Severa se fue a las manos conmigo me agarró por el ombligo y me dio, la condenada, por tal sitio una patada que, por pena, no lo digo. La bronca empezó por gusto y aunque casi ni apuntó su dedo gordo me dio, del cuerpo, en el centro justo. Valga que yo soy robusto y tengo bastante masa, y que corriendo, a la casa le di seis vueltas por fuera, que si no el pie de Severa yo creo que me traspasa. Cuando volví, adolorido de patadas y empujones, me quitó los pantalones y me encasquetó un vestido. Yo, nervioso y sorprendido, pensé que era una jarana, y gritó de mala gana con rugido de leona: “lava, tiende y almidona para que planches mañana”. Yo que vi la cosa fea, evitando el alboroto me enganché un delantal roto y me pegué a la batea. Ojalá nadie me vea —pensé— con este vestido. Y Severa, de un silbido llamó a la vecina Norma para que viera la forma de enseñar bien al marido. Un año estuve en total haciendo almuerzo, limpiando, lavando ropa, planchando y botando el orinal. Como a mí me fue tan mal diré al que casarse quiera que la estudie bien soltera, no le pase lo que a mí que por allá y por aquí hay muchas como Severa. Ramón Espinosa Falcón
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Plegaria del yerno Virgen del Cobre, deidad, escucha el ruego angustiado de un hombre mortificado por una malignidad. Virgen de la Caridad, tú que eres tan milagrosa, con tu mano poderosa regula, frena o retrasa las visitas a mi casa de la mamá de mi esposa. Esa vieja es un dolor; hizo un doctorado en brete es “leyista” sin bufete y habla más que un locutor. Lo ve todo en su visor: negocios, concubinatos, adulterios sin recatos, discusiones de vecinas… porque es que tiene retinas nocturnas, como los gatos. Ante esta vieja soleta, llena de intrigas y acoso, Fouché —el genio tenebroso— es un niñito de teta. Los genes de su rabieta ni sanan ni se redimen. Como a una estrella del crimen, encerrarla es lo más lógico; ¡Pero es que a ningún zoológico le interesa este “especímen”! Y es que ella es más venenosa que un venenoso alacrán, y es más pérfida y rufián que una mantis religiosa. Incluso, es más peligrosa que el áspid que la parió. Una cobra la mordió en el tobillo una vez y dos minutos después la pobre cobra murió. ¡Oh, Virgen!, y qué perverso horario el de su visita: siempre a la hora bendita de la cena o el almuerzo. Mi despensa, sin esfuerzo, la muele, la desintegra. Masticando es cinta negra con su boca estrafalaria. Ninguna especie de claria engulle más que mi suegra. Virgen de la Caridad, te imploro: ven a ayudarme, haz que yo pueda mudarme a otro barrio, otra ciudad… Y a mi suegra (¡por piedad!) dámele en compensación salud, alimentación; que mejore, que prospere… ¡Pero que nunca se entere de mi nueva dirección! Alexander Besú Guevara
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Las jimaguas Yo conocí a una tal Bruna un día en Camajuaní cuando los perros de allí le ladraban a la luna. Vivía sola, casi en una casita de guano y yagua, pero Bruna era jimagua con una tal Trina Inés y estaba pasando un mes allá por Manicaragua. Bruna no le agradeció mucho a la naturaleza que le dio cuerpo y cabeza, pero encantos grandes no. La sordera la heredó de su abuelo, un tal Renato; ella hacía mucho rato que oía, pero muy mal, y su gemela carnal era su mismo retrato. Yo de tardes y temprano, con Bruna en la casa, entraba sigiloso, y le tapaba las pupilas con la mano: un saludo cotidiano; pero ¡Ay, un día..! Ese día saludo a la novia mía en la forma cotidiana, y era la maldita hermana, que yo no la conocía. Bruna ya se había ido y la pobre Trina Inés dio un grito y dijo después: “¡¿quién es usted, so atrevido!?”. Yo en cuenta no había caído y ni excusas le pedí, pero ella me dijo: “¡ah, sí, te voy a dar un remedio que vas a estar siglo y medio acordándote de mí!”. Quiso darme el escarmiento con el palo de trapear lo que yo pude evitar con un simple movimiento. A ella el ademán violento la hizo decir al instante: “¡Ay, se me rompió un tirante!; ahora me vas a encontrar” y metió mano a lanzar todo lo que halló delante. Lo primero fue una lata que, con cuatro pomos dentro, le dio a la mesa de centro y le desprendió una pata. Luego una fuente barata que hasta allí había sido fuente y, en vez de darme en la frente, le dio en el rabo a un perrito que fue a parar en un grito al cañaveral del frente. También cogió un hacha vieja, me la tiró y no sé cómo cogió a un gallo por el lomo y le rajó la molleja. Quiso morderme una oreja y yo entonces le grité: “voy a explicar lo que fue si me dejas, vida mía”; y un chivo macho que había en el patio dijo: “¡beeee!”. Ya sin nada que tirarme cogió a un gato regordete que dormía en un taburete y me lo tiró a matarme. Mas tampoco pudo darme; el gato en el cuarto dio contra una taza que no habían vaciado hacía rato; lo que sé es que el pobre gato dijo: “¡miau!” y arrancó. Nervioso como jamás, procedí como un valiente: cerré la puerta del frente y me escapé por detrás. Y a poquito andar no más, desde un yucal inmediato preguntó Renato El Ñato: “¿Por qué cosa corres, hijo?” y mi conciencia le dijo: “Por falta de alas, Renato”. Bernardo Cárdenas Ríos |