Ha muerto Isabel Bécquer, La Profunda: símbolo cultural de Trinidad, trovadora hasta el último minuto de su fecunda vida. Hace poco más de un mes supe por la prensa que recibiría el Premio Excelencia durante la gala del Festival de la Canchánchara. Días más tarde, durante la Jornada Nacional de la Poesía en Sancti Spíritus, celebrada a finales de diciembre, pregunté por ella a su cercana amiga, la poeta Freda González, y me dijo que seguía activa, la voz intacta:  “La visité antes de venir al evento, y en la sala de su casa me cantó Quietud de cristal”.

Hay coincidencias afortunadas. O simbólicas. Isabel nació el mismo día en que se celebra el aniversario de la fundación de Trinidad. El pasado 14 de enero cumplió 89 años, y, la ciudad, 510. Aunque cualquiera pudiese suponer que el sobrenombre de La Profunda proviene del espíritu arcano que brota de su voz, la realidad es mucho más sencilla: provino de un músico amigo al que le decían El Profundo.

“Este 19 de enero, sobre las cinco de la tarde, se cerraron para siempre sus pequeños, y siempre brillantes, ojos azules. La ciudad ya no será la misma sin su voz”.

Era difícil no verla acompañada de su entrañable guitarra, regalo de Pablo Milanés. Desde niña aprendió a tocar ese instrumento, y lo hizo por sí misma; sin maestro alguno; justo como si fuera una parte más de su cuerpo. Un día sorprendió a su madre tocándole La vida en rosa, ese clásico de la cantante francesa Édith Piaf.

Amiga de Silvio, de Sara, de Ester Borja… Enamorada de su guitarra, la trova, y las piedras de su añeja ciudad, con apenas trece años ganó su primer premio como intérprete en un concurso de la RHC Cadena Sur de La Habana. Luego llegaron otros reconocimientos, grabó tres discos, pero quizá lo más importante fue ganar la admiración y el cariño de los trinitarios.

“El respeto no solo era inspirado por su música, sino también por la verticalidad de su vida. Amante de las serenatas, la rumba y el trasnocho, nunca renunció a mostrarse tal cual era en una época dominada por los prejuicios”. 

Cada vez que estuve en Trinidad, con motivo de algún evento, si en la inauguración cantaba ella, tan solo con esto se garantizaba la máxima altura. Siempre era recibida con un gran aplauso, todos de pie; ese tipo de homenaje que es mezcla de alegría y solemnidad.

El respeto no solo era inspirado por su música, sino también por la verticalidad de su vida. Amante de las serenatas, la rumba y el trasnocho, nunca renunció a mostrarse tal cual era en una época dominada por los prejuicios. Nunca dejó de luchar y partirle de frente a las cosas.   

Este 19 de enero, sobre las cinco de la tarde, se cerraron para siempre sus pequeños, y siempre brillantes, ojos azules. La ciudad ya no será la misma sin su voz. Los tambores y las guitarras lloran. Ella en la quietud del cristal.

2