Cambiar (una vez más) las reglas del juego

Ricardo Riverón Rojas
5/2/2020

La funcionalidad de una estructura se demuestra cuando cumple —o rebasa para bien— los principios conceptuales que sustentaron su fundación. Si algo ha caracterizado a nuestro proceso revolucionario, en el terreno de la cultura, es haber sabido cómo modificar, a veces hasta los cimientos, determinadas formaciones, una vez visibilizadas su inoperancia o desactualización.

Foto: Cubarte
 

En ese proceso dialéctico los cubanos de más edad vimos desaparecer el Consejo Nacional de Cultura cuando, en 1976, le dio paso al Ministerio del ramo, con un ministro de lujo en la persona de Armando Hart. Tanto los enfoques como los procederes, de cara a los procesos culturales, cambiaron radicalmente.

En un primer momento se instrumentó y ejecutó la idea de las diez instituciones culturales básicas, que expandió hacia todos los municipios la oferta cultural en aras de una filosofía multidisciplinaria e inclusiva. Luego vinieron los centros y consejos, concebidos para una interacción más profunda entre la intelectualidad de vanguardia y las instituciones.

Ya las acciones iniciales de la política cultural de la Revolución daban sus frutos en la articulación de movimientos artístico-literarios de alto nivel, y se hacía necesaria la existencia de plataformas profesionales para organizar, con más lógica y creatividad, la promoción.

En la base de esa pirámide, cada vez mejor estructurada, un movimiento de aficionados y un amplio despliegue de las enseñanzas artística y general allanaron el camino hacia una cúspide a la que, solo tras cumplir una trayectoria rigurosa, se podía acceder. Los centros y consejos, en su programa inicial, se ocuparían de interactuar con los situados en este punto de consagración. Las jerarquías artísticas estaban bastante bien definidas: se sabía con certeza cuáles eran las tareas a rendir para alcanzar, como creador, un estatus profesional. Esa cualidad se desdibujó, en algunos territorios, una década después de la fundación de la nueva estructura, tras acciones democratizadoras —no siempre bien llevadas— que alimentaron una hibridez perjudicial —en el caso específico de los escritores— entre literatura y cultura comunitaria.

Foto: Uneac
 

El más preciado y prometedor planteamiento del proyecto fundacional de los centros y consejos era que debían ser dirigidos por artistas e intelectuales de prestigio. Se apostaba así por los liderazgos en pos de enrumbar esas instituciones por el camino de la creatividad, dado el supuesto de que lo burocrático se subordinaría sin objeciones. La respuesta fue inmediata: rápidamente muchos artistas y escritores asumieron la misión. Pero tan pronto como la incorporación, sobrevino el repliegue de esos líderes ante la imposibilidad de simultanear la creación con la carga burocrática que las responsabilidades traían asociadas.

El principio era correcto, pero la burocracia nunca cedió terreno, sino que acrecentó su barraje hasta niveles de agobio. Lo sé porque lo padecí. El modelo que constituían Casa de las Américas, el ICAIC y el Ballet Nacional de Cuba —con presidentes o directores concentrados en los procesos culturales mientras un equipo eficaz llevaba “el papeleo y el trasiego empresarial”— nunca se hizo efectivo en los centros y consejos, al menos en los niveles provinciales.

Era aquella otra época: no existían, como vemos hoy, el sector privado ni las tentadoras opciones mercantiles como fuentes de empleo. Quienes permanecimos en aquellas funciones siendo artistas, además de por conciencia, lo hicimos porque era —y, pese a todo, sigue siendo— la alternativa laboral más cercana a nuestras capacidades e intereses profesionales.

Lo cierto es que, pese a lo anterior, la mayor parte se replegó dejando vacantes los liderazgos. Y bien sabemos que los espacios nunca están vacíos, pues cuando los talentosos los abandonan, los mediocres o los oportunistas no vacilan en cubrirlos. Otras personas, con formación administrativa, o con afanes de un protagonismo que no lograron alcanzar con su obra, arribaron a puestos clave en las instituciones. No pocos carecían de formación previa en los interines de la política cultural, o, simplemente, eran pícaros que no dejarían pasar ilesa a la liebre. Esa situación, lo veo con dolor, se prolongó y aún hoy pagamos costos.

En su todavía útil texto Cambiar las reglas del juego (entrevista de Luis Báez), Armando Hart dejaba claro que: “Los conceptos estrechos o burocráticos para el manejo de las cuestiones culturales son síntomas de limitaciones intelectuales y de falta de confianza en la sociedad que construimos”.[1] Pero no solo eso: los procederes burocráticos se caracterizan por su estandarización, por su médula igualitaria; por regla general se consideran a sí mismos el non plus ultra de la gestión empresarial. Dirigir, atendiendo a las constantes dinámicas de cambio de los procesos culturales, no puede ser tarea de burócratas o —para desterrar lo peyorativo— de personas con mentalidad empresarial.

Ya antes decía que la noble idea de que los artistas e intelectuales dirigieran las principales instituciones tuvo, en la mayor parte de los casos, una vida efímera. Comenzamos a convivir, y hasta a ver como normal, al menos en el caso de los Centros del Libro y la Literatura, la existencia de una estructura dirigida por alguien con criterios administrativos, a quien se subordinaban instancias tan estratégicas como editoriales, revistas y frentes de promoción. Muy lejos la realidad del sueño. Numerosos galimatías padecimos, aunque, en honor a la verdad, también se podrían señalar honrosas excepciones.

Las distorsiones y yerros de los decisores en esas instancias podrían llenar cientos de cuartillas a lo largo de 30 años. No me detendré en ello. Solo lanzo la idea de concebir para la esfera del libro una nueva propuesta estructural donde la literatura no se subordine al criterio empresarial, como ocurre hoy, que escasean los líderes y sobran los empresarios.

Foto: Internet
 

Considero que tal vez pudiera resultar óptima una estructura que conciba la existencia de centros de promoción literaria autónomos, subordinados a los sectoriales provinciales de cultura, solo en lo administrativo, para asuntos de logística y algunas políticas laborales. Pienso en una institución donde hagan vida las editoriales, las revistas, el plan de eventos y actividades, así como los procesos investigativos y aquellos enfocados a proveer información por todas las vías posibles. La comercialización quedaría sujeta al proceder empresarial en estructuras de empresas comercializadoras, con lo que regresaríamos —no derrotados, sino reconciliados— a la lógica de décadas atrás. En ese sentido, en el último Consejo Nacional de la Uneac el ministro de Cultura nos comunicó alentadoras perspectivas.

Sabemos que otra de las causas que deformó el planteamiento original de Hart fue el de los bajos salarios del sector, lo cual ponía a los escritores en amargas disyuntivas. Hoy, con las luces de la reforma salarial en vigor, la realidad pudiera ser otra. Ojalá muchos de los líderes, hoy reticentes a asumir la dirección de instituciones, se sientan motivados a enfrentar la tarea. Si son jóvenes, mejor. Sería un paso imprescindible para que podamos cambiar —una vez más y para bien— las reglas del juego.

 

Notas:
 
[1] Amando Hart Dávalos: Cambiar las reglas del juego (entrevista de Luis Báez); editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983, sin ISBN, pp.15-16.
1