Casal y “el complicado juego de pelota”
26/12/2019
La amistad de Julián del Casal con Ramón Meza, su gran camarada y primer biógrafo, pese a que el humor de uno distaba mucho del otro, es además todo un símbolo, porque ellos son sin dudas (caso aparte y excepcional es Martí), no los últimos escritores cubanos del XIX, sino los primeros del XX, adelantados de esa modernidad que en la Acera del Louvre y el juego de beisbol tuvo su resonancia social como caldo de cultivo de nuestra independencia. Otros amigos comunes como el doctor Benigno Souza —biógrafo y médico de Máximo Gómez—, el entrañable Eduardo Rosell, el ilustre pedagogo Enrique José Varona, o su querido Bonifacio Byrne, compartían por igual la pasión por el pasatiempo que devendría en deporte nacional. Similar de cercano a él es el poeta y periodista Enrique Hernández Miyares, director de La Habana Elegante, quien en carta a la hermana de Casal[1] donde le comenta de los esfuerzos en la publicación y distribución postmortem de Bustos y rimas, menciona su viaje a Nueva York con el dramaturgo Ignacio Sarachaga, los tres cofrades muy próximos en la revista donde trabajó el poeta hasta sus últimos días, y vinculados como tantos otros de su generación a los orígenes de lo que sería el deporte nacional. Sarachaga dio a conocer en 1887 su obra Habana y Almendares, o los efectos del base ball, muy popular en la época como expresión del teatro bufo.
El Fígaro, publicación que aparece en La Habana en el año 1885, con el subtítulo de “Semanario de sports y de literatura. Órgano oficial del Baseball”, tuvo entre sus colaboradores justamente a Casal y a Hernández Miyares. Este último fue secretario del Club Bacardí Ron, versión del Almendares en los llamados Torneos de Verano, donde se mezclaban peloteros de los campeonatos de invierno con otros menos conocidos o emergentes. Sarachaga a su vez era tesorero del mismo.
Otro testimonio de cómo la pelota y las ideas separatistas nucleaban a estos amigos es que Carlos Maciá —jugador sobresaliente en aquellos primeros años de auge beisbolero, líder natural de los jóvenes rebeldes de la Acera del Louvre y que participará en la guerra del 95, donde por su notables méritos en campaña terminó con los grados de coronel—, organizó justo en aquel memorable noviembre del 89 un almuerzo con Casal, Hernández Miyares, el tenor Ricardo Pastor y otros intelectuales[2].
La potencia temprana de esta disciplina en la Isla la reconoce otro letrado coetáneo y amigo de Julián del Casal, Justo de Lara: “Ya hoy los jugadores de base ball cubanos pueden competir con los mejores de Estados Unidos. No olvidemos, pues, el aplauso que merecen los instructores e iniciadores del atractivo sport que desarrolla la fuerza y la destreza del cuerpo y acostumbra el carácter a la disciplina”[3]. El tráfico de marinos y emigrantes provenientes del norte a los puertos cubanos, sobre todo los de La Habana y Matanzas, era tan intenso, que en fecha temprana del siglo XIX el cuadro estadístico de 1829 reporta que dos años antes entraron al puerto habanero 1 053 buques. De ellos, solo 57 eran españoles y 785 estadounidenses[4]. Esto, claro está, sería directamente proporcional a la divulgación del joven deporte por parte de estudiantes criollos y marinos norteños, en los sitios que ya hemos mencionado.
El dedicado investigador Urbano Martínez Carmenate, estudioso como pocos de figuras y eventos asociados a la cultura matancera, al detenerse en la influencia de origen norteamericano y cómo sus aportes contribuyeron en el siglo XIX al “espectro cultural más amplio” de esa provincia y de la Isla, incluye la relación con la pelota. “Los vínculos nunca dejaron de ensancharse. El 27 de diciembre de 1974 se juega en el Palmar de Junco el primer partido de beisbol del que se tiene completa documentación en Cuba. La práctica de ese deporte —hoy declarado “pasatiempo nacional” en la nación— la aprendieron los jóvenes de aquí en provechoso intercambio recreativo con los jóvenes de allá”[5]. Vale la pena destacar que Martínez Carmenate con buen juicio define ese encuentro como “el primer partido de beisbol del que se tiene completa documentación en Cuba”, y nunca como el primer juego oficial, y mucho menos como el primero de pelota reconocido en la Isla, lo cual sería un contrasentido.
Entre otros espacios de la prensa finisecular Casal colabora en La Habana Elegante, diario donde también tuvo visibilidad el deporte emergente, y en La Discusión, donde publica el 28 de noviembre de 1889 —hace 130 años— su crónica sobre el libro fundacional de Wenceslao Gálvez y Delmonte, El base ball en Cuba. Historia del base ball en la Isla de Cuba, sin retratos de los principales jugadores y personas más caracterizadas en el juego citado, ni de ninguna otra (Imprenta Mercantil de los Herederos de Santiago S. Spencer, La Habana, 1889). El volumen reseñado por el poeta llevaba prólogo del médico Benjamín de Céspedes, quien “pone de manifiesto las bondades del beisbol para cultivar el cuerpo y el alma y critica los sedentarios movimientos físicos españoles”[6]. Como me recordó el buen amigo y estudioso del tema, el historiador Félix Julio Alfonso López, De Céspedes publicó en 1888, un año antes del título mencionado, un polémico estudio, La prostitución masculina en La Habana, que como es de imaginar provocó un gran revuelo en la época, obra que significativamente contó con prólogo de Casal y fue comentada por Wen Gálvez.
El texto del autor de Nieve aparece recién publicado el título de Gálvez —autor que a su vez es celebrado en su momento por Rubén Darío—. Wen, quien era muy amigo de Casal, escribió igual sobre el poeta en vida de este, y después de su muerte. Su testimonio se encuentra recogido en un libro con título harto debatible y provocador, Julián del Casal o un falsario de la rima (1893), de Ciriaco Sos Gautreau, publicado justo en el año del fallecimiento del célebre escritor. El volumen está rubricado con el seudónimo César de Guanabacoa, e incluye también una compilación de opiniones, junto a la de Gálvez, de ilustres intelectuales criollos, como Enrique José Varona, Justo de Lara y Fray Candil, entre otros que, al igual que el escritor y pelotero, y a diferencia del compilador, tenían en alta estima al bardo habanero.
Un poema de Casal, “La cólera del infante”, describe la frustración del niño espectador ante el solaz desbordado de sus iguales: “mirando divagar por la alameda, / niños que juegan en alegre coro”. En un vuelo de la imaginación, podría identificarse ese juego con la pelota, celebrada por el escritor pese su aparente abulia por el adiestramiento físico. Más allá del modernismo, está la modernidad a la que por momentos parecía negarse Casal, por “el cultivo de una melancolía innata”, aun cuando fue un hombre visceralmente citadino, que rechazó toda paz bucólica: “Tengo el impuro amor de las ciudades, / Y a este sol que ilumina las edades / Prefiero yo del gas las claridades”.
Sobre esos conflictos del periodista con vocación de escritor frente a la dinámica de un público ávido de información y de un diarismo acorde con la rapidez de la vida, “[…] las palabras de Julián del Casal encierran el dilema de una modernidad que parece identificarse con la despersonalización”.[7] Por eso apuesta por el alumbrado de gas y el beisbol, y celebra el deporte muy de moda entre la juventud criolla, como en la mencionada crónica:
[…] el espíritu del lector se inicia en los secretos del complicado juego de pelota, conoce su origen, su desarrollo y sus consecuencias, comprende las causas de su popularidad, y se promete asistir al primer desafío.
El entusiasmo de los jóvenes que se escapan de las aulas para ir a la práctica; las figuras de los jugadores, ya sean del bando azul, ya del bando rojo; las desavenencias entre los partidarios de distinto club; el efecto que produce la concurrencia que asiste al espectáculo; las mil peripecias del juego; los gestos y chillidos de las turbas apiñadas en los escaños; los comentarios que hacen al terminar la fiesta, en las calles y los cafés (…)[8].
Con justicia, el autor imprescindible de nuestra literatura que es Julián del Casal está incluido en la Enciclopedia biográfica del beisbol cubano, “un juego que lo apasionó, uniendo así su sensibilidad artístico-deportiva, a la que dedicaría tiempo y espacio en su obra”[9].