Cinematografiando nuestra historia con Fidel
5/8/2016
Santiago Álvarez se encontraba sumergido en la realización del documental La guerra necesaria (1980), cuando invitó a Fidel a conocer a Salustiano Leyva, un anciano que a los 11 años conoció a José Martí a unas horas de su desembarco por Playita de Cajobabo junto al Mayor General Máximo Gómez.
El delegado del Partido Revolucionario Cubano arribó a Cuba el 11 de abril de 1895, acompañado también por los generales Francisco Borrero y Ángel Guerra, el coronel Marcos del Rosario y el capitán César Salas, para incorporarse a la guerra iniciada el 24 de febrero de 1895, empeñado en la unidad de los cubanos por la independencia de la nación.
Foto: Cortesía del Autor
Fidel formaba parte de los entrevistados de La guerra necesaria, un texto producido por el ICAIC que contó con los excepcionales testimonios de Raúl Castro, Juan Almeida Bosque, Vilma Espín, Haydée Santamaría, Celia Sánchez Manduley y Faustino Pérez, entre muchos otros protagonistas de la Revolución cubana.
El Comandante aceptó la invitación de Santiago Álvarez y a partir del encuentro con Salustiano nació el emotivo relato documental Mi hermano Fidel (1977). El cineasta, acompañado de Rebeca Chávez (coguionista), Iván Nápoles (operador de cámara) y Gerónimo Labrada (sonidista) se posicionó en una pequeña casa de humildes cubiertas y desnudas ventanas, una vivienda en cuya geometría apenas se pudo tomar renovados ángulos, requeridos detalles interiores, singulares gestos, tercos contraluces; enriquecedores recursos de toda puesta audiovisual.
En este filme Fidel fue el entrevistador de un testigo de nuestra historia que en aquel momento superaba los 90 años. Salustiano era un hombre lúcido, sensible, de austeras palabras; eso sí, dispuesto a compartir resquicios de su memoria tras los muchos años transcurridos. El Comandante se mostraba indagador, observador, cercano, atento a las evoluciones de su interlocutor y apuntando hacia la búsqueda de los detalles humanos, a lo verdaderamente relevante de un pasaje que transcurrió en unas pocas horas.
Trazó sus palabras para cartografiar el significante que hoy, con este filme documental, podemos interpretar y reconstruir mejor bajo el claro matiz de sus interpelaciones. Atento a los ademanes de Salustiano, su diálogo rutaba pausado, hurgando en lo esencial, en los recuerdos atesorados por este menudo hombre. Fidel, vital defensor de la historia, aprovechó las circunstancias de un momento excepcional para requerir las vivencias de este humilde hombre, materializadas en las texturas de un filme emotivo, de sobria escritura biográfica.
La cámara de Iván Nápoles se apropió de los gestos de los protagonistas sentados en proximidad, de las entradas de luz que humanizaron el improvisado proscenio. La economía de los movimientos fotográficos de esta puesta fílmica subrayó lo austero de aquella vivienda apacible, seguramente intricada en lo recóndito de la oriental provincia de Guantánamo.
Su lente dibujó con aplomo la estatura física de un hombre curtido por los años de muchas vidas, significando con esta obra los aferrados recuerdos que ya no son de su patrimonio personal. Regala para el necesario conocimiento el dato preciso que contribuye a cimentar el mapa de la historia, todo ello en encuadres apretados de limpia fotografía.
Santiago Álvarez armó un sentido texto fílmico, compuso con sabia lo sosegado de un encuentro entre dos hombres dialogantes. El entrecruzado parlamento es la nota vital de su armazón narrativa, jerarquiza el flujo humano entre dos hombres a los que la historia y las circunstancias les pactaron una cita, un encuentro no exento de sorpresas, de momentos simbólicos y revelados aportes históricos, que el entrevistador supo pulsar, también, con la fuerza que solo inspira la ternura.
Mi hermano Fidel no solo documentó lo excepcional del encuentro, construyó una huella e historió ese pasaje. Con tan solo 10 minutos de película, el documentalista Santiago Álvarez reescribió texturas humanas, historias de vida, aflorados recuerdos, compromisos cumplidos o postergados, en apego a los hechos narrados en tono de crónica íntima.
El músico Leo Brouwer se integró al filme con una pieza escrita para la textura del documental, en la que cuerdas y vientos afloran en variaciones. Las notas subliman el lirismo del silencio, prologan los sonidos de la naturaleza, la curva emotiva de las palabras y la trascendencia del momento, articuladas con los discursos que emergen en sincronía, andamiajes estos de profundas metáforas.
Fidel no solo pulsa sus palabras para saber de Martí y sus acompañantes en aquel histórico arribo a la Patria. Indaga con esmerado celo en las problemáticas familiares y personales de este anciano, limitado por su escasa vista, movilidad y recursos. Un hombre que solo al final de este encuentro supo que su “amigo” era el Comandante en Jefe.
Es realmente valiosa la arquitectura edificada por el documental, pues aporta ciertos aspectos del pasado que solo el testimonio puede dimensionar. La reconstrucción que propone esta pieza cinematográfica es bastante fiel y nos posibilita contrastarla con las notas que escribió José Martí en su Diario de Campaña, un medular texto de nuestra historia donde deja constancia de su arribo por Playita de Cajobabo.
El cine nos lleva al pasado, sugiere una atmósfera, provee de imágenes a los espectadores y, por su fuerza seductora, crea una sólida idea del pasado, aunque a veces fantasiosa. Ante una “literalidad” fílmica imposible de edificar, al no poder ser testigos de ese pasado, el cine lo inventa, condensa, simboliza y reescribe. Es un arte que, en Cuba, ha de emerger cómplice de nuestra historia en pensadas pausas, en construidas estrategias, con excelsos guiones fortalecedores de la unidad, la cultura, los valores que nos afianzan, fortalecen y hacen diferentes.