Crónica de un encuentro en el frente de batalla

Enrique Ubieta Gómez
13/2/2019

Nos lo confirmaron el sábado, y el domingo viajamos a Caracas, para asistir a la Jornada Internacional por la Democracia y la Paz y en solidaridad con la Revolución Bolivariana. La delegación la presidió Abel Prieto, director de la Oficina del Programa Martiano, y fueron parte de ella la estudiante universitaria Mirtia Brossard, presidenta de la OCLAE, el joven dramaturgo Rafael González, presidente de la AHS, y el historiador y diputado Elier Ramírez, quienes hasta la noche anterior estaban inmersos en la recogida de escombros y en la asistencia a los damnificados por el tornado recién sufrido en la capital cubana; también la integró el escritor Omar González, coordinador en Cuba de la Red en Defensa de la Humanidad, y el periodista Ángel Guerra, residente en México. Los trovadores Karel García y Danilo Vázquez completan el pequeño grupo. Cumplo en parte mi deseo más íntimo, estar allí, en el frente antimperialista más importante de las Américas.

Foto: Sitio del Gobierno Bolivariano de Venezuela.
 

Es la ida por la vuelta, pero la campaña mediática es tan intensa que uno de mis hijos llama y me dice “quiero que sepas que te quiero papá”, como si yo marchara a la guerra —la que no existe, pero puede ser provocada en horas o días y que, según los medios hegemónicos, ya transcurre—; “yo también”, respondo emocionado. Pero en Venezuela hay alrededor de 20 000 trabajadores cubanos de la salud, maestros, entrenadores, ingenieros, profesionales de disímiles especialidades, en lugares intrincados de su geografía, que viven la heroica cotidianidad de un pueblo que es ya también el suyo, cuya razón de ser es la solidaridad.

La aerolínea Copa se une a la guerra sicológica (¿habrá recibido una orientación de Washington o es una víctima de las “fake news”?) reduce los vuelos a horarios diurnos y explica a los viajeros que “la situación social y política” de Venezuela aconseja viajar de día. Las últimas declaraciones del imperio y sus lacayos de América y Europa parecen anunciar la guerra: ultimatos, advertencias, amenazas. En las próximas horas, dicen, entrarán a territorio nacional fuerzas extranjeras no autorizadas para repartir una ayuda “humanitaria” que no tendría sentido si se descongelan las cuentas del gobierno bolivariano y cesa el bloqueo financiero. Un anuncio deslizado en las redes precisaba que el hecho se produciría la noche previa al evento. Mi amiga, la historiadora Carmen Bohorquez, me dice que estuvo hasta altas horas de la madrugada pendiente de si se cumplía la amenaza. El objetivo es crear confusión e incertidumbre. El golpista Guaidó —Guiado, escribió sin querer John Bolton en un tuit— es virtual, ha sido reconocido en apresurados tuits de presidentes “encargados”, que siguen la señal del emperador.

“Es un presidente 2.0, es real, pero no existe”, dice el argentino Marco Teruggi. Ordena lo que le ordenan a través de las redes y en furtivas salidas a la calle, y desaparece tras los muros de la Embajada yanqui. Pero Teruggi advierte: quieren presentar este momento como el de “la ofensiva final”.

A pesar de todo, en Caracas brilla el sol. Salgo a la calle apenas llego. Encuentro, para mi sorpresa, una ciudad distendida, en plena calma. Es domingo y, como siempre, hay menos personas de lo habitual en el bulevar de Sabana Grande, un barrio de clase media. Algunos niños juegan despreocupados, tres bailadores de break dance se retuercen de manera rítmica ante un grupo de transeúntes y, a unos metros del primero, otro grupo celebra los trucos de un mago. Muy cerca, en el propio bulevar, dos buscavidas disfrazados de Mickey Mouse y su novia incitan a los niños a retratarse con ellos.

Una larga cola de padres espera su turno para comprar helados. El desabastecimiento en Venezuela es intencional y selectivo: los productores y comerciantes opositores golpean a la población en aquellos renglones que afectan sus necesidades identitarias. La guerra económica, según la destacada economista venezolana Pasqualina Curcio, tiene tres vertientes: el acaparamiento de los productos más consumidos por la población, la devaluación inducida de la moneda (alteran los costos de producción) y el bloqueo financiero.

Pero en el gran centro comercial El Recreo, la gente sube y baja, entra y sale. Hay más visitantes que compradores, lo cual es normal en estos establecimientos caros. Más que a las boutiques, la gente va a los pequeños restaurantes de comida rápida que existen en su interior; la mayoría son de firmas trasnacionales, como la Mc Donald, algunos de comida “italiana” o “japonesa”.

Descubro el torso de cartón de la Estatua de la Libertad que cuelga del techo, entre las escaleras eléctricas. Recuerdo haberlo visto hace al menos 14 años, cuando trabajaba en mi libro sobre Barrio Adentro. El símbolo de la libertad, transformado en el símbolo del imperialismo que la pisotea. Pienso que quizás es la que hicieron desfilar los escuálidos envuelta en la bandera de Venezuela, para asombro del mundo. Esos manifestantes, faltos de pudor, enarbolan también la bandera de las barras y las estrellas, y le piden a Trump que invada el país donde nacieron. No hay disimulo, la guerra es abierta. La posibilidad de una invasión imperialista y el desenfado con que la piden los mercenarios, empuja a los menos politizados a defender la Patria, acrecienta en todos el fervor patriótico.

La historia se repite, los “pitiyanquis” —término que emplean los venezolanos para identificar a los colonizados, a los que usan la Patria de pedestal, y solo ven sus propios intereses—, impotentes ante una Revolución popular que no pueden derrotar por sí mismos, se postran frente a la potencia extranjera que les vende protección: eso hicieron y hacen en Cuba los anexionistas y los autonomistas, en viejas y nuevas versiones. Los de aquí y los de allá, son los mismos.

El lunes 4 de febrero, Día de la Dignidad Nacional, nos reunimos en la Casa Amarilla, sede de la Cancillería bolivariana. Es una bella construcción decimonónica que sirvió como Casa de Gobierno. Hay mucha historia dentro de estos muros. Han llegado prestigiosos intelectuales de América Latina, de Canadá y de Europa. El canciller Jorge Arreaza declara enérgico, durante el breve saludo inicial: “el único reconocimiento que nos interesa es el del pueblo venezolano y el de la solidaridad de todos los pueblos del mundo”. Adán Chávez toma la palabra y expresa su convencimiento de que, ante una intervención militar del imperialismo, “vendrán millones de hermanos latinoamericanos a luchar con nosotros”.

La tarde reserva dos momentos especiales. El primero es indescriptible: en la Plaza Bolívar del centro histórico hay una tarima desde donde músicos y grupos tradicionales de danza complacen a la multitud reunida, que viene a expresar su apoyo al Presidente Maduro y a la Revolución bolivariana. Los trovadores cubanos Karel y Danilo interpretan sus canciones y son ovacionados. El programa es conducido por el nieto de Alí Primera. Pero nos convocan, y vamos pasando por la tarima, uno tras otro, los invitados de otras tierras. ¿Qué podemos decir los que nos sentimos más cómodos tras una computadora, cuando una multitud nos reclama el discurso “de trinchera”? Es una prueba que debe pasar todo intelectual revolucionario. Ante nosotros, la estatua de Bolívar que Martí fue a honrar sin apenas quitarse el polvo del camino; pero no estamos frente a frente, sino a sus espaldas, vamos tras él. Es un instante mágico. Los rostros curtidos, morenos, de los chavistas que escuchan y vitorean la amistad entre Venezuela y Cuba, entre Chávez y Fidel, y los nexos históricos de continuidad entre Bolívar y Martí, quedan para siempre grabados en el corazón. Brillantes las intervenciones de Elier, de Mirtia, de Rafael, los más jóvenes del grupo. Todavía emocionados, se produce el segundo momento: Nicolás Maduro, el presidente constitucional de Venezuela, conversa con los invitados. Cuenta que ya se han registrado dos millones de milicianos, habla de su encuentro con más de trescientos pilotos de guerra, enfatiza que el concepto, en caso de agresión, es el de la guerra de todo el pueblo. “¿Creen que Venezuela no tiene quien la defienda?” y afirma rotundo: “No entrarán impunemente en el territorio nacional”. Pero reitera que desea la paz y convoca al diálogo: “Va a triunfar en Venezuela la paz con dignidad”, afirma. Anuncia que se hará pública una carta firmada por diez millones de venezolanos dirigida al pueblo de los Estados Unidos.

El Presidente Maduro habla confiado, seguro de sí, sin poses alarmistas. A su lado la vicepresidenta Delcy Rodríguez y el canciller Arriaza. De pie, a un costado del patio de la Casa Amarilla, el vicepresidente de Comunicación Jorge Rodríguez. En primera fila, el ministro de Cultura Ernesto Villegas y Adán Chávez. Los venezolanos comprenden que la batalla los trasciende: no es entre una oposición desgastada, moribunda y las fuerzas revolucionarias, es entre el imperialismo y la Patria de Bolívar. No está en juego la existencia de la Revolución bolivariana, sino Venezuela, como entidad jurídica, como Estado soberano. Los invitados lo saben también: venimos a defender al pueblo venezolano, y a todos los pueblos del continente. No permitiremos que mancillen un pedazo de la Patria común, como lo hicieron y hacen en Libia o Iraq. “Estamos en el epicentro de la geopolítica mundial. En Venezuela se decide el destino de la región y del mundo”, señala Maduro.

Algunos han llegado de lejos y se quedan por más tiempo. Los envidio. Pero sabemos cuál es nuestra tarea inmediata: crear un poderoso movimiento de solidaridad. Se habla de Vietnam, es decir, de la derrota que sufrirían los invasores si se atreven a entrar. América Latina estaría dispuesta, como nosotros, a entregar por Venezuela “hasta la última gota de sangre”. No será una nación en pie de lucha, sino un continente.