Del triunfo rebelde a la Crisis de Octubre: Patria o Muerte
19/7/2017
El declive del prestigio de Estados Unidos iniciado a finales de la década de 1950 —con el colapso del sistema colonial y la creciente tendencia en la correlación de fuerzas a favor del socialismo—, llegó a su clímax en la década de 1960 con la Revolución cubana como protagonista de una nueva era; después que Fidel Castro y la Generación del Centenario hicieran añicos el mito de la invencibilidad del ejército de Batista y la hasta entonces paralizante doctrina del fatalismo geográfico. En una época en que las inversiones de las transnacionales yanquis en Canadá, América Latina, Europa y Asia totalizaban 27 484 000 000 de dólares y la industria armamentista constituía su más poderosa empresa económica —entre 1950 y 1960 cedió o vendió a otros países equipos bélicos por más de 35 000 000 000 de dólares—, Cuba tendría que pagar un alto precio por ser la primera en Latinoamérica —las expropiaciones decretadas por Lázaro Cárdenas afectaron, sobre todo, a compañías inglesas— en remover el orden institucional inaugurado a finales del siglo XIX por el capital norteño para señorear la región. Dwight D. Eisenhower, cuyo ciclo en la Casa Blanca se agotaba tras dos mandatos presidenciales, no podía creer que la Isla se le iba de las manos.
Foto Internet
Tras desafiar al capitalismo desde la cuna de su sistema neocolonial, Fidel se alzó como símbolo de herejía dada su proyección social transformadora e incluyente. La Ley de Reforma Agraria aprobada el 17 de mayo de 1959 marcó la definitiva ruptura de Estados Unidos con la Revolución cubana. A partir de ese instante Washington se propuso aislarla, reducirla a la miseria, sumergirla en el caos; nadie más en el Hemisferio Occidental podía atreverse a correr su suerte.
Ya entonces el militarismo llegaba a su máximo apogeo, en un clima de Guerra Fría inaugurado tres lustros atrás, en 1946, durante la visita de Winston Churchill a la Universidad de Missouri en Fulton, aunque hasta entonces el principal escenario de tensión entre las dos naciones líderes del socialismo y el capitalismo había sido Berlín. Cuba se sabía con la razón, y en medio del duelo geopolítico bipolar entre Estados Unidos y la Unión Soviética no podía consentir que la soberanía fuese de uso exclusivo de las potencias. Más de noventa años de lucha le daban ese derecho a un pueblo capaz de ofrecer la vida de decenas de miles de sus hijos en prenda a la libertad. La arrogancia yanqui llevó la puja a un punto extremo y fue decretada la expropiación forzosa de los bienes o empresas propiedad de personas naturales y jurídicas estadounidenses, y de las empresas con interés o participación de ellas. Nelson A. Rockefeller, gobernador del estado de Nueva York y miembro del clan familiar que controlaba las finanzas y el petróleo de América Latina —emporio que mucho perdió en el díscolo caimán tras el triunfo de la Revolución—, demandó una política más severa. Y el 9 de julio de 1960, en un improvisado discurso publicitado el domingo 10 por The New York Times, el premier y secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Nikita S. Jrushchov, le respondió:
Debe recordarse que los Estados Unidos no están ya a una distancia inalcanzable de la Unión Soviética como antes. Hablando en sentido figurado, si fuera necesario, los artilleros soviéticos podrían apoyar al pueblo de Cuba con el fuego de sus cohetes, si las fuerzas agresivas del Pentágono osan iniciar una invasión a Cuba. Y el Pentágono debe estar bien aconsejado de no olvidar que, como demuestran las últimas pruebas, tenemos cohetes que pueden caer con precisión sobre un blanco situado a 13 000 kilómetros de distancia. Esta es, si así os gusta, una advertencia a aquellos que gustarían de resolver los problemas internacionales por la fuerza y no por la razón (Roa, 1986: 86).
Fue tal la algarabía de la prensa internacional, que desde su lecho de enfermo esa misma noche Fidel le habló al pueblo a través de la televisión: destacó el carácter espontáneo de lo declarado por Jruschov; aseguró que la Revolución no contaba con los cohetes soviéticos para defenderse, contaba con su pueblo, y emplazó a Washington a declarar que no abrigaba propósitos agresivos. En respuesta, Eisenhower desempolvó la Doctrina Monroe y desató una cruzada continental para presentar a Cuba como un peón de la URSS. Por supuesto, no mencionó que estaba en curso un plan de invasión con mercenarios cubanos entrenados por la CIA y el Pentágono, que pretendían tomar una cabeza de playa en la mayor de las Antillas para “solicitar” la intervención de Estados Unidos. Tras ganar las presidenciales del 8 de noviembre de 1960, el demócrata John F. Kennedy heredó este proyecto y resolvió proseguir.
Playa Girón. Foto Internet
Del 17 al 19 de abril de 1961, en las arenas de Playa Girón tuvo lugar la más simbólica y definitoria de las batallas de nuestro continente después de Ayacucho. Washington negó su participación: “Los Estados Unidos se han comprometido a no atacar a Cuba y ninguna ofensiva ha sido lanzada desde Florida o cualquier otra parte de los Estados Unidos” —mintió en la ONU el embajador Adlai Stevenson, mientras mostraba la foto de un avión de la CIA supuestamente piloteado por un desertor cubano; la verdad afloró más tarde: “Hay un viejo dicho que dice que la victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana. Se llevan a cabo declaraciones, discusiones detalladas, no se encubre la responsabilidad porque yo soy el oficial responsable del gobierno” —declararía Kennedy atribulado ante las cámaras de la televisión (Stone, 2008: Cap. 6).
Ya estaba en curso entonces otra vil maniobra: la operación Peter Pan, organizada por la CIA con la Iglesia Católica para generar histeria en Cuba y desacreditar a su liderazgo. Desde el otoño de 1960 una emisora de la agencia, Radio Swan, basificada en una pequeña isla del litoral de Honduras, divulgaba la supuesta promulgación de una ley sobre la patria potestad con la que el Gobierno Revolucionario asumiría el control de los niños y adolescentes de 5 a 18 años de edad y los enviaría a granjas agrícolas o a adoctrinarlos a Moscú; se llegó a decir que regresarían enlatados como “carne rusa”.
Una red dirigida por la agente de la CIA Phyllis H. Powers (Penny Powers), profesora británica que impartía clases en la Academia Ruston, en el aristocrático barrio habanero Country Club, se encargó de elaborar, imprimir y distribuir la apócrifa ley «sustraída» del Consejo de Ministros, como afirmaba Radio Swan. La estación local de la CIA en Cuba —con la activa colaboración de funcionarios diplomáticos de Gran Bretaña y Países Bajos acreditados en La Habana—, abrió un canal para sacar a los niños cubanos rumbo a Miami con presupuesto de la agencia y visas para estudiantes (I-20), en vuelos de Pan American World Airways y K. L. M. Royal Dutch Airlines.
En Miami fue seleccionado como organizador el sacerdote irlandés Bryan O. Walsh, párroco de la iglesia del Sagrado Corazón y director del Catholic Welfare Bureau, Inc., supuesta agencia de caridad de alcance nacional que le había servido de pantalla a la CIA para instrumentar una operación con emigrados húngaros en 1956. Familias cubanas de clase media enajenadas —opuestas a la Revolución o asustadas frente a una potencial intervención militar yanqui; las menos, con la esperanza de que sus hijos recibieran una beca para estudiar en alguna universidad estadounidense— accedieron a enviar a los niños rumbo a un destino ignoto. Tenían la ilusión de que la separación sería muy corta. En cambio, no pocos de aquellos niños y adolescentes, cuando se despedían en el aeropuerto estremecidos por el llanto, abrigaban la sensación de que no verían más a sus padres.
Bryan O. Walsh tenía suficiente experiencia en la organización de este tipo de actividades y comenzó a recibir a los menores a partir del 26 de diciembre de 1960. Fueron concentrados en campamentos de Miami (Matecumbe, Kendall, Florida City y Opa-locka), antes de diseminarlos por toda la Unión. Cuando el 3 de enero de 1961 Washington rompió relaciones diplomáticas con Cuba y retiró a su personal de La Habana, Walsh fue facultado por el Departamento de Estado para emitir visas waivers (visa volante), que eximen al portador de los trámites reglamentarios para entrar al territorio estadounidense. Solo a los menores de 18 años se les concedió este tipo de documento, sin el cual no se podía abordar las aeronaves de Pan American y K. L. M.; los padres no fueron agraciados con tal facilidad.
Los niños de la Operación Peter Pan. Foto Internet
En una reflexión publicada el 12 de junio de 2009: «La envidia de Goebbels», Fidel Castro divulgó que la profesora asociada de Ciencias Políticas de la Universidad DePaul en Chicago, María de los Ángeles Torres (niña Peter Pan), descubrió en la Biblioteca Presidencial Lyndon B. Johnson un documento oficial del gobierno estadounidense en que se rechazaba la propuesta del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados de pagar con fondos de la ONU la transportación de los padres de los niños enviados a Estados Unidos. Álvaro Fernández Pagliery —hijo de Ángel Fernández Varela, profesor del Colegio de Belén y agente de la CIA (1959-1968) que participó en la operación Peter Pan—, narró sobre este engendro:
…unos años antes de su muerte en Miami, mi padre nos reunió en presencia de mi madre, mi hermana María, su esposo y yo, nos dijo que él había sido una de las personas responsables de redactar la falsa ley que provocó la histeria de la “eliminación de la patria potestad”. Por eso es que sé, sin la sombra de una duda, que la operación Pedro Pan fue una siniestra jugada de inmoralidad diseñada y soñada por la CIA antes de la invasión de Bahía de Cochinos (Castro, 2009).
No habían transcurrido diez meses de la invasión mercenaria de Playa Girón, cuando el presidente Kennedy aprobó un nuevo plan que concebía el empleo directo de fuerzas navales, aéreas y terrestres estadounidenses: “Cuba fue la llave hacia toda América Latina, si Cuba tiene éxito debemos esperar que la mayor parte de América Latina caerá” —insistió el 23 de agosto de 1962 el director de la CIA, John A. McCone (McCone, 1997: 955). Cuando el KGB detectó lo que se preparaba, Jrushchov propuso instalar 42 cohetes nucleares de alcance medio en la Isla; podrían disuadir la agresión y equilibrar la correlación de fuerzas estratégicas —su emplazamiento buscaba eliminar la ventaja proporcionada al Pentágono por sus 105 misiles de alcance medio e intermedio en Turquía, Italia y el Reino Unido que apuntaban hacia la Unión Soviética. En el Kremlin no se sabía, pero ya Estados Unidos poseía una superioridad de 17 a 1 en armas nucleares con respecto a la URSS; de ellas, 229 cohetes intercontinentales (ICBM) contra 48. Y desde agosto de 1960, Eisenhower había aprobado una orden que disponía el ataque nuclear simultáneo contra la URSS y China en las primeras 24 horas del inicio de una guerra.
A Fidel lo tomó por sorpresa la propuesta de instalar proyectiles atómicos en Cuba. No le agradaba la idea, y quería evitar la imagen del país como una base soviética. Fue una consideración de orden ético la que inclinó la balanza, pues el líder cubano creía inconsecuente esperar de los soviéticos y del campo socialista el máximo apoyo en caso de una agresión de Estados Unidos y, en cambio, negarse a enfrentar los riesgos políticos cuando ellos necesitaban ayuda, punto de vista aprobado en forma unánime por el Gobierno Revolucionario.
Una extraña discusión entre Moscú y Washington acerca del carácter ofensivo o defensivo del equipo bélico que suministraba la URSS a la Isla enredó las cosas, pese a que el vicepresidente norteamericano Lyndon B. Johnson —promotor del golpe de Estado contra Jacobo Arbenz en Guatemala, en 1954— había declarado a The New York Times que era política de la administración deshacerse del régimen cubano; mientras, el senador Prescott Bush y la revista Time invocaban la Doctrina Monroe para justificar la invasión. Fidel le sugirió a la URSS declarar que Cuba dispondría del armamento requerido para defenderse, en apego al derecho internacional, y solicitó hacer público el acuerdo como lo hacía Estados Unidos con sus aliados; era imposible mantener en secreto un movimiento de la magnitud demandada por la introducción de los cohetes y sus rampas de lanzamiento. Jruschov no transigió pese a la insistencia cubana: “Debemos enviar y colocar silenciosamente los misiles, tomando todas las precauciones necesarias para poner a los norteamericanos ante un hecho consumado. ¿No nos han obligado a tolerar la presencia de misiles norteamericanos en Turquía?” —concluyó obstinado en una reunión del Kremlin (Dobrynin, 1998: 83).
Oleg Penkovski, coronel de la Dirección de Inteligencia Militar de la URSS que había sido reclutado por la CIA, transmitió a Washington la información sobre los emplazamientos en Cuba y el 14 de octubre de 1962 un avión espía U-2 fotografió las rampas. El manejo incorrecto de Jruschov y el empleo de la mentira para desinformar envalentonaron a la Casa Blanca. El 22 de octubre Kennedy decretó el bloqueo naval —acto que constituía una declaración de guerra—, aunque no se dejó arrastrar a una respuesta más beligerante. El general Walter C. Sweeney, comandante en jefe del Mando Aéreo Táctico, alertó: “…ni siquiera con un importante ataque aéreo por sorpresa podríamos estar seguros de destruir todas las bases de misiles y armas nucleares en Cuba”. Mucho pesó en la decisión de Kennedy la certeza de que una respuesta soviética a un bombardeo nuclear contra Cuba les costaría la vida a decenas de millones de estadounidenses. También sabía que “…un ataque por sorpresa socavaría, y acaso destruiría, la posibilidad moral de los Estados Unidos en todo el mundo” (Kennedy, 1968: 48-49).
Kennedy apostaba su reputación y sus posibilidades de reelección para 1964, y percibió que el mundo no estaba dispuesto a consentir un conflicto atómico por el capricho estadounidense de someter a Cuba; de hecho, el Movimiento de los No Alineados (MNOAL) pidió al secretario general interino de la ONU, U Thant, interceder para resolver la crisis y normalizar la situación en el Caribe.
Crisis de los misiles. Foto Internet
Al otro lado del Atlántico, Jrushchov estaba desconcertado. No previó el drástico giro tomado por los acontecimientos y no paraba de mentir: “Estos materiales están emplazados en Cuba a petición del gobierno cubano […]” —le escribió a Kennedy en un mensaje dado a conocer el 27 de octubre por Radio Moscú (León, 1983: 352). Una hora más tarde fue derribado un U-2 que cruzó la Isla de Occidente a Oriente en misión ilegal de espionaje, por un grupo coheteril soviético emplazado en Banes, Holguín. Todo el país “…recibió con enorme entusiasmo la noticia de que había sido derribado uno de los aviones que violaban descaradamente el espacio aéreo del país. Por primera vez en un largo período de tiempo, la aviación norteamericana que ‘paseaba’ impunemente por el cielo de Cuba había recibido una respuesta digna y una lección” —narró el coronel (r) Rubén G. Jiménez Gómez, testigo excepcional de estos hechos (Jiménez, 2003: 279-280).
Carente de serenidad y firmeza, el 28 de octubre Jrushchov, a espaldas de Cuba, acordó replegar los cohetes; a cambio, Kennedy prometió una posterior retirada de los misiles estadounidenses de Turquía e hizo un compromiso verbal de no agresión a la Isla. “Muchos ojos de hombres, cubanos y soviéticos, que estaban dispuestos a morir con suprema dignidad, vertieron lágrimas al saber la decisión sorpresiva, inesperada y prácticamente incondicional de retirar las armas” —le escribió indignado Fidel, luego de enterarse por Radio Moscú. Una pequeña dosis de ecuanimidad y sangre fría hubiese conseguido un arreglo justo, que pusiera fin a “…los ataques piratas y los actos de agresión y de terrorismo que se mantuvieron después durante decenas de años; el cese del bloqueo económico, la devolución del territorio que ocupa arbitrariamente la Base Naval en Guantánamo. Todo eso se habría podido obtener, dentro de aquella dramática tensión […]” —declaró años más tarde el líder histórico de la Revolución en entrevista al periodista francés Ignacio Ramonet (Ramonet, 2006: 323).
Secuela de esta crisis fue la suspensión de los vuelos directos entre Estados Unidos y Cuba desde el 22 de octubre. Hasta ese instante varios miles de los familiares de los niños sacados del país en la operación Peter Pan habían conseguido viajar a territorio estadounidense para reunirse con ellos; el resto quedó entonces varado con las visas ya aprobadas. En esta página oscura y triste de la historia, 14 048 niños fueron convertidos por las administraciones Eisenhower y Kennedy en arma política de desestabilización. No pocos recibieron maltratos emocionales, incluso físicos; se registran casos de niñas violadas en las casas de las familias receptoras. Independientemente del triunfo individual, testimonios de víctimas refieren que las penas, sufrimiento y dolor experimentados como consecuencia de la separación de las familias constituyeron una experiencia traumática, que dejó una huella imborrable en la vida de la mayoría de ellos; varios terminaron suicidándose en la adultez. Los padres afectados por la interrupción del tráfico aeroportuario debieron esperar para reencontrarse con sus hijos a 1965, fecha en que se restableció el puente aéreo entre los dos países a partir de un acuerdo bilateral; algunas familias no consiguieron reunificarse nunca.
Esta es la historia que intentó manipular Donald J. Trump en el teatro Manuel Artime de Miami, el pasado 16 de junio, frente a sus delirantes correligionarios conmocionados ante el himno y la bandera de Estados Unidos, el país que financió todas estas operaciones. El pueblo cubano no odia, pero tampoco olvida.