El centenario de las presentaciones de Caruso en La Habana: realidad y leyenda
30/4/2020
Ningún otro cantante de ópera alcanzó la fama internacional de Enrico Caruso, al menos en su tiempo. Ni tampoco exigió contratos tan elevados por sus presentaciones. Las giras lo llevaron por todo el mundo, y triunfó en cuanto escenario se presentó, incluidos los más célebres, como Covent Garden de Londres y Metropolitan Opera House de Nueva York. El desarrollo del fonógrafo permitió la difusión de su voz y además posibilitó que perdurara por siempre.
La Habana, por donde habían pasado ya las voces femeninas y masculinas más relevantes del canto lírico, no podía quedar fuera del itinerario artístico del divo napolitano. Los rumores se hicieron realidad el 5 de mayo de 1920, hace justamente un siglo. Dejemos que sea el propio Caruso quien lo cuente en carta a la esposa:
Llegué aquí esta mañana a las siete, recibido por lo más selecto de la ciudad. Cuando el barco atracó en el muelle sonó un prolongado aplauso proveniente de una multitud formada por centenares de personas que se habían reunido en el puerto.
Conversé durante tres horas con periodistas y melómanos, y recién a las diez me fue posible descansar un rato. A mediodía me dirigí al teatro para disponer el arreglo de mi camarín.
Caruso se aloja en el hotel Sevilla y como corre el mes de mayo, el divo se queja: “Durante la noche es imposible dormir, dado el intenso calor…” También se especula acerca de sus facultades, por entonces de 47 años y de quien se afirma ya ha visto pasar sus mejores momentos.
A Caruso lo trae el empresario Adolfo Bracale, quien lo contactó en Nueva York y puso en manos del cantante un contrato fabuloso: ¡10 mil dólares por función! Estas se efectuaron en el Teatro Nacional, y el abono en platea costaba un dineral, por lo que las actuaciones de Caruso fueron de considerable provecho para él y para el empresario. Un simpático e ilustrativo dicho popular surgió por entonces para ser aplicado a cualquier persona que pretendiera obtener mucho a cambio de muy poco. Decía así: “¿Y tú pretendes oír a Caruso por un medio?” (O sea, la monedita de cinco centavos). ¡Oh, los cubanos tenemos para todo!
Se estrenó con la ópera Marta, de Friedrich von Flotow, en la noche del 12 de mayo, en medio de un elenco de prominentes cantantes. La prensa le dedicó elogios, aunque también recibió críticas pues —poco después se comprobaría, con su muerte al año siguiente— el gran Caruso suplía con su experiencia y técnica la pérdida de facultades vocales.
Las presentaciones devinieron sucesos memorables. Sin embargo, lo más recordado de su visita a Cuba —también cantó en Cienfuegos y Santa Clara— lo constituyó el incidente del petardo que explotó durante una de las funciones, la programada por la Asociación de Turismo.
Aquí reproducimos dos apreciaciones sobre el mismo hecho. Una es del propio Caruso, en carta a la esposa del 16 de junio; la segunda la ofrece el ya fallecido doctor Eduardo Robreño, conocedor a fondo de la vida teatral entre bastidores:
Te daré algunos detalles acerca de la bomba que estalló anoche en el teatro. Aída comenzó con un atraso de tres cuartos de hora. Salí a cantar mi romanza, “Celeste Aída”, y todo se desarrolló normalmente hasta el final del primer acto (escena del templo). La segunda principia con el diálogo entre Amneris y Aída, seguida de la escena triunfal de Radamés. En el instante de comenzar esta se produjo una terrible explosión. Me hallaba en el camarín colocándome el manto cuando me sentí arrojado al suelo por la fuerza de la concusión. Vi luego a la gente correr por el corredor de los camarines, con una expresión de terror en los rostros. Alguien me dijo: “Váyase cuanto antes, porque habrá más explosiones”. Pero yo me mantuve calmoso y corrí en dirección del escenario, lleno de escombros provenientes de los decorados.
Robreño lo refleja y completa así:
El motivo provino de un viejo pleito laboral que sostenía el gremio de empleados de ese teatro (en su mayoría anarquistas) contra la Comisión de Inmuebles del Centro Gallego, que administraba dicho coliseo. A un chiquillo que vendía periódicos en la esquina de Neptuno y Prado, le dieron, un domingo por la tarde, dos pesetas, a cambio de que colocara cierto “paquetico” en tan inodoro lugar. Fue más el ruido que las nueces…
Como diría el colega Taladrid, “saque usted sus propias conclusiones”. Lo cierto es que si no fuera por el petardo, del gran Caruso no nos quedaría casi nada en la memoria. ¡Mamma mía!, vale aquí acotar.