El Congreso y nosotros
2/7/2019
Las sesiones plenarias concluyeron: el IX Congreso de la Uneac tuvo el cierre espectacular que no esperábamos. Como es lógico, es grande la emoción, y quizás sea muy pronto para aquilatar el momento que vivimos los delegados, no obstante lo cual, y en aras de que no pase el tiempo, y precisamente se vayan colocando los análisis con la frialdad que exige acometer grandes tareas, me apresuro a dejar algunas impresiones.
En la Comisión que abordó el asunto La creación artística y su relación con las instituciones, donde tuve el privilegio de participar, el debate resultó intenso, incluso acalorado. Luego, cuando vimos el resumen (y es natural que se concrete, no se aspira a que absolutamente todo aparezca en las conclusiones), muchos de los participantes no encontramos la problemática a la cual dedicamos el uso de la palabra. Por cierto, fueron muchísimos quienes solicitamos hablar, y a todos nos fue conferido el derecho a expresarnos. Un colega sentado a mi lado contó la cifra, mayor de treinta. Como no me asiste hablar en nombre de otros, y sin ánimo alguno de acaparar el protagonismo que no me corresponde, me referiré a lo que allí dije. Tampoco aspiro a ninguna originalidad: Lo he dicho en cuanto foro se me ha permitido, y con toda honradez, lo repetí allí. Me obsede el asunto de nuestra juventud. No de esa que enarbola banderas, grita consignas y jura eterna lealtad, sino esa masa de muchachos que no encuentra atractivos para permanecer junto a nosotros. Es un secreto a voces. O sea, no es sorprendente la masa de jóvenes que, siendo graduados universitarios o no, escoge la emigración para su desarrollo intelectual, económico, personal.
Al margen de la poderosa maquinaria foránea que los atrae, nosotros, como nación, somos responsables del desencanto de nuestros hijos, al menos en parte. Si las instituciones estatales no ofrecen atractivos; si los jóvenes no ocupan puestos decisores; si solo les hablamos de sacrificios y no del placer de estos; si continuamos con la misma actitud protectora, vigilante y mal remunerada, estamos condenados a perderlos. Hasta aquí mi planteo, que, repito, no fue recogido en el resumen de la Comisión, como tampoco el de muchos otros compañeros, cuestión que no reclamo, porque comprendo que un resumen no puede ser extensión sino constricción. En todas las comisiones sucedió algo similar, y ello explica que en la sesión final tantos colegas solicitaran el uso de la palabra. En un momento de dicha discusión final, creí que sería infinito el día: tanta era la necesidad de expresarse. Confieso que no me esperaba la contundencia de la intervención del Presidente de Cuba. Su discurso, publicado en los medios, y transmitido por la Televisión la noche del mismo día en que terminó el mes de junio de este año 2019, nos estremeció. No solo por la meridiana claridad de cuanto dijo Díaz-Canel, no solo por su interpretación de las llamadas Palabras a los intelectuales (al fin alguien lo dice públicamente, y critica que se descontextualicen un par de frases. Aprovecho para cuestionar ¿y cuándo sabremos las preguntas a las cuales Fidel da respuesta en esa memorable reunión?), sino por la esperanza que nos infundió.
A pesar del cansancio que provocan jornadas de profundos debates, y de la lentitud con la cual avanzaba la sesión final, en la cual, repito, pidieron la palabra más colegas de los que aconseja el sentido común, cuando Díaz-Canel colocó el dedo en muchas de las llagas que, más que abrirse, sangraron durante el Congreso (el turismo, el mercado y su relación con la cultura, los medios y redes sociales, la creación, la enseñanza artística, los estatutos), todos sentimos que nuestras palabras no caían en saco vacío. Nos alborozó que alguien (y nada menos que el Presidente), comprendiera la otredad que somos.
En lo personal, apoyo totalmente que sea Luis Morlote el elegido al frente de la Uneac: conozco su interés por la cultura, su capacidad de diálogo, su complicidad con los jóvenes. Igualmente reconozco que hasta ese día, hasta el instante en que pronunció su discurso de clausura, no me había sentido particularmente identificada con Díaz-Canel. Egoísmo de intelectual, supongo. Aprendí a respetar su enorme capacidad de trabajo desde que lo vi por primera vez recorriendo los sitios más insospechados de la geografía nacional, pero fuera de eso, no lo sentía cercano a nuestras inquietudes específicas, particulares. Está claro que la economía demanda muchísima atención, y nadie es omnipresente, de modo que aunque no me sintiera deslumbrada por Díaz-Canel, respetaba (y casi compadecía) su constante desvelo por Cuba. Sin embargo, no me avergüenza decir que me impactó cuando lo escuché en la clausura de este noveno Congreso de la Uneac, que más allá de artistas y de escritores, dejó clara la mayor preocupación de todos: la salvaguarda de la cultura. O sea, de Cuba como nación independiente, soberana y decisora de su propio destino, por muy desafiante que este sea. Nos espera un largo camino, que siempre ha sido escabroso e inmedible. A trabajar entonces. Aquí estamos, y seguiremos batallando, aunque la luz al final del túnel no sea la meta, sino la ruta.