El mundo hoy y la imperiosa necesidad de la cultura
21/2/2020
Ser bueno es el único modo de ser dichoso. Ser culto es el único modo de ser libre.
José Martí
El mundo es hoy cada vez más contradictorio. Impredecible. Absurdo. Esos son los calificativos que me llegan a la mano. Al teclado. A los labios. Desazón. Confusión. Eso provoca hoy el mundo. A cada minuto incurrimos en cierto gesto de desconcierto, ese ladear ligeramente la cabeza para hurgarnos, dubitativos, cada vez en mayor peligro las certezas, el centro mismo del cráneo. Es posible que semejante sentimiento haya rodeado siempre a los humanos, sin importar la época o el sitio, y que precisamente la contradicción, lo impredecible y el absurdo, esa falaz trilogía, haya asolado ad aeternum, que al resultar el mundo siempre contradictorio, perennemente impredecible y soberanamente absurdo, ese haya sido siempre el sentimiento, el fatum —o la ananké— de sus desconcertados moradores, eso para que, en todas las épocas y sitios, los moradores, precisamente ellos, hayan incurrido una vez y otra en el ya citado gesto, el de desconcierto, ese ladear la cabeza para, llenos de dudas, hurgar el centro mismo del cráneo. O el parietal. O el occipital. O el frontal. O el pabellón auditivo. No importa el anatómico sitio.
Sería agradable determinar, así, llenos de certezas, de manera ecuménica, maniquea, la Verdad. La Verdad con mayúsculas. Mas en el mundo de hoy, para el ciudadano del mundo de hoy, ese heredero del polites ateniense que extrañamente somos hoy, eso es todo un oxímoron, un embrollo, hallar la salida en un cuarto de espejos: ante cada ser se levantan miles de puertas. De tal suerte puede uno preguntarse… entre tanto reflejo engañoso de puerta, ¿cuál es la puerta real? Y es que en el mundo actual, según quien informe, la filiación ideológica de quien informe, quién —o quiénes— sea(n) el (los) dueño(s) del medio que informe, el ser, el grupo mediático al que pertenezca, el partido, el gobierno, o el país al que se deba, así, de facto, se transmuta la verdad. Desde ya acordemos para esta acepción de “verdad” las debidas minúsculas.
Y es que nunca fue la verdad tan diferente de la Verdad. La información, pudiera decirse, siempre ha servido a credos, intereses y objetivos. El problema no es lo que signifiquen las palabras, sostenía Humpty Dumpty en Alice in Wonderland, el problema es quién tiene el poder. Ello toma caracteres de tragedia cuando en el mundo bulle hoy más información que nunca, cuando se accede a ella con mayor celeridad que nunca y cuando se concentra escandalosamente en grupos más encumbrados, más alejados del interés público, más sectarios y con mayor poder que nunca. Nuestra manera de estar en el mundo, en la vida, en nuestro tiempo, nuestro común lebensbelt, o el heiderggeriano In-Der-Welt-Sein, nos llevan a creer, sin embargo, que nunca fueron los mundos de los que se informa —y desde los que se informa— tan contrapuestos. Tan disímiles. Nunca. Y ello, oh, naturaleza humana, puede acaecer en un mismo país. Así es posible, por ejemplo, que para el New York Times Donald Trump sea engorrosamente calamitoso, mientras para la Fox News devenga pundonoroso salvador.
De eso fui testigo. De visita en USA, acogido en la residencia de un querido familiar, manifesté mi deseo de consumir mi dosis diaria de información, esa inveterada costumbre de indagar qué demonios pudo haber sucedido las horas anteriores en el pobrecito planeta. Y a la CNN acudí. Error, se me dijo. Indagué. Esos mienten, se me aleccionó, la verdad la tiene la Fox, por eso aquí vemos la Fox. ¿Qué de malo tiene la CNN?, indagué. Son comunistas, fue la respuesta. Horror. Juré que no lo sabía. Así pues, mero invitado respetuoso yo, hube de sentarme cada día frente a la Fox. Y he ahí que sufrí nuevo y mayor horror. Era inverosímil cuanto allí se decía. No era mi mundo. Era otro planeta. Los seres que yo tenía por buenos para la Fox eran malos, muy malos, y los seres que yo tenía por malos eran para la Fox muy buenos. Los hechos que habían sucedido desde siempre para mí de una manera, en realidad habían sucedido para la Fox de otra. Hasta hoy he vivido, me dije, en una suerte de universo paralelo, uno en el cual los hechos no habían resultado, ni resultan, ni evidentemente resultarán, causalidad mediante, los mismos. El mundo se me había puesto de cabeza, como la dialéctica en Hegel. Era el mundo según la Fox. Yo vivía en el otro. Mas si bien ello sucede en el interior de los países —en el caso que he narrado en el interior de USA— en el mundo, en el resto del mundo, los derroteros no eluden esas derrotas y los trenes no corren por otros rieles. Si el lector/espectador acude a Xinhua, Russia Today o HispanTv el mundo es uno. Si acude a BBC, El Mundo o al The Washington Post es otro. Un ser de otra galaxia podría recibir información de esos seis medios el mismo día, a la vespertina o matutina horas, y ¡no sabría qué diablos pensar! Millones de seres de este mundo tampoco. Los mundos difieren, los buenos y malos difieren, los hechos actuales difieren, la historia pasada difiere, el futuro, en consecuencia, difiere. Para mayor confusión asoman —y asolan— hoy las fakes news. En el lenguaje actual, este de No Verdad se le denomina Post Verdad.
Quizá siempre fue así, podría decirse. Si los hermanos Graco hubieran administrado un diario allá en la Roma del año 120 a.n.e., las informaciones suministradas desde ese medio plebeyo habrían diferido —¡y mucho!— del noticiario que podría haber regido el Senado. Si los metecos o los andrápodon hubieran regido un canal de TV en la Atenas de Pericles, ese canal habría diferido —diametralmente— del medio de prensa en manos del Areópago. Intereses. De eso se trata. Ideología, para ser menos peyorativo. Tal vez el fantasma del presente, esa sensación que llega desde nuestro estar en el mundo, o desde el zeitgeits, el hegeliano espíritu de la época, nos juega hoy una muy mala pasada: nos hace tomar por novedad lo que siempre ha medrado como costumbre. Arcaica, por demás. Y aparece ese retruécano: falsos positivos. El hecho es que resulta cada vez más difícil llegar a la Verdad. A lo falso y a lo positivo. Se me dirá que Verdad, así, con mayúsculas, no existe, que toda verdad llega ataviada de las debidas minúsculas y, en consecuencia, toda verdad deviene subjetiva. Mas… convengamos algo: si Pedro golpea a Federico, si el hecho tuvo miles de testigos, in situ y cercanos por demás, videntes, objetivos, nada lerdos, ni partidarios de uno ni amigos del otro, si el golpe fue oportunamente grabado, fotografiado, contrastado, científica, médica e irreprochablemente probado, si además Pedro se ha confesado —sin presión externa u objetivo espurio alguno— culpable, pues a eso puede llamarse Verdad. Con mayúsculas. Pero… he ahí que, en el mundo de hoy, unos y otros suelen presentar, a un tiempo, con todo el alijo de pruebas ya citado, ¡a Pedro culpable o a Pedro inocente!, ¡según sea el caso! No queda otro recurso que incurrir en el gesto, ese de hurgarse el parietal. ¿Cómo salvarse de ese absurdo?
Tradicionalmente se suele creer/descreer de lo informado desde el rasero de la ideología o los intereses. Esto si la ideología/intereses del receptor coinciden/no coinciden con la ideología o intereses del emisor. De ahí que mis familiares en USA crean a pie juntillas en la Fox y no en la CNN. Cuestión de ideología, evidentemente mis familiares, gente sencilla, carecen de intereses. Ellos creen dilucidar la Verdad, esa que exhibe mayúsculas, desde el credo. Sucede que todos, o la mayoría, tenemos un credo. Una ideología. Credo o ideología que, de hecho, puede actuar como express way para —supuestamente— llegar a la Verdad. Mas, eso es exactamente como creer en Zaratustra o… ¡no creer en Zaratustra! Eso lleva a una parte del mundo de hoy a enfrentarse a un medio de prensa, cualquiera que este sea, y de digno golpe y despectivo porrazo, sostener: ¡esta gente miente!, al tiempo que se toma otro medio, y no sin el decidido golpe y esta vez entusiasmado porrazo, sostener: ¡esta gente dice la Verdad! Si milito de cierto lado creo cuanto diga Bolsonaro, o Trump, o Viktor Orban, o Rafael Duterte, o Sebastián Piñera. O Zaratustra. Y los creo justos. Buenos. Honestos. Pundonorosos. Necesarios. Creo cuanto difunda la CNN o creo cuanto enuncie la Fox. Y así.
Existe, sin embargo, otra manera de creer. Creer desde el conocimiento. Desde la cultura. Desde el profundo análisis, desprejuiciado por demás, del pandemónium que es el mundo hoy y de la siempre muy compleja historia. Desde la honestidad. Desde la imparcialidad. Desde antecedentes. Desambiguando el cui prodest, las intencionalidades, los intereses, los objetivos, los fines, las causas, las condiciones, las posibles ganancias de quien informa y de lo que se informa. De las circunstancias, esas que rodean a los hombres, de las que hablara Ortega y Gasset. Humanos al fin, carecemos del don de la ubicuidad: no es posible estar al centro mismo de lo que informan unos y otros. No se toca toda la verdad, toda la realidad, no se la constata toda ella con los ojos. Imposible, de cada hecho, erigirse en testigo. Eso obliga a buscar la gran Verdad entre pequeñas supuestas verdades. Hemingway sostuvo que un escritor debía poseer un detector innato de mierda. Un lector/espectador de noticias hoy debe de tener un detector de falsedades. Se está obligado a la sagacidad en función de juzgar lo informado. En resumen: se está obligado a ser cultos. Elucidar Verdades (con mayúsculas) desde el análisis de las cada vez menos confiables verdades (con minúsculas) demanda cultura. Creer no demanda cultura. Puede uno creer, por ejemplo, en Zaratustra. Si tan solo se cree no se necesitan pruebas de que el tal Zaratustra exista. Y es que desde el credo se puede sostener sine veritas cualquier hecho. No se desambigua. No se demandan pruebas. No se investiga. No. Se cree. Eso basta para el creyente. Si se es fascista se creerá a los fascistas y hasta se negará el Holocausto. Es más digno del homo sapiens elucidar desde el conocimiento. Desde la cultura. Desde el profundo —y desprejuiciado— análisis del muy complejo mundo y la muy confusa historia. Nunca se ha vivido tanto asedio y descrédito ante el árbol de las certezas, el fantasma de los credos y la ruina de las instituciones.
En el mundo, hoy más que nunca, se necesita llegar a la Verdad desde la Cultura. Y pongamos a esa última palabra también las mayúsculas. Desde el saber. Mas he ahí que saber y cultura también están bajo asedio. He ahí que saber y cultura también están en descrédito en el mundo. Nunca han existido tantos alfabetizados, pudiera decirse. Cierto. Nunca tantos universitarios. Otra vez cierto. Nunca, sin embargo, tantos han resultado tan idiotizados. Nunca tantos presentes semejan estar ausentes. Nunca el polites de Pericles, ese ciudadano, entendido como sujeto de derechos políticos plenos, fue menos capaz de ejercer esos derechos. Nunca fue menos ciudadano y nunca fue más consumidor. Somos polites a los que han seducido desde el choteo enajenante del consumo material, desde el embrutecedor y banal espectáculo y desde los deseos, más fuertes hoy que nunca, de entretenimiento. Sin olvidar los sacrosantos populismos. Y desde el consumo, el espectáculo y el entretenimiento boga hoy urbi et orbi la mediocridad. Lo banal vano y venial.
Perdónenme, pero nunca un heredero de la Universitas magistrorum et scholarium, esa institución de estirpe carolingia, fue menos Universal. Nunca fue tan versado en la materia que ha estudiado y nunca ignoró tanto del mundo en el que vive. Cristiano Ronaldo, el Super Bowl, el Mall, Samsung o IPhone, los zombies, los vampiros, las doscientas sombras de Gray, Dan Brown, Paulo Coehlo, el niño mago Potter, los influencers, los ludópatas, los gamers, el sexo, la pornografía, los libros de autoayuda, los evangelistas, los pub, la droga, el alcohol, la obsesión por el cuerpo, los cigarrillos electrónicos, la belleza, la liposucción, los pechos de silicona, y los Gym —en detrimento del alma, el espíritu y la cultura—, a lo que se agrega la entronización de la ley del menor esfuerzo, ese desear ser genial en cualquier actividad humana de la mano de la lucidez instantánea, toda esa cohorte… ¡seduce y enajena a más y mejor hoy! Capea. Cunde. Hunde. Asola. Nunca en el mundo tantos millones habían resultado tan homogéneamente similares en sus imaginarios, sus prácticas, sus compras, sus lecturas, sus creencias, sus entretenimientos, sus preferencias, sus parloteos, sus expectativas, sus pensares y pesares, sus saberes o sus deseares como hoy día. Nos han homogenizado y pasteurizado.
Y, desde luego, a quienes venden todo cuanto resulta vendible hoy día eso les resulta en extremo profitable. Rentable. Deseable. Para vender de manera homogénea nada mejor que seres homogéneos. Para engañar de manera homogénea nada mejor que seres homogéneos. Y si ello sucede en un mundo que ha alcanzado la más alta calificación educacional y/o profesional, ¿qué sucederá con aquellos, esos otros seres del mundo a los que se ha negado —o ellos mismos por vocación se niegan— el debido conocimiento, los avatares de la historia, el necesario saber, la justa educación, la capacidad para evaluar y establecer los necesarios antecedentes de todo hecho, seres a los que han podado —o se han podado voluntariamente— la posibilidad o el placer de poseer cierta cuota de insobornable cultura, esa que, al decir de Martí, hace libres? El mundo ha alcanzado hoy las más altas cotas de alfabetización, educación escolar y profesional, sin que ello haya redundado en favor del logro de mayor cultura, menor enajenación, mayor certeza, menor banalidad, mayor felicidad, superior espiritualidad y exultante gozo y posesión de la Verdad. Y es triste eso. Muy.
La mayoría de los seres del planeta pueden hoy elegir —o, al menos en teoría, ser elegidos, después volveremos a esto— por sus congéneres. Votar. Decidir Gobiernos. Nombrar representantes. No son hoy mayoría los monarcas absolutos o los dictadores. No lo son. Al triunfar en los siglos XVII y XVIII las revoluciones burguesas clásicas —la inglesa, la francesa y la norteamericana—, la clase llegada al poder instauró de hecho —y de derecho— su dictadura. Y la instauró desde la limitación del voto. Desde la imposibilidad de elegir o ser elegido. Ello se limitó desde las barreras del sexo, la edad, la cultura, la etnia o raza, el poder financiero, llegado este desde el dinero o desde las propiedades. Desde entonces los excluidos, que constituían muy a las claras la extraordinaria mayoría, se coligaron en denodadas luchas en aras de lograr el derecho a elegir y a ser elegidos. Ahí estuvo, por ejemplo, el Movimiento Sufragista, ese que luchó —y logró— el voto femenino, patrimonio del siglo XX, en algunos sitios un siglo XX bien avanzado. O las luchas por los derechos civiles en USA, logrados también en reciente fecha en ese siglo. Hoy, en la mayoría del mundo, ya no se limita el voto por razones de sexo, edad, cultura, etnia, raza o clase social. Por suerte. Y es realmente grande, y meritorio, y exultante haberlo logrado. Tales derechos no fueron concedidos de buen talante por aquellos que detentaban el poder. No. Tales derechos hubo que lucharlos. Arrancarlos a quienes detentaban el poder. Los excluidos los arrancaron con sus luchas al poder. Y ello conformó la democracia que hoy se tiene. Las mayores cotas de democracia que alguna vez ha exhibido la humanidad. Congratulémonos por eso.
Mas, ¿de qué demonios ha servido esa democracia hasta hoy? Preguntémonos, ¿qué se ha logrado, y qué se logra cambiar hoy día con ello? Poco o nada. Entre otras cosas porque hoy, convengamos, no es la política quien gobierna. No son los políticos elegidos por la mayoría quienes lo hacen. Hoy gobiernan cada vez más las élites económicas y financieras. Ya esas no las elige nadie. Son tan imperiales y dictatoriales y ajenas a los intereses de la mayoría como lo fue Calígula. O Luis XV. O el Padrecito Zar. Las élites sirven intereses privados. Los suyos propios. De ahí que se tenga la tremebunda contradicción de que, en un mundo que ha alcanzado las mayores cotas de democracia de la historia, se haya alcanzado también la mayor cota de desigualdad de la historia. En un mundo donde todos elijen a quien desean llevar al poder, ese poder tiene menos poder que nunca. La democracia al uso hoy continúa siendo imperfecta. No democrática. Ilusoria. Entre otras cosas porque, si bien la mayoría en el mundo tiene hoy el derecho de elegir gobernantes y representantes, periódicamente, según establezca la Ley nacional de la que se trate, una vez elegidos y en funciones tales disfrutan de carte blanche para proceder como se les antoje, hacer todo cuanto sus electores no desean hagan, sin rendir cuentas jamás ante aquellos que los eligieron, ni en sueños preguntar a esos electores qué rumbos tomar, ni tan solo una vez tener en cuenta sus aspiraciones. ¿De qué sirve entonces elegir si el elegido, una vez elegido, elige a su vez hacer lo que se le antoja? Hemos tardado siglos en lograr que todos podamos elegir a seres que van a comportarse precisamente como aquellos otros, los anteriormente nunca elegidos. Ah, eso sí, antes de ser elegido el candidato de turno promete a quienes deben elegirlo un sinfín de cosas. Entregarles el Walhalla. El Paraíso terrenal. La vida eterna. El maná. Eso para, una vez en el poder, el Walhalla —y sus lindos sinónimos— sean malsanamente olvidados por el elegido.
No queda otro recurso a los electores que aguardar los años de rigor para elegir, ¡una vez más!, a otro, otro que incurrirá en idénticas promesas y similar olvido. Y así se deslíe la vida. Así el futuro. Así las esperanzas. No importa que los índices de aprobación de los elegidos moren en el subsuelo, que los partidos medren en el descrédito, que los políticos se llenen de burlones memes y el choteo y la burla los cubra de heces. Nunca se tuvo la oportunidad que lleva a todos a elegir y nunca esos todos fueron tan burlados. Nunca la elección de tantos contribuyó a tan poco. Elemento —desesperanzador, sin dudas— que llega desde la posibilidad real de ser elegido. Teóricamente, de derecho, por Ley, esta existe. En la práctica, de hecho, para ser elegido se necesita… dinero. Las campañas electorales, esas tan necesarias para lograr votos, al nivel que sea, se financian ¡con dinero! El que no lo posea, o no logre reunirlo, no será elegido. Práctica común es que el elegido sea financiado por las élites. Obvio: si el dinero llega desde las élites, el poder responderá a esas élites. Excepciones existen: ahí está esa muchacha, la Ocasio-Cortez en el Congreso de USA, en las elecciones legislativas del 6 de noviembre de 2018 ganó el escaño del distrito 14 de New York, por amplia mayoría, devino la mujer más joven elegida al Congreso en la historia de USA, según parece se negó a recibir financiamiento de las élites para su campaña. Pero esas son las raras y muy exiguas excepciones. En el Congreso de USA la mayoría la constituyen los millonarios. En los Congresos y/o Parlamentos del mundo se sientan, en su mayor porción, seres acaudalados, seres que han logrado pagar sus campañas políticas, han logrado pagar su vasta y cuidada educación, hijos de familias de clase media o alta. Muy pocos pobres, muy pocos humillados y ofendidos se sientan en los Parlamentos del mundo.
La democracia al uso hoy per se es ilusoria. Mediatizada. Y para los conservadores es… asunto terminado: estas cotas alcanzó; en estas cotas debe quedar. Para otros, entre los que me encuentro, es una institución, una práctica, un modus vivendi en construcción, un ente dialéctico, hijo de las luchas, de las aspiraciones, de las expectativas y anhelos de los pueblos, de las grandes mayorías. Urge, en consecuencia, lograr una democracia real. Urge hacer que los electores tengan el dominio de las acciones y rumbos y decisiones de los elegidos. Hacer a estos rendir cuentas. Invalidarlos, si es preciso, en el caso que no representen el sentir y el desear de la mayoría. Urge hacer que todo ser tenga la posibilidad real de ser elegido sin que el dinero, el poder financiero, ese fantoche, sea una vez más la express way. Urge tener al fin, plena y no mediatizada, la capacidad de levantarse como un verdadero polites: ese sujeto pleno en el ejercicio de los derechos políticos.
Mas… he ahí que en ese empeño surgen otros peligros. Al menos enumeremos dos de esos peligros. Busquemos esos peligros no en la siempre elusiva posibilidad o en la no menos elusiva teoría, sino en la fehaciente y contrastable realidad. Supongamos se halle el modo de lograr mayores cotas de democracia, mayor kratos para el demos. Presumamos que ese modo se lo arranquemos al poder. Que regresemos al ágora. Un ágora ahora 100 % inclusiva y total. Conjeturemos, pongamos por caso, que cada vez se empleen con mayor fuerza los entresijos de la llamada democracia participativa, citemos, por ejemplo, la herramienta del referéndum. Que se pregunte cada vez más a la mayoría qué desea. Supongamos por un momento eso. Y enunciemos tan solo dos de los peligros que pueden acechar.
El peligro No. 1 reside en preguntar a la mayoría en referéndum para, una vez esa mayoría decida, no hacer precisamente lo que esa mayoría decidió. Con el descrédito que ello provoca. En ello se incurrió en Grecia hace apenas unos pocos años, se preguntó al soberano —al único soberano, como lo llamaba Rousseau— si debía el país someterse a los dictados de la Troika europea o salir de la UE. El pueblo votó por lo segundo. El Gobierno hizo lo primero. Podrá argumentarse que a Grecia le era imposible o muy costoso o en extremo peligroso salir de la UE. Podrá decirse que el referéndum fue solo un mecanismo de presión a la Troika, un bluff. El hecho fue que el pueblo votó por esto y el Gobierno hizo lo otro. Ya antes el programa de Gobierno de Syriza era todo lo romántico que se deseara —¡de hecho era muy romántico!—, pero absolutamente impracticable: incrementar salarios, incrementar seguridad social, nivel de vida, salud, educación, pensiones. Recuerdo haberme preguntado, al leerlo por aquella fecha: ¿de qué financiamiento disponen para hacer esto? Sucede que los buenos y honestos no pueden prometer lo que no pueden lograr. Prometer no puede ser sinónimo de engañar. De engatusar. Dejemos eso a los malos y deshonestos.
El peligro No. 2 es en extremo desesperanzador. Hasta la sexta y séptima décadas del siglo XX asolaron en el poder regímenes dictatoriales de la mano de golpes de Estado. Dictaduras militares. Especialmente en África y América Latina. Dictaduras exhibió también la moderna Europa hasta bien entrado ese siglo. Los pueblos no eran culpables de tales sátrapas. No los eligieron. Eran primates llegados al poder con las manos llenas de sangre, manos que, empuñando fusiles o instrumentos de tortura, se llenaban aún más de la sangre de los pueblos que, por años, denodadamente, los enfrentaron. Trogloditas tomaban —y detentaban— el poder por la fuerza. Manu militari. Y aún, en el summun del desparpajo y el cinismo, llamaban a sus dictaduras “dictablandas”. Hoy, sin embargo, trogloditas llegan al poder ¡de la mano del voto de los pueblos! Trump, Bolsonaro y otros de esa estirpe llegan al poder de la mano del voto ¡mayoritario! de sus respectivos pueblos. Fueron elegidos democráticamente. He ahí que se echa mano al referéndum en Gran Bretaña y sucede que la mayoría decide el Brexit. Eligieron mal los pueblos, pudiera decirse. Eligió mal la mayoría. Asoma, en consecuencia, un axioma: alcanzar las mayores cotas de democracia demanda un ciudadano que posea toda la capacidad para ejercerla. Para decidir no basta la posibilidad. Es necesaria la capacidad. El polites, el sujeto de derechos políticos plenos, debe, por fuerza, ser culto. Y es que para elegir se debe decidir entre opciones. Recordemos a Sócrates: Solo si se conoce que es el bien y la justicia se puede realizar el bien y la justicia. Si no se reconoce el bien no puede elegirse. Una mayoría capaz de reconocer el bien —y para ello debe por fuerza de ser esa mayoría culta— no erraría.
De ahí que se regrese a lo antes enunciado: hoy más que nunca se necesita dilucidar la Verdad desde la Cultura. Desde el saber. Desde el análisis profundo y desprejuiciado —y no sujeto a populismos— ni al fantasma de los miedos de turno, esos que nos azuzan. Mayor poder en manos de las mayorías demanda una mayoría que no sufra de capitis diminutio para ejercerla. Demanda humanos cultos no idiotizados. Demanda seres cuya presencia no semeje una ausencia. Demanda un polites capaz de ejercer —inteligente y en plenitud— sus derechos. Demanda que el carácter de consumidor no actúe en menoscabo de la condición de ciudadano. Demanda que el embrutecedor espectáculo y el natural deseo de ser alegres no nos haga más veniales y banales y vanos. Demanda ser menos mediocres. Demanda ser más universales. Más cultos. Más capaces de entender y aprehender y domeñar las difíciles riendas de nuestro tiempo. Demanda preocuparnos menos por Cristiano Ronaldo, el Super Bowl, el Mall, Samsung o IPhone, los zombies, los vampiros, las doscientas sombras de Gray, Dan Brown, Paulo Coehlo, el niño mago Potter, los influencers, los ludópatas, los gamers, la pornografía, el succionador de clítoris Satisfyer Pro 2 Next Generation, los libros de autoayuda, las liposucciones, los evangelistas, los pub, la droga, el cigarrillo electrónico, los pechos de silicona, el alcohol, la obsesión por el cuerpo, la exterior belleza y la magia de los Gym ¡para hacernos cada vez más de alma armados, más espirituales, más profundos, menos banales, menos vanos, menos veniales, entronizar, en fin, el esfuerzo continuado por ser más cultos! Eso para, como sostenía Martí, ser libres. Libres de trogloditas y de mentiras. Solo entonces dejaremos de ser ovejas guiadas al matadero por pastores de engañosos y muy espurios cayados.
La cultura es la vía. La cultura y solo la cultura es el express way. El derrotero del conservadurismo y el fundamentalismo está en negarla. Desviarla. Adulterarla. Sobornarla. Idiotizarla. Sodomizarla. O vendernos una ajena. Mediatizada. Una que parezca cultura mas no lo sea. La derrota del conservadurismo y del fundamentalismo, la victoria de la honestidad y de los valores inalienables y más sagrados del hombre reside en el logro de mayor Cultura. Con mayúsculas. Mayor Cultura nos hará más capaces de identificar la Verdad. El bien. La justicia. Mayor cultura nos hará seres más felices. Solo más cultos llegaremos a elegir sin espejismos. A alcanzar y cuidar y acrecentar la democracia. Una real. Quizá en épocas pasadas los trogloditas eran fácilmente reconocibles, podría decirse. Recordemos algo: en las elecciones del domingo 5 de marzo de 1933, el NSDAP de Adolf Hitler resultó el partido más votado —17 millones de votos, ¡el 47,2 % del electorado de la muy culta Alemania!—. Solo seres cada vez más cultos y responsables del bien común, seres alertas, como lo pidiera Julius Fucik, estaremos a salvo de tales catástrofes.
Solo la Cultura pone a salvo de los trogloditas. Ahí está la frase cuasi simiesca del mismísimo Goebbels: “Cada vez que oigo la palabra cultura echo mano a mi pistola”. Los pueblos, cada vez que escuchemos a un troglodita, debemos echar mano a la Cultura. Solo la Cultura —con mayúsculas— hace caer las máscaras.