Enrique Labrador Ruiz, un autor para releer

Leonardo Depestre Catony
10/11/2016

A un cuarto de siglo de su muerte, Enrique Labrador Ruiz empieza a desdibujarse en la memoria de numerosos lectores, como si se tratara de un autor prescindible dentro de la literatura cubana, o un escritor no muy profusamente conocido. En realidad, tuvo “su tiempo”, que fue largo, pues se le leyó y publicó, se le juzgó y aprobó críticamente.

Aunque dicho más de una vez, es necesario repetirlo: durante la década del 30 del siglo XX se publicaron tres libros cuya prosa contendría elementos renovadores, fundacionales y un colorido distinto: la novela Écue-Yamba-O, de Alejo Carpentier; El negrero, de Lino Novás Calvo y El laberinto de sí mismo, de Enrique Labrador Ruiz, fechada en 1933.

Labrador Ruiz tenía entonces poco más de 30 años, y con la estructura de esa obra citada (integrada por tres secciones o segmentos), además de su carácter introspectivo e intención experimental, entregaba lo que denominó una novela gaseiforme, o sea, “que se halla en estado de gas, de un gas de novela”. Antes de irrumpir en la novela, se le conocía ya como periodista.

Nacido en Sagua la Grande en 1902, a los cuatro años la familia se mudó para Cruces. En 1921 se estableció en Cienfuegos y atendió los asuntos literarios en el periódico El Sol. Dos años más tarde fijó domicilio en La Habana, pero trabajando para el mismo periódico, que tenía oficinas en la capital, y alternando con el oficio de comisionista de comercio.

Tres años más tarde publicó una segunda novela, Cresival, la cual confirma la continuidad de su intención renovadora, como lo será también la tercera, Anteo, de 1940, culminación de su triagonía.

En el género de cuento escribió Conejito Ulán —tragedia de una solterona a quien la soledad la lleva a vivir en un mundo que si bien es irreal, está tejido a partir de una amarga realidad perfilada con toques sicológicos—, que le deparó el Premio Hernández Catá de 1946. Échese un vistazo a este fragmento:

 

Pasaban los años, y su hermosa mata de pelo, lo comprendió Maité, se iba poniendo mustia. Aquel madejón lustroso perdió brillo; su azul metálico tornóse borroso y triste. Y se decía Maité: «Parece que ya no me voy a casar». Era una pena; una carcomilla. Solo que su buen corazón se compensaba con los animalitos, cosa que es, según se dice, como doblar a lo bueno por atajo. ¡Qué manera de tenerles ley a los animalitos! No hubo pájaro alirroto, perro con moquillo, caballo con muermo ni vaca con cangrina o mazamorra que ella no curara enérgicamente. Piantes y mamantes dábanle infinita lástima, y el aceite de ricino, las hojas de yagruma, raíces de mastuerzo y otros remedios, hubo temporadas que se movieron tanto de la casa al corral como jícara en velorio.

 

Y si de periodismo se trata, ganó el Premio Juan Gualberto Gómez en tres ocasiones —1946, 1949 y 1951— por las crónicas Mérida, la enamorada; Ponce vivo y Buenos Aires a la vista, respectivamente. Súmese el Premio Nacional de Novela por La sangre hambrienta, en 1950. Afirman los especialistas que en su narrativa se perciben influencias diversas, desde autores contemporáneos de habla inglesa, hasta los clásicos del Siglo de Oro español y de la Generación del 98.

La producción se acrecienta con la novela La sangre hambrienta; los relatos Carne de quimera; y El gallo en el espejo, también colección de cuentos. Labrador viajó por Europa, deteniéndose en España, Italia, Suiza, Alemania, Holanda, Bélgica y Francia. En 1959 comenzó a trabajar como redactor en la Imprenta Nacional y un año después realizó un extenso recorrido por China, Checoslovaquia, Unión Soviética, además de integrar la Comisión Organizadora del Primer Congreso de Escritores y Artistas de Cuba, del cual nació la UNEAC. Colaboró en numerosas publicaciones, en medio de una etapa de intenso trabajo. Ediciones Unión publicó en 1970 una selección de sus Cuentos con prólogo de Humberto Arenal

En cuanto a la prensa, sus textos aparecieron en los periódicos Alerta, El País, Prensa Libre y El Mundo; en las revistas Chic, Mundial, Social y Bohemia; en las publicaciones literarias Espuela de Plata, Gaceta del Caribe, Orígenes, Revista Cubana, Unión, entre otras, además de  revistas de Chile, Estados Unidos, Venezuela, Argentina, México, Costa Rica, Guatemala, Colombia, El Salvador…

Un último libro de memorias y ensayos apareció en Miami, Florida: Cartas a la Carte, en 1991. Enrique Labrador Ruiz murió en esa ciudad el 10 de noviembre de ese año. En el 2000, la Editorial Letras Cubanas publicó un volumen de narraciones titulado Carne de quimera – El gallo en el espejo, que rompía un silencio editorial de muchos años tendido sobre este autor. Se trataba de un texto necesario con valor añadido: el de los apuntes muy cálidos del profesor Salvador Bueno, prologuista de la obra.

Considerado entre los autores de mayor trascendencia del siglo XX cubano, a 25 años de su partida, Enrique Labrador Ruiz merece una relectura.