Foucault, algunos años después…

Juan Nicolás Padrón
9/9/2016

Los franceses, independientemente de poseer una fértil tradición cultural de gran calado, por lo general han tenido mucho éxito para establecer a sus pensadores en la cultura occidental: saben “venderse” ellos mismos como intelectuales de vanguardia. Nombran sus tesis con impacto, casi siempre tienen buena “pluma”, resultan muy ágiles y oportunos en su promoción y publicidad, y tal vez por estas razones sus autores pueden vivir el momento de sus cumbres de aceptación. En los años 60 no era culto quien no se hubiera leído a Jean Paul Sartre, el único ganador del Premio Nobel que lo ha rechazado, y al morir en 1980, cuando se mencionó, fue para criticarlo; a partir de esa década la moda fue Michel Foucault, fallecido en 1984, a los 58 años, a causa del Sida, una enfermedad de la cual aún se conocía muy poco y con una leyenda negra aprovechada por sus adversarios para denigrar la imagen del gran pensador, a quien atacaban no solo por sus preferencias sexuales sino por sus juicios ante el ocaso de la modernidad. Los más jóvenes siempre han elegido como objeto de culto a un refutador de lo establecido en su momento, pues se trata del atractivo del parricidio, muy estudiado en la psicología social; por los 80 Foucault ganó suficiente prestigio entre ellos para ser el negador de Sartre. A más de 30 años de su muerte, parte de su legado sigue vigente, aunque no despierte el mismo interés o ya no esté de moda, ni pueda ser utilizado para obtener algún provecho propagandístico en interés de ciertas políticas de derecha.


Foto: Internet

Por otra parte, hay militantes conservadores de “izquierda”, que con finalidades propagandísticas ofrecen una imagen manipulada, simplificada y parcial de autores del Occidente primermundista, en ocasiones bajo la sospecha de la “teoría conspiratoria”, un argumento cierto a veces, pero otras, pretexto para mantener la inmovilidad del pensamiento: Foucault también fue blanco de ellos. El legado cultural de sus ideas sociales a partir de sus investigaciones, dejó un análisis crítico digno de tener en cuenta, más allá de sus exageradas posiciones unilaterales, de vez en cuando contradictorias; asimismo se le ha señalado, con cierta razón, que no aportó los fundamentos necesarios para formular una sólida resistencia. El escozor provocado en unos y otros bandos políticos en Francia por su violenta crítica frente a los grandes discursos y al modo pastoral de abordar el poder, mortificó a todos.

El dato de que Foucault era homosexual en un medio patriarcal, heterosexual y hostil a su preferencia, resulta importante para entender sus primeras motivaciones y búsquedas, pues el sufrimiento y dolor por la incomprensión a que fue sometido, le provocaron una profunda depresión que lo llevó al médico desde muy joven. Su acercamiento al estudio de la Psicología parte de este hecho, y posiblemente casi toda su obra esté marcada por ese trasfondo personal. Sin embargo, es necesario adentrarse en los contextos sociales y políticos que motivaron sus indagaciones y la situación histórica concreta que vivió, para precisar lo provechoso de las rupturas formuladas a partir de su circunstancia.

Foucault aportó nuevos derroteros a los historiadores ―a veces aún no muy bien aprovechados en Cuba―, y, entre otras cuestiones, amplió considerablemente el espectro de lo que debían conocer para desarrollar su obra. Inducido por Louis Althusser, fue miembro del Partido Comunista Francés entre 1950 y 1953, y después de este tránsito continuó siendo un pensador marxista sin partido, que vivió la época de los magnos discursos ―de izquierda y derecha― en Francia. El formó parte de una reacción, tanto apoyando a los que estaban en las calles en mayo de 1968, como teórica en la Academia, contra la derechización de la sociedad francesa y la dogmatización de los llamados marxistas y comunistas, al querer imponer un pensamiento totalizador que Occidente llamó totalitario. Fue un rebelde marxista, un subversivo de la dominación. Aunque Sartre lo acusara de intentar construir una ideología nueva, que a su juicio constituía “la última barrera de la burguesía” que se podía alzar aún contra Marx ―Foucault de inmediato respondió: “Pobre burguesía; si me necesitaran como barricada, entonces ellos ya habrían perdido el poder”―, en realidad siempre fue un crítico violento de la explotación del proletariado francés, un sistemático denunciante del carácter enajenante de la sociedad capitalista, a veces asumida por los llamados comunistas, en algunos casos sin darse cuenta. En sentido general, fue considerado terrorista e iconoclasta; por unos, neoconservador, y por otros, de extrema izquierda. Su vida revolucionaria mantuvo siempre un compromiso anticapitalista y su pensamiento se rebeló tempranamente contra un supuesto “marxismo” dogmático y economicista; sus tesis fueron utilizadas por la derecha para desprestigiar al socialismo, y por miopes “izquierdistas” que las criticaron inclusive sin analizarlas. Quizá, sin proponérselo, actualizó el marxismo como Antonio Gramsci.

Psicólogo dedicado al estudio de la locura y de la sexualidad, Michel Foucault ha sido considerado filósofo o científico social, y su reconocimiento mayor lo obtuvo como historiador de las ideas, aunque un elemento muy importante para la aceptación de su obra fue la belleza de su escritura. Sus temas de mayor vigencia se concentran en los estudios sobre las relaciones entre el poder y el saber, asunto transversal de casi todos sus libros. Rescató el pensamiento deconstructivo de Friedrich Nietzsche, se apasionó con las ideas sobre la conducta humana de Sigmund Freud y se deslumbró con los análisis sobre la angustia y los comportamientos de los seres humanos en la filosofía de Martin Heidegger. En 1966 publicó en Francia Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas ―primera edición en español: Buenos Aires, Siglo XXI, Argentina, 1968―, la obra que lo llevó a planos estelares de popularidad: partiendo de un debate sobre Las meninas, de Diego Velázquez, reflexionó sobre las representaciones y las clasificaciones practicadas a través de la historia del lenguaje, hasta llegar al reconocimiento del discurso científico. Después de publicar La Arqueología del saber en 1969 ―también editada en México por Siglo XXI en 1985―, un tratado metodológico y analítico que exploró los sistemas de pensamiento como formaciones discursivas en períodos históricos ―“epistemes”, para los especialistas―, su interés se inclinó más por explorar las relaciones entre la conciencia de los sujetos individuales y la definición del saber y su relación con el poder.

Su estudio sobre la historia de las ideas y sus posibilidades conceptuales para cada momento, provocó discusiones acerca de sus enfoques divergentes del historicismo teleológico y de algunos principios dialécticos y del progreso. Fernando Martínez Heredia en “Palabras inaugurales” ―publicadas en Inicios de partida. Coloquio sobre la obra de Michel Foucault, La Habana, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2000―, cita la suposición de un periodista a propósito de la publicación de La Arqueología del saber: “Usted parece tener una cierta distancia respecto a Marx y el marxismo…”; la respuesta fue clara y definitiva: “Yo cito a Marx sin decirlo, sin ponerlo entre comillas, y como ellos [se refiere a las revistas llamadas marxistas] no son capaces de reconocer los textos de Marx, paso por ser alguien que no cita a Marx. […] Es imposible hacer historia actualmente sin utilizar una serie interminable de conceptos ligados directa o indirectamente al pensamiento de Marx, y sin situarse en un horizonte que ha sido descrito y definido por Marx”.

Formado en la psicopatología, Foucault no abandonó sus convicciones esenciales marxistas, aunque sus análisis estuvieran singularmente dirigidos a la perspectiva unilateral de la arqueología de los saberes del sujeto ante sus relaciones con la genealogía del poder. No pocos ensayos, cursos y entrevistas suyos tributaron también a la teoría y la crítica literarias, por el peso que concedía al lenguaje. Nara Araújo y Teresa Delgado incluyeron en Textos de teorías y críticas literarias (Del formalismo a los estudios poscoloniales) ―México, Universidad Autónoma Metropolitana. Unidad Iztapalapa-Universidad de La Habana, 2003―, su brillante conferencia “¿Qué es un autor?”, dictada en 1969, y publicada en español en 1985, ante miembros de la Sociedad Francesa de Filosofía, en la que se presentaba por primera vez la idea de lo que posteriormente ha sido conocido como “muerte del autor”, al problematizar la noción de “obra” y de “individualidad” del autor, un tema hoy evidente con la Internet. El orden y el discurso, su tesis principal para el Colegio de Francia en 1970 ―Madrid, Tusquets Editores, 1999― estudia los procedimientos de control de los discursos, sus limitaciones, orden y análisis.

Posiblemente su obra más famosa sea Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, publicada por Gallimard en 1975 y traducida al siguiente año por Siglo XXI Editores, Argentina. En ella examina con detenimiento los sistemas penales en Occidente y compara sus mecanismos y funcionamiento, desde los suplicios y castigos de finales de la Edad Media, con su antología de horrores y crueldad, hasta las disciplinas panópticas y la prisión concebida por profesionales en el presente, con su poder destructivo invisible, extendidos a otras instituciones. Muchos otros textos de gran utilidad, resultado de cursos, conferencias y entrevistas, o libros concebidos por el autor, han sido publicados en español: entre ellos, las lecciones transcriptas de su curso Genealogía del racismo ―La Plata, Argentina, Caronte Ensayos, Editorial Altamira, 1976―; las entrevistas de Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones ―Madrid, Tecnos, 1981―, y sus últimas dos grandes producciones, publicadas en español póstumamente: Historia de la sexualidad ―Madrid, Editorial Siglo XXI, 1987, en tres tomos―, y Saber y Verdad ―Madrid, Ediciones La Piqueta, 1991.

La ponencia “De Marx a Foucault: poder y revolución”, de Jorge Luis Acanda, en el coloquio citado, recoge parte del diálogo entre Foucault y Gilles Deleuze publicado en 1972 bajo el título Los intelectuales y el poder, en que se defiende la sabiduría de las clases explotadas del capitalismo, un tema generalmente minimizado por algunas fuerzas de izquierda para libremente ejercer su papel patriarcal y paternalista. En la cita de Foucault se asegura: “el papel del intelectual ya no es más el de colocarse ‘delante y a un lado’ para expresar la verdad suprimida de la colectividad; más bien, es el de luchar contra las formas de poder que lo convierten a él mismo en su objeto e instrumento”.

Posiblemente el legado más fructífero de su obra se localiza en los estudios sobre el modo de abordar el poder como una relación de fuerzas, con las tesis sobre los “micropoderes”. Por ello, resulta esencial estudiar la construcción intencionada de la subjetividad, pues este proceso no es espontáneo. Como toda revolución recodifica, es imprescindible proyectar el saber estratégico nuevo. Foucault se dio cuenta de que la explotación en Marx no es una categoría absoluta de la Economía, porque la subjetividad también tiene su “modo de producción”. El capitalismo produce necesidades para procurar el consumo de sus mercancías; posiblemente su éxito mayor ha sido la producción de necesidades subjetivas que han conformado un modo de producción y han hecho dependientes de él a muchas personas, incluso a algunos de quienes se pronuncian por el socialismo y el comunismo. En la lucha contra el sistema de dominación capitalista, la construcción de saberes estratégicos apoyados en la desacralización de las subjetividades capitalistas, ha sido un capítulo relegado que necesita ser más atendido. Si bien el Che Guevara se empeñó en adelantar la construcción del “hombre nuevo”, hoy no alcanzamos el suficiente nivel de debate para desentrañar las relaciones entre el poder y el saber y su implicación en esa nueva subjetividad.

El socialismo estatalizado se ha mantenido demasiado tiempo defendiéndose de la maquinaria capitalista, desde la economía, el comercio y la diplomacia, hasta la guerra política y militar, y se ha paralizado un marxismo creador, capaz de actualizar la teoría del Estado capitalista, de analizar las complejidades presentes del Estado socialista, más allá de semejanzas en su estructura económica con el capitalismo de Estado, y de pensar la construcción de subjetividades hacia la necesaria transición de uno a otro sistema.  

Foucault describe la arquitectura del poder “microscópico” o “capilar”, que lejos del poder estatal y político, constituye un entramado de pequeños espacios de poder situados en la red social, que hasta mediados del siglo XIX no parecían importantes y quizá por ello no fueron atendidos por Marx. A partir de la segunda mitad del siglo XX, fue dejando de existir un poder único, y especialmente con la revolución cultural de los 60, se fue diversificado en múltiples relaciones de autoridad ubicadas en diferentes niveles sociales. Los sentimientos, el amor, la conciencia, los instintos, la voluntad y, en sentido general, la construcción de la subjetividad, resultó un factor de movilización y compromiso que en ocasiones ha decidido ―a favor o en contra― en la implementación de decisiones capitales o políticas instrumentadas a un nivel superior. Estas redes han actuado de manera sutil y hoy constituyen uno de los más complejos problemas cuando hay un cambio revolucionario, en que se refundan espacios, y no obstante el poder centralizado, siempre es en el mundo “capilar” social donde se deciden las legitimaciones prácticas más sencillas, pero decisivas para la consolidación o no de ese poder central.

En La microfísica del poder ―Madrid, Ediciones La Piqueta, 1978―, una recopilación de artículos y entrevistas, el análisis de estas relaciones se plantea no solo teniendo en cuenta un contrato social como legitimidad, sino contando con la dominación ejercida de manera represiva; para que este sistema funcione tiene que existir aceptación o sumisión de los dirigidos. El “soberano”, que en las repúblicas se supone que es el pueblo, posee una gran complejidad, pues existen cuestiones de género, raciales, generacionales, de ubicación geográfica, interioridades familiares, condicionamientos aceleradores o retardadores de grandes decisiones, grados de subordinación ocultos y problemas no visibles, para hacer efectiva la aplicación del poder. Para viabilizar cualquier sistema de dominación, siempre hay que contar con la existencia de estas autonomías escapadas de cualquier registro centralizado, que producen un conjunto aleatorio singular. Esta arquitectura de poderes en la actualidad se ha complejizado notablemente y amenaza la gobernabilidad, si persisten métodos de control obsoletos y no se tiene en cuenta este laberinto de poderes. Las decisiones tomadas al más alto nivel se catalizan o retrasan, se aplican mal, se minimizan o sencillamente se desconocen totalmente y resulta imposible llevarlas a la base, si no se atiende a la nueva cartografía. Las relaciones del poder y sus maneras de legitimarlas para que los efectos sean eficaces, pasan por la construcción de saberes estratégicos para conducir la conducta.  

Foucault sabía que el poder de la modernidad en su etapa superior funcionaba ya con muchos poderes pequeños que, como los rizomas de la raíz de un árbol, establecen diferentes relaciones con el poder central, y muchas de esas pequeñas raíces se organizan independientemente de la estructura económico-social de la raíz principal que define las relaciones sociales y políticas subordinadas a las económicas, una ley enunciada por Marx cuando se iniciaba la sociedad moderna capitalista. Conocer vínculos familiares, complicidades íntimas, sexualidades diversas, moral imperante, afinidades electivas, costumbres y hábitos, y un sinnúmero de asuntos de carácter psicosocial, forma parte esencial del entendimiento de las redes del poder. Resulta iluso instaurar hoy relaciones entre dirigentes y dirigidos, e intentar aplicar leyes, políticas y disposiciones, a espaldas de ese entramado. El método heterodoxo ―en realidad, “antimétodo”― que Foucault proponía para analizar este sistema, alteró el procedimiento de cómo se hacía hasta ese momento: es inservible ahora partir de las disposiciones de un “nivel central” y descender; hay que hacer un análisis ascendente desde los mecanismos de poder infinitesimales ubicados en la base, y de esas singularidades, con sus técnicas y tácticas propias para hacer o deshacer, interpretadas y transformadas ante la dominación, comenzar a construir un diseño de relaciones.

Para dominar la microfísica del poder hay que saber que nadie se parece a nadie, ni un grupo a otro, ni una clase a otra, aunque tengan el mismo nombre genérico en las tablas estadísticas. Las circunstancias de cada lugar y momento específicos pueden decidir el curso de un objetivo, son variables fundamentales, junto al actor social que encabeza el cumplimiento de ese propósito, para el destino de cualquier realización final. El poder no solo funciona encadenado, tampoco se localiza en un sitio, porque está en las redes, donde se mueven líderes de opinión, cambiantes según la ―su― circunstancia; el tránsito regular es transversal y muy ágil en comparación con las mastodónticas estructuras de los niveles superiores de dirección. Este panorama se ha potenciado extraordinariamente con la informatización creciente y sus redes virtuales. El problema que se le presenta al poder estatal centralizado hoy es el mantenimiento del diálogo con estos poderes microscópicos o capilares marginados y dispersos, que hacen una gran fuerza. El capitalismo se preparó para trabajar con ellos. La preocupación de Foucault hoy sigue vigente; todavía el socialismo carece de un saber estratégico para convivir con esa “capilaridad”, y ojalá que la relectura ―o lectura― de su obra, incite a un debate actualizado sobre los poderes y saberes de ahora mismo.