Golpe a golpe
2/8/2019
Nadie se hace poeta de golpe. Si el poeta nace o se hace constituye un enigma al que cada cual le da la respuesta que más se asemeja a su propia ejecutoria. Yo creo que el poeta se moldea, de afuera hacia adentro, con la temprana observación. Se construye, de adentro hacia afuera, aupado por la lectura obsesiva y la fundición en la fragua de la sensibilidad. La aleación se corresponde con un lenguaje al que los teóricos llaman idiolecto y yo prefiero decirle “voz”. Se confirma la existencia de un poeta cuando —de golpe— lenguaje y observación pactan a favor de la entrega de un nuevo fenómeno público que a nadie se parece.
Los golpes de la vida —tan fuertes, yo sí sé— hacen de todos los poetas, uno a uno o al bulto, un único hombre, arquetipo que sufre más de lo que se solaza en una dinámica de enfrentamiento diario con adversidades y realizaciones. Los objetos, cada vez más sofisticados y sustitutivos de la pericia elemental, llaman con insistencia hacia el sitio donde se concreta la imprecisa felicidad. El hombre-poeta universal está obligado a regresar a los inicios; a clonarse en la matriz de sus antepasados para descubrir, a bordo de la memoria, que en la vida elemental hay magia cantable, más que en muchas manufacturas de última generación, cada vez más laberínticas y frías.
En su poema “Historia del porvenir” Rafael Alcides deja constancia, sarcástica y fabulada, de ese proceso de deshumanización al que nos someten los objetos:
Cierto individuo fue llenando de aparatos su casa hasta convertirla en lo que parecía un laboratorio de física nuclear. Empezó por el teléfono, la radio, el refrigerador, la lavadora automática. Cuando una mañana de fin de año se apareció con el robot, ya viviendo en el piso cien de un rascacielos, quedaba en aquel apartamento justo el espacio indispensable para estar y moverse el individuo, quien a pesar de esta circunstancia no se resignaba a la idea de tener que regar las plantas y abrocharse los zapatos él mismo.[1]
El poema arriba citado continúa describiendo el proceso de disminución del individuo mientras los objetos se empoderan y apoderan de sus funciones vitales: todo es sustituido, hasta que la dimensión humana queda reducida a un pedestre estado museable: “…el retrato del individuo permanece todavía en la pared. Enigmática, pero también en memoria del individuo, se ha conservado sin restaurar la puerta del balcón y se le ha dado un nombre ‘Puerta de la paz’”.[2]
Todos los poetas son, también, un mismo sibarita que atraviesa los milenios temblando ante la misma puesta de sol, bien adentro de cualquier alborada, o pasmado frente al mar donde todo empieza mientras muere. Con esa actitud rinde su tributo al efímero presente, que pasa a ser un tiempo donde se sintetizan y concretan todos los tiempos. Todos los poetas viven y después escriben, pero con la apropiación del oficio la escritura se torna vida, discurre en su algoritmo funcional como si corporizara al incauto devenir. La poesía, a diferencia de otros géneros literarios, puede dar testimonio desde la ficción, o inventar la verdad, por ósmosis.
Veamos un fragmento del poema «Paseo», de Nancy Morejón:
Escribo lo que sueño.
Quizás sea un sueño
o un sencillo palacio en la memoria,
colocado en el tiempo de otro sueño.
Algo tuve. Algo pude tener. Algo perdí
y algo vengo a buscar
a este punto remoto del recuerdo.[3]
Caemos de plano entonces en los terrenos de la utopía, moldeada desde el sueño y la memoria en pos de visualizar un presente pleno. Cada poeta nace con predisposición para reparar, soñando, el futuro; para eso trabaja con ahínco toda su vida, lo construye con las herramientas de lo aprendido y lo convierte en altar: nadie aspira a vivir mañana peor que hoy, aunque de cara a ciertas nostalgias muchas veces acepte hacerlo como ayer.
De todos los bienes que posee el hombre, la palabra seguramente es el más valioso. Ella ha acompañado a todas la realizaciones humanas y es la dueña de la última opción: al acto comunicativo. Todo se recuerda gracias a ella. También acompaña a las vilezas, al engaño, a la estafa, a las fake news, pero en sus propios dominios se sintetiza el antídoto para desarticularlos, o cuando menos denunciarlos. El poeta, como artífice de la palabra, debe ponerla al servicio del crecimiento y la equidad humanos. Prácticamente todos los poetas le han rendido tributo explícito a la palabra. Casi al azar ejemplifico con un texto de Blas de Otero, sufriente por su España herida con la secuelas de la siempre sangrante guerra civil:
En el principio
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.[4]
Pero la poesía no es solo palabras, como nos hiciera ver, entre otros, Roque Dalton. Como filosofía para entender, asimilar y transformar el mundo, la poesía se apoya en columnas conceptuales mutantes donde los preceptos se relevan unos a otros en el alma de las convenciones, las épocas y las aventuras estéticas. Un edificio compuesto por la suma de subjetividades, cada cual más diversa, tipifica a las poéticas y a sus portadores.
Golpe a golpe, verso a verso, uno sobre el otro, al modo machadiano, delineamos el ritmo de nuestros desvelos en el reino de la poesía. Con palabras recorremos el tiempo. Hacemos camino al andar.