Gore Vidal en las manos de Assange
15/4/2019
Las noticias sobre la aprehensión en Londres del activista político Julian Assange, arrojado de la embajada ecuatoriana en la capital británica al ser invalidado por el gobierno de Lenin Moreno el estatus de asilado concedido por Rafael Correa, circularon acompañadas por una foto: las manos del cofundador de WikiLeaks en el momento de la detención portaban un ejemplar del libro Historia del Estado de Seguridad Nacional, del escritor norteamericano Gore Vidal.
El volumen recoge una serie de entrevistas realizadas a Vidal por Paul Jay, editor principal de Real News Network, en las que el primero describe su larga relación conflictiva con el poder en su país y penetra a fondo las estructuras de dominación internas y externas de una nación que se presenta ante el mundo como un dechado de virtudes democráticas negadas en la práctica consuetudinaria.
Para Assange, como para muchos otros, Gore Vidal (1925-2012) es un símbolo de honestidad intelectual y del pensamiento crítico norteamericano, del cual no se habla lo suficiente en los medios de comunicación masiva.
El Vidal más aplaudido, el novelista, no es el Vidal más incómodo, el autor de lúcidos y agudos ensayos antisistémicos. No es que varias de sus novelas dejen de develar las sombras de una sociedad cosméticamente presentada como la meca de las libertades; tal dirección aflora de alguna manera en las ficciones Burr (1973), Lincoln (1984), Imperio (1987), Hollywood (1989) y una de sus producciones crepusculares, La edad de oro (2000). También generó controversias por la defensa del amor homosexual en su novela de juventud La ciudad y el pilar de sal (1948).
Ovacionado y editorialmente exitoso por las novelas históricas En busca del rey (1949) y Juliano el Apóstata (1964), aprovechó la fama para dar rienda suelta a su visión amarga y demoledora sobre los Estados Unidos.
Uno tras otro vinieron libros como La segunda Revolución Americana (1982); ¿Armagedón? (1987), en el que hace trizas a Ronald Reagan; Decadencia y caída del Imperio Americano (1992), Estados Unidos 1952-1992 (1993), y El último imperio (2001).
Paralelamente trató de desarrollar una carrera política dentro del Partido Demócrata y hasta llegó a ser el más votado en la historia de esa formación política en el distrito neoyorquino Hudson River, bastión del conservadurismo, en las elecciones congresionales de 1960, aunque no logró el escaño. En 1992, residiendo en la costa oeste, trató de escalar al Senado, intento infructuoso, pese a contar con los apoyos de figuras del mundo del espectáculo como Paul Newman y Joanne Woodward. Vidal era conocido en los predios de Hollywood por sus colaboraciones en la monumental Ben-Hur, ¿Arde París?, Calígula, Gattaca y telefilmes como Billy the Kid, protagonizado por Val Kilmer.
Ese Vidal levantisco y polémico fue el que tuve la oportunidad de conocer durante su visita de cinco días a Cuba en diciembre de 2006. Me habían dicho que Vidal era un individuo ácido, ríspido, poco accesible. Incluso que con la edad había aumentado su perfil cínico. Quienes lo tratamos advertimos en él a un hombre lúcido, inteligente, agudo y sincero, que llamaba a las cosas por su nombre y manejaba la ironía y el sarcasmo. Un hombre con fobias personales, y un ser capaz de conmoverse como un simple mortal dotado de sensibilidad, especialmente en tres momentos: la noche que asistió a la cantata por la paz que la trova y el rock dedicaron a la memoria de John Lennon; la jornada que compartió con los estudiantes de la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM); y los minutos en que confrontó sus sueños de juventud con Alicia Alonso, a quien había conocido en el Nueva York de los 40, cuando el novelista en ciernes quiso ser bailarín.
Más de una vez pude conversar con Vidal. En mis registros quedó una frase que condensó las críticas a la administración de George W. Bush: “Vivimos bajo una dictadura; eso es lo que ha instaurado en Estados Unidos el actual equipo de gobernantes”.
En otro momento indagué si sabía el origen del desconocimiento que él y la mayoría de sus colegas tenían sobre Cuba, y respondió: “Los intelectuales no nos salvamos de algo tan evidente como que la población norteamericana sea una de las más ignorantes del planeta. Paradójicamente creemos saberlo todo y nada sabemos. Habría que repartir la culpa entre gobernantes, instituciones, medios de prensa y una idiosincrasia que nos ha hecho creernos los mejores”.
Pisé el acelerador y solté: “Dicen que usted es un mal americano por las críticas demoledoras que hace y porque nada de lo que sucede en Estados Unidos le parece correcto”.
Tomó un respiro y ripostó: “Es curioso que alguien pueda decirlo, porque en realidad me siento, como van las cosas, más bien como el último buen americano. Al menos soy un americano que me preocupo por defender la ética y la historia de mi país, por ver si volvemos a ser decentes y respetados. Sueño y trabajo para que no nos arrebaten más la república que alguna vez fue los Estados Unidos”.
Gore Vidal demostró ser un ciudadano que nada tenía que perder.