Confesarse es difícil. Liberar el alma de pecados: imposible. Todo esto se agrava y se manifiesta cuando se pretende ser modesto, y, a la vez, promocionar lo que hacemos cuando te preguntan manías, hábitos, horarios, influencias, personajes favoritos, relaciones familiares y /o con otros creadores, etc. Como es natural, hablaré a título personalísimo.

“Confesarse es difícil. Liberar el alma de pecados: imposible”.

Empiezo por decir que al margen de eso tan intrigante y gastado llamado “musa de la creación”, que es algo parecido a la inspiración, necesito sentir presión para escribir. Lejos de padecer pánico ante la página en blanco (otro cliché), cada día lo comienzo sentada frente a mi máquina, y escribo ALGO. A veces brota una estampa de corrido, sin parar, o un cuento casi siempre humorístico, o de golpe siento la necesidad de sacarme alguna pena del alma, y tecleo frenéticamente un texto evocador, pero en muchas ocasiones, solo soy capaz de imaginar un título, o un tema, o un final. En cualquier caso, lo dejo escrito para después.

Siempre recuerdo un consejo de mi admirada narradora Luisa Valenzuela, que dice “debemos dormir con una libretica al lado de la cama, porque las mejores ideas, y los títulos más originales, siempre llegan a punto de dormirnos, y hay que escribirlos pronto, antes de que se escapen”. Lo recuerdo, pero no lo cumplo. ¡Y lleva razón la gran escritora! ¿Cuántas veces, ya en estado de duermevela, se nos ocurren posibles asuntos llevables a la literatura, que confiamos recordar al día siguiente, y no sucede así? En mi caso, confieso que muchas. Pero siempre olvido la dichosa anotación, de modo que en cuanto me despierto, me siento frente a mi PC, con la esperanza de que algo que pensé en la noche, pueda traducirlo en palabras. Por cierto, ese despertar es muy temprano. Alrededor de las 4 o a más tardar las 5 de la madrugada, ya estoy en pie. Me gusta mucho escribir cuando reina silencio absoluto. Luego el día se contamina de ruidos, de olores, de reclamos y de fastidios que entorpecen la paz que necesito.

“Escribir me salva, me anima, me compromete, y me divierte enormemente”.

Desde hace algunos años me dedico a un género literario un tanto pasado de moda: la crónica, también llamada estampa, o literatura costumbrista. No abandono del todo mi gusto por la cuentística, pero demoro más que antes en armar un libro. Después de más de diez volúmenes de narraciones, y de treinta años de ser escritora, ahora me divierto más. Sobre todo si siento presión, como ya dije. Quizás mi profesión original, la Medicina, siempre urgente, siempre bajo fuego, siempre precisada de decisiones veloces, influya en esa necesaria prisa que requiero para crear.

Escribo para La Jiribilla, su columna “Hablando en plata”, que es la más antigua de todas, y la que más me divierte, porque es muy de actualidad, muy efímera, y me exige muchísimo. La mayoría de las veces, “Hablando en plata” refleja lo que está sucediendo ahora mismo en una tienda, en una casa, en una familia, y, obviamente, lo que me sucede a mí, a mi pareja, a mis hijos, a mis amistades. Luego de ser publicadas en esa revista digital, las comparto en mi Facebook, para que quienes suelen leer mis textos, estén al corriente sin necesidad de entrar en ninguna publicación nuestra, que sabemos exige gastar dinero y tiempo. Compartir al gran (e implacable) público de las redes mis estampas no es un acto de vanidad: más bien es un riesgo. Y empecé a hacerlo durante la pandemia, porque sentí que contribuía a disminuir el terror que sufrimos en esos tiempos. Creo firmemente en la utilidad del humor, en la sanidad de la risa, en el beneficio que produce sonreír. Leo mucho humor, me refugio en la literatura humorística, y vuelvo una y otra vez a los mejores exponentes literarios que conozco de dicho género: Mark Twain, Will Cuppy, David Sedaris, Evelyn Waugh, Kennedy Toole, Roberto Fontanarrosa, Elina Berro, Eladio Secades, Héctor Zumbado, Francisco Chofre, entre otros.

Por último, durante un tiempo, sostuve una columna, a la que nombré “Parece que fue ayer”, en La Ventana. Ahí conté de mi niñez —que fue particularmente feliz— y evoco a mis padres, y a sus amistades. Aunque añoro con intensidad la presencia de quienes ya no están de este lado de la luna, intento que los textos no contengan escenas tristes, más allá de mi propio dolor, y del cambio brusco que ha tenido mi vida a partir de la muerte de mis progenitores, que fueron, sin lugar a dudas, mis grandes interlocutores, mis profesores, mis críticos, y mis más severos entusiastas. Comencé dicha columna el día del primer aniversario de la desaparición de mi padre, el 20 de julio del año 2020, con un artículo llamado “Hace un año”. Luego, evoqué a mi madre (“La de Juan”), y en septiembre apareció “Mario”, conmemorando el centenario de Benedetti, y más tarde hablé de Eliseo, y de María Lastayo. No puedo adelantar más, pero pretendo reverenciar a muchos intelectuales, hombres y mujeres, que marcaron mi infancia, sin yo saberlo en esos momentos, y dichos textos, si fuera posible, aparecerán en un libro con el mismo nombre del espacio que me brindó la Casa de las Américas, cuyo sesenta y cinco cumpleaños estamos celebrando. Para resumir, diré que escribir me salva, me anima, me compromete, y me divierte enormemente.

2