Esta es una historia que jamás ha sido contada. Ha estado envuelta en la vergüenza, ha sido escondida. O acaso, por ser tan repetida, tan cotidiana, tan… ha perdido el asombro.

Me estrené como periodista en el oriente del oriente, en aquella crisis de los noventa llamada eufemísticamente período especial. Nunca se me olvida que tuve que acudir a una de mis primeras coberturas, con mi único par de zapatos: unos tenis rotos, desahuciados, de campaña, cuyos huecos habían sido disimulados con etiquetas de ajustadores (sujetadores femeninos).

Algunos por detrás me apodaron “el correo”, por tantos sellos.

El periódico me envió a un evento que exaltaba los valores de la mujer joven, en un escenario informal, en un descampado, bajo una red. Mientras yo trataba de esconder mis pies, la presidencia que me quedaba justo al frente, exhibía un calzado reluciente. Cada vez que doblaban las piernas, yo me imaginaba con uno de aquellos zapatos. Me concentré tanto en la peletería que el artículo publicado no despegó un ápice, me salió anémico, desinflado, triste.

“Yo no sabía de marcas, no reparaba en eso. Un zapato era un zapato, sin más complicaciones”.

Yo no sabía de marcas, no reparaba en eso. Un zapato era un zapato, sin más complicaciones. Hoy, con un poco de camino, cuando levanto aquel recuerdo congelado, puedo asegurar que tuve frente a mí algunas marcas de calzado de las que tantos codician.

Andando el tiempo, en otros escenarios, pero en la misma batalla, debía entrevistar a una personalidad de la cultura cubana, a un músico camino a la leyenda. Tocaba el turno a unos mocasines hermanados en el desgaste con los tenis del inicio. Como Violeta, con ellos anduve montañas y charcos.

Me fui al diálogo con mis apuntes, mis ideas y mis mocasines. En el desarrollo de la conversación, en medio de muchas emociones, olvidé la promesa hecha a mí mismo de no despegar los zapatos del suelo y… un hueco, disimulado con una plantilla interior, se hizo visible. Vi al solista levantar las cejas, enviarme una mirada de conmiseración y corregí inmediatamente mi posición.

Nunca se habló del tema, pero al despedirme, sentí unas palmaditas detenidas en mi hombro.

“Pudiera estrenar una serie, sumar varios capítulos del ayer, del ayer reciente y de ahora mismo”.

En otra ocasión, fui encargado de mostrarle la ciudad al director de una revista japonesa. Todo caminando, me pidió el visitante, que sabía perfecto español. Así es que se conocen los lugares, remató. Y cuando ya se hubo mostrado esto y aquello, le dije a Kenji que lo sentía, que no podía seguir acompañándolo. Empecé a cojear ligeramente. Mi zapato derecho tenía un hueco justo en el centro, y el refuerzo que le coloqué por dentro, había cedido. Al ayudarme a reponerme se dio cuenta, aunque tampoco dijo nada.

No había pasado un mes cuando recibí una llamada. Desde la Tierra del Sol Naciente, me habían enviado un fabuloso par. También amanecía para mí. Casi daba pena poner a aquellos zapatos imperiales a enfrentar el polvo, el sol, la fragua de un cubano de a pie.

Pudiera estrenar una serie, sumar varios capítulos del ayer, del ayer reciente y de ahora mismo. Los zapatos se han ido al cielo (A lo Villena: ¡Estas alas tan cortas y esos precios tan altos!). Tal vez hemos sido desagradecidos y deberíamos tener una sala, un rincón, prender una vela por esos zapatos cosidos, pegados, ensamblados, inventados, enviados desde el otro mundo, sobre los que hemos vivido.

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