La primera parte del tema que hoy me ocupa, publicada el pasado 31 de octubre, termina con el siguiente párrafo:

Mi objetivo esencial con todo este análisis es poner el dedo sobre una estela que debe ser vista con un criterio de interpretación histórica. Solo con el prisma de la defensa argumentada, uno logra explicarse algunos acontecimientos culturales y sociales ocurridos en América Latina. Empleando el argot de un antiguo fotógrafo sería más o menos así: sistema de enfoque, poder resolutivo e impresión por contacto.

Una vez hecho este recordatorio, continúan mis interpelaciones: ¿por qué cuando se nos pregunta el origen del teatro latinoamericano, lo asociamos de inmediato con el teatro griego, con el romano, con el teatro evangelizador o con el teatro español que se instaló en nuestro continente durante el período de transculturación? Sigo preguntándome: ¿qué nos impide buscar los orígenes del teatro latinoamericano en el “Festival de los Elotes”, en “El baile de los gigantes” y en cuanta ceremonia ritual se hacía en América Latina, fuera perteneciente a las grandes civilizaciones o a las llamadas civilizaciones de mediana o sencilla cultura? Pero si de interrogantes se trata, bien vale la pena hacernos otras tres: cuando se estudia la historia del teatro latinoamericano, ¿es un pecado buscar también la huella de África?, ¿suena disonante decir, incluso, que el teatro universal pudo tener sus orígenes en las ceremonias y los ritos africanos?, ¿acaso los ingredientes negros no son principalísimos como parte de la cultura, la sociedad y la identidad de Nuestra América?  

“Analizar el pasado desde la luz del presente puede conducirnos a ser hombres y mujeres más comprometidos con la cultura, la sociedad y la identidad de Nuestra América”.

Decía el poeta Nicolás Guillén:

¿No tengo pues
un abuelo mandinga, congo, dahomeyano?

………

¿Sabéis mi otro apellido, el que viene
de aquella tierra enorme, el apellido
sangriento y capturado, que pasó sobre el mar
entre cadenas, que pasó entre cadenas sobre el mar?

Lúcido el poeta. Para entender la identidad exterior que lo rodea, busca primero la identidad íntima, se sumerge en los cauces remotos de su propia sangre y hace desde allí una interpretación individual de África.    

Las preguntas anteriores encuentran respuesta en la siguiente afirmación: cada día se subvaloran más las raíces autóctonas; una realidad que, lamentablemente, está presente en América Latina no solo en las escuelas de arte, sino también como parte del sistema de enseñanza general. Y si ahora lo que estamos intentando hacer es acercarnos a los verdaderos orígenes del teatro latinoamericano, ¿por qué entonces establecer una marcada diferencia académica entre la llamada teatralidad y las ceremonias rituales?   

“¿No tengo pues un abuelo mandinga, congo, dahomeyano?”

Tratando de cerrar más el círculo, veamos el problema a partir del concepto de teatralidad: conjunto de signos textuales, corporales y audiovisuales presentes en un espacio textual o escénico y que interactúan entre sí ante un lector o espectador. Basándonos en dicho concepto, y omitiendo las palabras “textual” y “lector”, podría esbozarse también un significado precolombino: conjunto de signos corporales y audiovisuales que se hacían presentes en un espacio escénico determinado y que interactuaban entre sí ante un espectador. ¿Acaso no se ajusta esa definición a las ceremonias rituales que ocurrían en nuestra zona geográfica?, ¿acaso esas fiestas prehispánicas no eran una suerte de espectáculo teatral?, ¿acaso aquí el ritual no es un germen de la creación escénica?, ¿acaso no estamos hablando de signos teatrales? Sí, mil veces sí, porque en aquellas ceremonias aparecía el resumen de la vida misma: tradiciones, costumbres, música, danza, ritos religiosos, leyendas, juegos, necesidad de perpetuarse, héroes, muerte, glorias guerreras, etc.

“¿Acaso esas fiestas prehispánicas no eran una suerte de espectáculo teatral?”

Detengámonos en Rabinal Achí, una pieza teatral de origen maya que sobrepasa el título de representación y asume, con todas las de la ley, la categoría de obra de teatro. Cuando se “descubrió”, tal vez el verbo más utilizado en América Latina, se dijo que… En fin, no hace falta decir lo que se dijo. Fue en 1856 cuando se “descubre” Rabinal Achí, también conocida como El varón de Rabinal, una puesta que llevaba más de 300 años representándose, otra verdad (incuestionable) que de inmediato me provoca dos nuevas interrogantes: ¿qué hacían esos colonizadores, hacia dónde miraban, en qué mundo creían estar?, ¿cómo es posible que Rabinal Achí fuera “descubierta” en 1856?  

Pero hay más: se traduce y publica en 1862 (traducción al francés) por el mismo etnógrafo y sacerdote católico francés de nombre Charles Étienne Brasseur de Bourbourg (1814-1874), que mencioné cuando me detuve en el Popol Vuh. Sí, asimismo, ese sacerdote residía en la sede de San Pablo de Rabinal, perteneciente al departamento de Baja Verapaz, en Guatemala. Gracias a él cobró fuerza el Popol Vuh y conocimos la obra Rabinal. ¡Bendito sea este sacerdote!, exclamaría emocionado algún devoto del siglo XXI, al darse cuenta de que aquel francés, sin ninguna duda, era un enamorado de la cultura maya. Pero no es hasta 1929 que aparece su traducción al español, esta vez gracias al escritor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1901-1992). Repito el año en que aparece su traducción al español: 1929. ¿No resulta inverosímil?, ¿puede existir un mejor ejemplo de exterminio, de silencio profundo, de matar la memoria de la hierba o de pensamiento excluyente?

Leer Rabinal Achí es una forma de adentrarse en la magia de la gran civilización maya.

Eso sí, yo siempre recomiendo la lectura de Rabinal Achí, un espectáculo que incluye diálogos, música, danza, mimo y poesía, todo ello en torno a un tema épico y religioso, cuya esencia son las epopeyas bélicas de dos tribus en disputa. Leer Rabinal Achí es una forma de adentrarse en la magia de esa gran civilización americana.     

Cito ahora al catedrático mexicano Armando Partida Tayzán (1937-2025):

…las danzas y cantos dedicados a sus múltiples dioses, sus trajes y atavíos, sus aderezos de plumas y joyas, sus máscaras al igual que la pintura en sus rostros y cuerpos y sus trajes de aves y animales, los disfraces, efectivamente hablan, por su similitud, con los signos teatrales, de un maquillaje, vestuario, mímesis, escenografía y un escenario…

¿Cómo entonces no considerarlos signos teatrales, dónde está la contradicción que nos aleja de esa afirmación anterior?

¿Adónde hubiera llegado Nuestra América de no existir en la historia un 12 de octubre de 1492? 

Antes de concluir esta parte y continuar avanzando, quiero referirme a otros ejemplos que, en nuestra zona geográfica, coincidieron con los griegos, en este caso relacionados con la civilización azteca. Hablo de la “Danza Conchera”, de la “Danza Quetzaicóatl” y de la “Danza Xipe Totec”. Las tres tienen  similitudes con los llamados “ditirambos” griegos. Claro, a estos últimos, con el tiempo, le fueron incorporando, primero, frases repetidas, luego coros y más tarde diálogos. Los nuestros, de este lado, no pudieron incorporarle nada, pues con la llegada de los conquistadores y colonizadores todo quedó mutilado e inconcluso. Siempre me pregunto: ¿adónde hubiera llegado Nuestra América de no existir en la historia un 12 de octubre de 1492?

Cito ahora al historiador, filólogo y sacerdote católico mexicano Ángel María Garibay (1892-1967):

Difícil es hallar en la historia de los cultos religiosos uno de ritual más aparatoso y complicado que el de los antiguos mexicanos… Si el término teatro dice referencia a la contemplación de los ojos, había aquí una vistosa serie de espectáculos, que eran solamente soporte de música instrumental y del canto. Aquí y allá percibimos los vestigios de la farsa. En este punto, como en tantos otros, fue la emoción religiosa la que creó el espectáculo y la literatura que en este espectáculo se encarnaba.

Dándole vuelo a la idea anterior, se hace necesario un viaje histórico por algunos senderos de ese mundo que, aunque nuestro, y por un sinfín de razones, sigue siendo desconocido para una gran mayoría. Veamos algunos nortes o huellas de la civilización azteca.

Bueno, qué más decir, la ciudad como tal fue conquistada por Hernán Cortés en el año 1521 y poco a poco fue enterrada, literalmente enterrada, pues sobre ella comenzó a construirse la Ciudad de México. Dígase así: caminar hoy por las calles de la capital mexicana, es caminar por encima de Tenochtitlan; al punto de que todavía en el año 1978 se continuaban “descubriendo” huellas, como fue el caso del Templo Mayor, que era el principal edificio sagrado de la antigua capital azteca.  

“… caminar hoy por las calles de la capital mexicana, es caminar por encima de Tenochtitlan”.

Pero si de los aztecas se trata, habría que acercarse, de igual forma, a cómo ellos tenían concebida la educación (basada, esencialmente, en la costumbre y la dedicación a la familia). Acercarse a cómo ellos tenían concebida la organización social (dada a través del llamado Calpulli, territorios en los que estaba dividido Tenochtitlan. Ese Calpulli era la base de la estructura política, económica, social, religiosa y militar de los aztecas). Y otro aspecto a destacar sería el arte: arquitectura, escultura (monumental), orfebrería, cerámica y plumería (una de las expresiones más originales de los aztecas).      

Ah, pero nunca olvidar la música, la danza, los signos teatrales y la literatura (códices). Dicho sea de paso, los códices eran libros en papel de amate o piel de venado, doblados a la manera de un biombo. Hablo de escritura pictográfica, de dibujos figurativos que servían para recordar narraciones históricas, religiosas o litúrgicas. Menciono entonces al llamado “Borbónico”. Repito el nombre: “Borbónico”. Ahora bien, ¿y por qué ese nombre?, ¿a quién se le ocurrió llamarlo así? La respuesta se relaciona con el lugar donde está conservado desde 1826: Palacio Borbón, a orillas del río Sena. ¡Imagínese usted! Un códice mexica precolombino atesorado como reliquia en la Biblioteca de la Asamblea Nacional de París, Francia. Curioso, ¿no?

Como pudo apreciarse, me detuve en algunos nortes o huellas de los aztecas; porque el mundo actual, la mediocridad del mundo actual, unida al ya peligroso dominante digital que diariamente nos envuelve, hace que estos  temas sean cada vez más lejanos y ausentes. Dicho de otra manera: analizar el pasado desde la luz del presente puede conducirnos a ser hombres y mujeres más comprometidos con la cultura, la sociedad y la identidad de Nuestra América.

“… los códices eran libros en papel de amate o piel de venado, doblados a la manera de un biombo”.

Me había detenido en los aztecas; pero, tratándose de México, ¿es o no es necesario ahondar también en otros pueblos originarios de ese país?, ¿estamos o no estamos en presencia de una nación pluricultural? Incluso hoy en día, se hablan allí unas sesenta lenguas indígenas y existen grupos como los nahuas, zapoteco, mixteco, mazateco… Sin embargo, ¿por qué México es hoy, después de Brasil, el país más católico del mundo? Hay que ir a las raíces, a los orígenes, hay que ir a la fundamentación histórica, ya que todo tiene su explicación.           

¿Y los incas? A mí me fascina la mitología inca, díganse un conjunto de creencias, de base animista, propia de los pueblos quechua y aimara (aymara). He aquí algunos ejemplos:

Cuando uno hace referencia o se detiene en los incas, hay un lugar que se lleva una buena parte del interés. Me refiero a Machu Picchu, una zona de Perú que se encuentra a 130 kilómetros (al noreste) del Cuzco, antigua capital del Imperio. Allí, en Machu Picchu, que se encuentra a 2,045 metros de altitud, sobrevivieron más de 150 edificaciones. Y es bien interesante lo que ocurrió con esa zona. En primer lugar porque no aparece mencionada en las crónicas o escritos de los conquistadores españoles.

Machu Picchu fue totalmente desconocido hasta el año 1911, fecha en que fuera “descubierto” (otra vez la palabrita) por un explorador norteamericano de nombre Hiram Bingham. A partir de ese momento se convirtió en un enigma. ¿Nadie lo mencionó?, ¿cómo es posible que ni los mismos incas o sus descendientes lo mencionaran?, ¿por qué no lo mencionaban?, ¿no resulta extraño que tampoco los españoles llegaran hasta allí?, ¿qué pasó, los dominó la altitud? Durante siglos lo tuvieron a solo 130 kilómetros de distancia. En fin, fue y sigue siendo todo un enigma.  

Machu Picchu fue totalmente desconocido hasta el año 1911, fecha en que fuera “descubierto” por un explorador norteamericano…

Otro aspecto sumamente interesante de los incas es lo relacionado con el tiempo, sobre el cómo ellos medían el tiempo. En la práctica, lo hacían siguiendo las fases en el curso natural de la luna. El año estaba dividido en 12 lunas de 30 días cada una:

Y así sucesivamente hasta llegar de nuevo al mes de diciembre, pasando antes por  septiembre, cuyo nombre siempre me despierta curiosidad: “Luna de la fiesta de la luna”. Un detalle: la gran extensión territorial del Imperio Inca, también conocido como Tahuantinsuyo, que en quechua significa “Las cuatro regiones juntas”. Su dimensión, superior a los dos millones de kilómetros cuadrados, abarcaba Perú, Bolivia, Chile, Ecuador, Argentina y Colombia. Pero, ¿quedan huellas?, ¿dónde están esas huellas?

                                                  Continuará…

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