Impresiones sobre Rosario Cárdenas, Lezama, la danza y la poesía [1]
23/9/2016
Ver y apreciar la conjunción magnífica de la danza y la poesía —vuelta una sobre otra, como esas hierbas bípedas, como ciertos helechos que alcanzan a tener dos cabezas, pero un solo cuerpo— ha sido una gran experiencia. Parecería un imposible, pero no lo fue. Alcanzamos a disfrutar la excelencia de una puesta que, rindiendo tributo a José Lezama Lima, nos brinda la prueba fehaciente de un talento en su más bello esplendor.
Ese ha sido el resultado fundamental o, más bien, la tesis de la obra coreográfica de Rosario Cárdenas, siempre fija en el ritmo de los cuerpos y en esa relación inamovible entre su gravedad, el sonido y el movimiento perpetuo de su quehacer. En el centro del ingenio azoro de esta maestra de la danza moderna cubana —cuyos orígenes se remontan a la asimilación de las fuentes y estilos que mejor corresponden a la escuela que en la Isla sedimentara Ramiro Guerra—, aparece el constante juego de las formas escoltado por la palabra lezamiana que las inspira y fortalece.
Estamos ante un espejo por donde cruzan manifestaciones aparentemente ajenas que han encontrado su cauce más legítimo en estas figuraciones danzarias. El escenario, convertido ahora en mágico terreno de símbolos, es el espacio apreciado por la coreógrafa, que lo transmuta en imágenes dueñas de un lirismo poco común, el cual nos devuelve ese sabor cubano que se pasea desde un torso, como agitándose en la plenitud de las mareas, hasta llegar a sus extremidades para alcanzar, al mismo tiempo, la firme posibilidad de lo inasible.
Rosario Cárdenas parte de una metáfora verbal que su genio traduce en cadencias palpables, diseñadas deliberadamente para el espectador, mientras logra ir reflejando, de modo personal, las propuestas de ese erotismo, casi siempre escondido, o no, presente en las páginas más significativas de una pirámide literaria cuya excelencia formal nos aporta el fondo retador de un arte poético, revelado aquí a través de un oficio danzario de alto rigor técnico.
La poesía y la danza —tal como sabía Lezama que reclamaba el francés Paul Valéry— son las reinas de esta puesta y, por eso mismo, se entrelazan, desde sus orígenes más remotos, en un vaivén de aguas que visitan al espectador para hechizarlo en la limpieza de su incesante fluir.
¿Quién no recuerda, a lo largo de múltiples episodios propios del mundo helénico, cuántos dioses no ofrendaron sus atributos al capricho de una leyenda antigua? Esa es la gracia con que Rosario Cárdenas se topa con Lezama en el jardín invisible, donde predominan insólitos juegos malabares que nos transportan al reino de los sueños y, como es natural, a la experiencia de la memoria que nace, como se sabe, en la primera infancia.
Hemos visto cuerpos jóvenes levitando y, de hecho, desafiando a la gravedad en ese tempo suyo inabarcable que aniquila épocas y, sobre todo, esas “eras imaginarias” a las que cantara el poeta de la calle Trocadero, en La Habana del centro, como la denominara, hace algún tiempo, esa inmensa que es Fina García Marruz.
Hemos visto a la hacedora de giros y piruetas perfectas, danzante de la espuma, inspirando a la coreógrafa cuyo lenguaje respira con el acento imprescindible de una Baldovina inmortal.
La fábula de Rosario gira en espiral, atravesando volutas de humo y aire, mientras pervive en el cenit de su danza innombrable. Como diría el poeta Emilio Ballagas, el camagüeyano más primaveral de cuantos hubo, porque Lezama:
Entra con ella en la ciudad en donde
brillan las cosas en su luz intacta
y la encarnada flor rompe el espejo
para encontrar su esencia sin palabras.
(“El que encuentra una flor”) [2]
La danza se aquieta entre las aguas de esa poesía que es un profundo misterio insular, posada allá en las cuevas ciegas de nuestros paisajes, esbozados en los versos de un creador de transparencias inefables, recordadas, casi todos los días, por los poetas de innumerables generaciones, mientras el espectador va disfrutando un especial rumor que dejó de ser definitivamente enemigo, gracias a la danza y al gesto encantado de Rosario Cárdenas. Sus bailarines, al final, entran para siempre en una experta caja de resonancias, la que amaba Lezama y que esta noche ejemplar, les estamos agradeciendo.
El Cerro, 16 de Septiembre, 2016