A Valladares

Víctor, solidariamente, acompañó a Hilda a un viaje gracias al cual, en teoría, ella obtendría visado temporal para visitar a su hijo radicado en EEUU. Al regreso de ambos, nos reunimos en casa de Fefa, para conocer los pormenores. Brígida Sepúlveda, Cándida, y quien les cuenta, María E, estábamos ansiosos no solo por saber los resultados de la entrevista de Hilda, sino los detalles de ese viaje, que todos habíamos augurado como de dudosa efectividad.

Luego de los saludos de rigor, les preguntamos a ambos qué tal el país donde habían pasado tres semanas. “Un horror” dijo Hilda. “El calor, insoportable, los tumultos, infinitos, las lluvias, feroces. No vuelvo nunca más a semejante lugar. Lo juro, nunca más”.

“Guyana”, comenzó a explicar Víctor con su sapiencia y parsimonia de siempre, “es un país antiguamente llamado Guayana española, ya que existe la Guayana francesa. Estuvimos en el sitio que antes se conocía como las colonias holandesas de Esequibo, Demerara y Berbice, las cuales fueron cedidas a Gran Bretaña en el Congreso de Viena, y establecidas como Guyana británica en 1831”.

“Ah”… dijo Cándida con su candidez habitual. “Muy interesante, pero por favor cuéntennos más. Por ejemplo, qué tal la entrevista de Hilda”.

“Antes de llegar a esa parte”, dijo la aludida, “déjenme desahogarme. Qué horror, qué espanto aquel calor, aquel suplicio al caminar, esas lluvias intempestivas, para no mencionar la cantidad de bichos que habitan allí. Mosquitos, ranas, guajacones, hasta peces de dudosa naturaleza vimos alrededor de las calles, porque en lugar de acueducto, hay zanjas a cada lado del asfalto. No quiero ni acordarme. Con decirles, que yo extrañaba los apagones de aquí. Con eso lo digo todo”.

Brígida tomó la palabra para indagar si allí también hay apagones, ante la mención de Hilda al respecto.

“Pues sí”, respondió Hilda, “dos veces quitaron la electricidad. Fueron los únicos momentos en que la añoranza por Cuba se me aplacó un poco, pero no duraron más de cuarenta minutos en ambos casos, así que el alivio no me duró”.

“¿Y por qué tanto calor allá?”, preguntó Fefa. “No me dirás que las temperaturas eran como aquí en agosto. No exageres, Hilda”.

“Guyana”, anunció Víctor, “limita al sur y suroeste con Brasil, de modo que al estar tan cerca de la Amazonía, el clima es selvático, con temperaturas medias de 30 grados, una humedad que supera el 60 por ciento, y las precipitaciones típicas de un clima muy cálido. En eso Hilda tiene razón. Sin embargo, me resultó muy interesante la composición étnica de la población, ya que existen indoguyaneses, afroguyaneses y chinoguyaneses, de modo que la transculturación”…

“(…) Guyana tiene una amplia variedad de hábitats naturales y una biodiversidad muy alta (…)”.

“Muy interesante”, lo interrumpió Brígida, “pero concretamente ¿a qué fueron ustedes a tan peculiar tierra que ya sabemos muy caliente y con bichos?”

“Mi hijo” respondió Hilda, “en un intento por vernos, obtuvo un turno en la embajada de EE.UU. allí, y en teoría me autorizarían a visitarlo. Eso es lo de menos. Lo de más es la increíble incomodidad de todo allí. Víctor y yo sudábamos tanto, tanto, pero tanto, que nuestras ropas y pelos eran un verdadero asco todo el día. Miren, salíamos a caminar entre ranas, mosquitos, perros callejeros y gento variopinta, y a la media hora sudábamos tanto, tanto, pero tanto,  que debíamos regresar al hostal y meternos bajo la ducha. Un horror”.

“Sucede que”… dijo Víctor, “esta muchacha no acaba de entender que Guyana tiene una amplia variedad de hábitats naturales y una biodiversidad muy alta. El país alberga una parte de la selva amazónica, la cual, como todos sabemos, es la selva tropical más grande del mundo. En realidad, yo estaba fascinado”.

“Muy interesante”, dijo Brígida Sepúlveda. “Pero concretamente, ¿cómo te fue en la entrevista, Hilda querida?”

“Yo quisiera saber”, preguntó Cándida, “la razón por la cual Hilda tenía que entrevistarse allá, tan lejos, con tanto calor, tantos bichos, tanta cosa selvática, inhóspita, que me deja incrédula, inédita, tan apostólica y escuálida”.

“Un día un matrimonio de compatriotas nos gritó de una acera a la otra. ‘Ecobios, nos dijo, ¿Cómo va la cosa?’ Yo me estremecí, la verdad”.

“Verdad que tú cada día eres más cándida, Cándida”, apuntó Fefa. “¿Tú no te acuerdas de los llamados ataques sónicos, y de las pésimas relaciones entre nuestros países? No hay más remedio que acudir a un tercer lugar. Puede ser México, Inglaterra, Panamá, o el que escogió el hijo de Hilda. No hay de otra.”

“Qué horror”, dijo la de la candidez habitual. “¿Y vieron de casualidad a otros compatriotas en esos lares?”

“Uff, montones”, respondió Hilda. “Cientos como nosotros, esperando respuesta de la dichosa entrevista, y algunos más, que nos saludaban por la calle. Hasta hicimos amigos, ¿verdad Víctor?”

“Eso fue muy emocionante”, dijo Víctor. “Un día un matrimonio de compatriotas nos gritó de una acera a la otra. ‘Ecobios, nos dijo, ¿Cómo va la cosa?’ Yo me estremecí, la verdad. Los invitamos a jugar dominó con nosotros a partir de ese momento. Porque la cultura nuestra es tan fuerte, que hasta un simple juego establece vínculos emocionales que no sólo mantienen la tradición, sino que además, demuestra…”.

“Muy interesante”, interrumpió la Sepúlveda. “Pero por fin qué te dijeron en esa embajada, Hilda, por tu madre y por tu hijo, acaba de decirnos la respuesta”.

“La comida estaba buena”, dijo Hilda. “Y en los puestos de chinos había de todo. Claro, a precio de mipyme, pero de todo había. Víctor y yo comprábamos todo a la mitad, y calculando las cantidades de cada día, porque comprenderán que no podíamos darnos el lujo de derrochar absolutamente nada. Por ejemplo, dos huevos al día, medio pollo para los dos, un cuarto de litro de aceite, media libra de frijoles, y así, lo aprovechábamos todo, todo. ¿Verdad, Víctor?”

“En Georgetown, capital de la República cooperativa de Guyana, el parlamento funciona en una construcción antiquísima (…)”.

“Así es”, respondió el aludido. “Y para evitar la ansiedad, la depresión, la angustia, el desasosiego ante tanta maravilla amazónica, establecimos una rutina a la cual incorporamos a algunos nuevos amigos, como el matrimonio que nos llamó Ecobios. Por las mañanas, caminábamos dos kilómetros hasta que el calor nos asfixiaba, qué delicia. En las tardes, repetíamos el paseo mientras la lluvia torrencial lo permitiera, y las noches las dedicábamos al dominó, nuestro pasatiempo nacional. Fue una experiencia francamente estimuladora porque nuestras raíces…”.

“Muy pero que muy interesante”, dijo Brígida. “Pero aparte de esa calistenia terapéutica, esa dieta frugal y planificada, y ese juego cultural, ¿podremos saber al fin qué demonios le dijeron a Hilda?”

“!Está bueno ya de tanta cháchara!”, dijo de repente Cándida sin su candidez habitual. “¡Acaben de decir la respuesta, coño!”

Hilda miró a Víctor. Víctor miró a Hilda. Ambos se tomaron las manos, cerraron los ojos, y dijeron al unísono: “¿Ustedes se han fijado en la altura del Capitolio?”.

“¿Y eso a qué viene ahora?” dijo Fefa. “¿Ustedes se pusieron a comparar el Capitolio de Guyana con el de Washington, o con el de La Habana en medio de tanta cosa rara, aburrida y desquiciante?”

“No, claro que no”, respondió Víctor. “Para empezar, en Guyana no hay una edificación semejante. En Georgetown, capital de la República cooperativa de Guyana, el parlamento funciona en una construcción antiquísima, cuyo estilo típico de antiguas arquitecturas británicas, conserva cierto aire de…”.

“Me voy a desmayar”, anunció Brígida. “O me dicen la respuesta o aquí mismo…”.

“Bueno, nada que me dijeron un No más grande que el Capitolio”, respondió Hilda. “Ya lo dije”. Y procedió a abrazar a Víctor, quien la sostuvo mientras con una mano nos hacía un gesto que indicaba No pregunten más, por favor.

Todos hicimos lo mismo. Nos abalanzamos sobre el amasijo formado por quienes habían pasado días lejos de nosotros. Luego de unos minutos, recuperamos la compostura, y Fefa, solícita, sirvió café para todos.

“(…) la cultura nuestra es tan fuerte, que hasta un simple juego establece vínculos emocionales (…)”.

“Cambiando de tema”, dijo Brígida enjugándose una lágrima furtiva. “¿Alguien sabe cómo, de qué manera, de cuál forma hay que inscribirse en la aplicación llamada ticket para la gasolina, porque lo he intentado varias veces y tampoco conozco el mecanismo para inscribir la planta eléctrica que me vendió Chicho Luz, alguien sabe qué hay que hacer?”

“Ay no, Sepúlveda, por favor, hoy no”, dijo Fefa. “Cada cosa en su momento. Hoy no. Mañana, bueno, mañana ya veremos. Que de todo se sale.”

“Sí, claro” dijo Cándida. “Porque la técnica es la técnica y sin técnica no hay técnica”.

Todos la miramos. A Cándida. Y nos retiramos de casa de Fefa. Sin entender nada de casi nada, pero felices, extraña e inexplicablemente felices de estar juntos. Otra vez.

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