La segunda venida de Donald Trump, autoproclamado mesías para salvar esa parte del mundo que él asume como si fuera todo, elevará hasta límites insospechados la espiral del absurdo, que es también del abuso. Nada de lo que la humanidad ha hecho en busca de consensos y concordia vale para él, que lo borra de un plumazo con su pantagruélica firma.
Con su rictus histérico de comisuras crispadas y sus miradas de furia ególatra, muestra sus decretos facistoides a las cámaras, como diciendo: “tiemblen, miserables, soy dueño del veneno y el antídoto, y solo a unos pocos escogidos les daré derecho a la salvación”. Trump da de baja a la historia, al derecho internacional, a la colaboración entre naciones, a la decencia; proclama la superioridad de su etnia sobre el resto de los seres que habitan el planeta; niega el cambio climático, las epidemias, culpa al resto del mundo de las miserias que, con esmero, ha fomentado el sistema social que quiere imponer a garra y porrazo.
Es un experto en la neolengua del odio; su desmontaje de principios no se enfoca solo hacia los del socialismo, aunque son los que lo reciben con más fuerza. Su yanquicentrismo despoja de derechos hasta a sus aliados, a quienes vapulea con leyes extraterritoriales que algunos toleran fingiendo que las comparten. Nunca antes fue tan feroz y descarnado el discurso imperial: en lo dogmático, lo autoritario, lo gestual. Roza la barbarie y no hay instrumento legal que lo contenga: indulta a los vándalos que asaltaron el Capitolio, criminaliza a quien le discuta, deporta a quien cree que le sobra, esgrime la maza a la par que sus frases ríspidas y concluyentes avisan de la ferocidad que impulsa el brazo.

No amenaza por gusto; cumple con lo que promete en materia de desprecios. En la recién concluida VI Conferencia Internacional Por el Equilibrio del Mundo, Frei Betto nos hizo ver que el capitalismo abandonó ya su máscara de democracia sostenida por políticos de discursos almibarados y pasó al supremacismo sostenido por una oligarquía que se sirve de bufones engendrados por la ingeniería genética del nuevo fascismo.
Trump y su séquito ya demostraron con creces —como mismo hiciera Hitler— que al mundo se le domina con soberbia, excentricidades, alardes, excesos y conciencia de la superioridad que se autoatribuyen. No los detiene la historia y mucho menos doctrinas filantrópicas. Los organismos multilaterales para el concilio, la paz y el desarrollo les estorban.
“…el capitalismo abandonó ya su máscara de democracia (…) Trump y su séquito ya demostraron con creces —como mismo hiciera Hitler— que al mundo se le domina con soberbia, excentricidades, alardes, excesos y conciencia de la superioridad que se autoatribuyen”.
Nos toca resistir, y no sabemos hasta cuándo lo lograremos, pero la voluntad es no claudicar. Los cubanos y demás países con gobiernos progresistas hemos debido plantar bandera a costa de privaciones descomunales, que nos impiden desarrollarnos mientras vemos cómo los que se autoproclaman dueños del mundo secuestran activos y riquezas (tal es el caso de Venezuela, víctima de varios despojos), o proclaman unilateralmente quiénes tienen derecho al desarrollo y quiénes no. Los principales espacios de comunicación, jueces y parte en tanto son propiedad de oligarcas, validan las falacias con que construyen sus imágenes y destruyen las opuestas.
Es totalmente cierto: “la transición terminó”. Estamos en los umbrales de una de las etapas de mayor crudeza en materia de injusticias, desigualdades, crímenes, guerras genocidas, sanciones. El capitalismo devino imperialismo definitivamente, por el camino de la crueldad y la soberbia; del engaño y la confusión, de culpabilizar a las víctimas y glorificar a los victimarios. Si el afán de poseer todas las riquezas y los bienestares, desde el esclavismo al colonialismo, no hubieran sido registrados por la historia, el relato que ahora mismo reelaboran los ideólogos del capitalismo, valiéndose de las nefastas redes sociales, se erigiría verdad histórica absoluta; no tendríamos alternativas. Hoy más que nunca es necesario que los pueblos no olviden su historia, porque ella constituye el sustento más sólido para proclamar sus derechos.
“Los cubanos y demás países con gobiernos progresistas hemos debido plantar bandera a costa de privaciones descomunales, que nos impiden desarrollarnos mientras vemos cómo los que se autoproclaman dueños del mundo secuestran activos y riquezas (…), o proclaman unilateralmente quiénes tienen derecho al desarrollo y quiénes no”.
El ser subalternos crónicos es el destino al que quieren condenarnos. Y que nuestros compatriotas sueñen con aquellas vitrinas como el modelo ideal para una vida digna. Nos tildan de culpables por los males que sembraron en lo más profundo de nuestras infraestructuras; el colonialismo y el neocolonialismo no fueron espejismos. Cuba lucha desde hace más de sesenta años, con dispar éxito, por dinamitar esos males y construir un nuevo modelo desde consensos inéditos, cada día más dañados por la agresividad imperial, pero también más sólidos por la conciencia de soberanía que la Revolución concretó.
Está claro que insistiremos. La persistencia es nuestra mejor arma. La meta, aún, es el camino.