En 1913 el filósofo argentino José Ingenieros publicó El hombre mediocre, un libro que durante un buen tiempo, además de inspiración de generaciones jóvenes latinoamericanas, tuvo el paradójico efecto de restarle protagonismos a los movimientos de masas. Su exaltación de la individualidad descollante, si bien define con relativa claridad virtudes inspiradoras de liderazgos, desdeña el papel del ciudadano común, divergente en lo conceptual y lo fáctico del modelo de hombre que propone para las grandes gestas.

Otro importante filósofo de la primera mitad del siglo xx, José Ortega y Gasset, en su también agudo aunque objetable La rebelión de las masas, de 1929, aseguró que “las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad”.

Tan lejos llevó el madrileño su baja valoración por las masas, como elemento dinamizador de la sociedad ideal, que prácticamente llegó a postular que se podía prescindir de su concurso. En la siguiente expresión se aprecia perfectamente:

La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay coro.
(…)
La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas.

Los grandes movimientos de liberación del colonialismo aún no habían concluido, con África casi completamente sojuzgada, y parte de Asia también frente a la misma aberración. Restarle valor gestacional a la participación de las masas en la reversión de semejante asimetría carece por completo de rigor analítico a la luz de la historia. No es leal atribuirle a la figura de los líderes todos los méritos de los procesos liberadores que han guiado a la humanidad en su empeño por construir sociedades justas.

Sin líderes los movimientos sociales difícilmente logren estructurar un programa; sin una masa que los corporice, los programas naufragarían en deliberaciones, fórums y medios masivos. Cada integrante de la agrupación combatiente —líder y masa— debe ser asumido como parte de un todo orgánico y osmótico.

Los teóricos liberales (y los neoliberales más) lo saben y por esa razón, en sus diferendos electorales se las gastan todas en el afán por sumar electores (con medios cada día más sofisticados y falaces) aunque después sobrevenga el desprecio y abandono de los votantes conquistados en los mismos hoyos de donde emergieron para elegirlos: la masa seducida y abandonada. Para los neoliberales: instrumento; para los marxistas: humanidad por redimir con el concurso de su propia lucidez.

“La Revolución cubana, por fortuna, cumplió desde su nacimiento con el principio integrador vanguardia-masa. Los más grandes sueños revolucionarios se concretaron gracias a esa alianza”.

Llamo la atención sobre lo que señalaba Gramsci en la Italia de 1925, enfrentado a un partido socialista que se veía a sí mismo como gestor y único protagonista de la praxis marxista mientras validaba el concepto de “nación proletaria”, consistente en luchar contra el capitalismo mundial y no en lo interno del país. Saltaban olímpicamente sobre la inmediatez de la clase trabajadora de su entorno, cuyas opiniones y demandas debían constituir el núcleo duro de cualquier lucha basada en las ideas de Marx. Con fuerza Gramsci rebatió aquel sinsentido. Y claramente lo expuso:

El Comité Central, y más bien el Comité Ejecutivo era todo el Partido, en lugar de representarlo y dirigirlo. Si esta concepción fuera permanentemente aplicada, el Partido perdería su carácter distintivo político y se convertiría, en el mejor de los casos, en un ejército (y un ejército de tipo burgués); perdería lo que es su fuerza de atracción, se separaría de las masas.

Para José Carlos Mariátegui, otro de los analistas más lúcidos de la izquierda latinoamericana de su momento, “la muchedumbre es la forma mediante la cual los pueblos oprimidos y el proletariado irrumpen en la escena política mundial, uniendo luchas nacionales y lucha de clases” –así nos lo recuerda Juan Dal Maso.

La Revolución cubana, por fortuna, cumplió desde su nacimiento con el principio integrador vanguardia-masa. Los más grandes sueños revolucionarios se concretaron gracias a esa alianza. Las campañas de alfabetización y seguimiento, las de vacunación, los enfrentamientos a enemigos externos e internos, los proyectos productivos y científicos, el desarrollo deportivo y cultural son el fruto de ambiciosos programas concebidos, diseñados y apoyados logísticamente por líderes que en alguna medida fueron también ejecutores. Y esos líderes supieron sumar a otros ejecutores, emergidos de las masas, que demostraron ser capaces de asumir liderazgos a distintos niveles. He ahí el secreto de la vitalidad de nuestro proceso revolucionario frente a tantas adversidades y hostilidades.

A ojo de hoy, vale la pena preguntarse si ese principio opera con la misma efectividad que en décadas anteriores. Las grandes organizaciones de masas sobre las cuales se sustenta nuestro proyecto social, según aprecio, ya no muestran la misma capacidad movilizadora que en otros momentos. No dispongo de una mirada periscópica que me permita un diagnóstico tan general, pero con lo que he escuchado no me perdonaría callar las interrogantes ¿Deben estas organizaciones cambiar su metodología para el trabajo, su dinámica operativa, enriquecer su discurso? He ahí el reto.

“Que la cultura esté en el discurso general de la política del país no podría exonerarnos por no desplegarla, con todo su poder, de un modo más intensivo a través de prioridades logísticas y mediáticas”.

¿Son culpables del problema los dirigentes de esas organizaciones? Seguramente no. Vivimos tiempos de cambios que favorecen, sobre todo en lo económico, pero irrigados a todo el tejido social, las acciones individuales en la sobrevivencia, el prestigio en los niveles populares, el bienestar y hasta la ostentación y el lujo. Es admirable que no merme la entrega de nuestros compañeros, pero pudiera ser esta la hora del replanteo profundo.

Los ajustes económicos con los que el estado apuesta por una recuperación económica que traiga de vuelta su ejemplar mecenazgo no son de inmediata vendimia. La fuga de valores ya está en marcha, acelerada por el veneno mediático de unos medios hostiles, de quienes solo podemos esperar más presión y calumnias. Personalmente creo que la cultura podría aportar mucho más, con esa fuerza que posee, como profilaxis para conjurar muchos males. Que la cultura esté en el discurso general de la política del país no podría exonerarnos por no desplegarla, con todo su poder, de un modo más intensivo a través de prioridades logísticas y mediáticas. Como todo en la Cuba de hoy, la cultura merece una nueva mirada donde, sin renunciar a expandirla masivamente, la oferta concentre calidades capaces de rescatar receptores.

No es necesario adecuar el discurso cultural a lo denotativo ni a la inmediatez que le traza la tarea política, por urgente que sea la batalla. Existen otras maneras de interactuar con las masas. Las imágenes más queridas y movilizadoras de la Revolución cubana son las de Fidel dialogando con una multitud en la Plaza de la Revolución y otros espacios. No conozco mejor modelo para el vínculo de la alta política con la voluntad popular. Por otra parte, todo hecho cultural que exalte y exponga la cubanía, con su legítimo brillo y sutilezas, es un acto de reafirmación política, aunque no lo exprese con el lenguaje de las consignas. El ejemplo de la Nueva Trova, con énfasis en sus días fundacionales (para poner solo un ejemplo) lo demuestra.

Son estas las preocupaciones más inmediatas de un hombre de la cultura, que desea ardientemente que los ideales de su Revolución se corporicen en beneficio de su país y otros sitios del mundo para quienes debemos ser ejemplo. Son además la reflexiones de un hombre que, por conocer su Revolución desde antes del triunfo de 1959, sabe que, sin el concurso de la intensa multitud cultivada, cualquier meta que nos tracemos estará cada día más lejos.

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