Ábranse las páginas escasas de este artículo, para cantar las alabanzas de dos libros memorables sobre temas que aparentemente no lo fueron, pero que aún hoy, en tiempos de las series, siguen siéndolo. Voy a referirme a Llorar es un placer (1989) y a Caignet, el más humano de los autores (2009), recios ensayos por los que su autor mereciera sendos Premios de la Crítica. Y lo haré en mi sostenido mayor, con cadencias arqueológicas, admirativas, testimoniales y nostálgicas.

“Quienes hemos leído Llorar es un placer, sabemos que el origen inmediato de la telenovela está en la radionovela”. Imagen: Tomada de Ecured

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Cuando en los 90 comenzó a hacerse evidente que la telenovela latinoamericana se estaba convirtiendo en el fenómeno cultural, social y económico de magnas proporciones que llegó a ser en todo el mundo, su estudio empezó a cautivar a especialistas de diversos campos, fundamentalmente a quienes se dedicaban a los medios. Pero no solo a ellos. Porque la telenovela, elemento clave del crecimiento de la industria televisiva en los más desarrollados países de la América Latina, no solo ocupaba cerca de la mitad del tiempo de programación diaria de todos los canales y determinaba un rápido crecimiento tecnológico de los medios, sino que llegaba a ser uno de los principales y más rentables productos nacionales destinados a la exportación.

Estas telenovelas que en pocos años trascendieron las fronteras de los países donde se filmaban, y no solo tenían alcance continental, sino mundial… Que lograban invadir mercados insólitos para un producto cultural latinoamericano, como lo testimonian Betty, la fea y su remake en los Estados Unidos, o Sin tetas no hay paraíso, de refacturación española —para poner sendos ejemplos colombianos— y hasta mercados inimaginables, como fue el caso de La esclava Isaura, idolatrada mucho, muchísimo antes en China… Estas telenovelas, repito, pronto despertaron el interés de quienes desde la óptica de los estudios culturales identificaban en ellas un tema atractivo —en tanto producto comercial y objeto de consumo— y, al mismo tiempo, como artefactos que funcionaban como cajas de resonancia sentimental e instrumentos de identificación colectiva.

Las gamas temáticas de las telenovelas, lo sabemos, son variadísimas, de acuerdo con el destino prioritario que se dé a cada una, o a la tipología específica en la que se inscriben. Pues aunque se espera que satisfagan los más diversos gustos, hay clasificaciones etarias, de estratos de la sociedad, de niveles intelectuales, que determinan un horario, un lugar en la programación de cada día. Se tiene en cuenta el interés de capas y clases sociales diferentes, que, por supuesto, comprarán productos diferentes, si tienen con qué, o que soñarán con comprarlos; de edades distintas, que adquirirán y anhelarán bienes distintos; de habitantes de las grandes capitales y de las pequeñas poblaciones, que podrán o no acceder a los productos patrocinadores de las telenovelas. Y esto atrae también a quienes se ocupan de los estudios culturales; pero igualmente, y mucho, a los sociólogos y a los especialistas en marketing.

Por otra parte, las telenovelas desarrollan toda una metodología de trabajo inusitada y muy compleja, muy aparentemente poco vinculada con el concepto individual o reductivamente grupal de la creación artística.

En un principio es el verbo: se propone una idea, se buscan desarrollos, se imaginan líneas argumentales, se seleccionan personajes representativos, se introducen motivos dinámicos, o estáticos… Y para ello se cuenta con varios escritores, para que siga cada uno una línea argumental, o se ocupe de las especificidades de la parte que corresponde a un personaje, sea este cirujano, futbolista, policía…; o se construyan varios desarrollos o varios finales diferentes, que permitan agradar al auditorio local y mantener el suspense en el mercado internacional. El asesino de La próxima víctima que vimos hace muchísimos años en Cuba no fue el mismo que se vio en México… Y me dijeron que esto también sucedió con La favorita.

El verbo, después, tiene que hacerse carne, y comienzan los castings, las pruebas y el vestuario… Y la carne se pasea por lugares, vive aquí o allá: se seleccionan escenarios, se construyen sets… Es, en fin, como la Creación con mayúscula, solo que en ella intervienen centenares de personas…

“Las telenovelas desarrollan toda una metodología de trabajo inusitada y muy compleja, aparentemente poco vinculada con el concepto individual o reductivamente grupal de la creación artística”.

Así pues, como decíamos, se lanzaron sobre el fenómeno de la telenovela tanto los cultivadores de los estudios culturales, recién llegados, o casi, a la América Latina; como sociólogos, antropólogos culturales y otros tantos expertos en comunicación, y en muy diversas disciplinas.

Una de estas es, por supuesto, la crítica literaria. De modo que hay trabajos que conectan la telenovela en su momento de aparición y en su sorprendente capacidad de seducción de una enorme masa de televidentes, con la tradición francesa de la novela por entregas del siglo XIX, con los folletines, y con la tradición de la literatura popular, más o menos oral, de trasfondo melodramático, como, por ejemplo, la literatura de cordel. Ese fue el caso de una querida amiga, Marlyse Meyer, la gran crítica brasileña, una de las iniciadoras, con Carlos Monsiváis, con Jesús Martín Barbero, con Néstor García Canclini, con Reynaldo González —cada uno en su ámbito—, de estudios sobre la interacción entre cultura popular y cultura de masas.

En su libro, Folhetim, uma historia, publicado en São Paulo, en 1996, que pronto se convirtió en todo un clásico, Marlyse explora la apropiación por la cultura de masas de formas tradicionales de la cultura popular. Y al hablar de la telenovela dice, precisamente, que es la más elocuente muestra de

la realidad contradictoria de una sociedad que, en la lógica perversa de un capitalismo salvaje, de lo viejo crea lo nuevo y con lo nuevo rehace lo viejo, haciendo coexistir y juntarse, de modo paradójicamente natural, la sofisticación de los medios de comunicación de masas con masas de sentimientos vehiculados por la cultura más tradicionalmente popular. (34)

Una emoción universal como el amor, y sentimientos y situaciones en los que todos podemos vernos envueltos y que podemos reconocer para identificarnos con ellos o rechazarlos, como alegría y tristeza, miedo y valor, fidelidad y traición, esperanza y desconsuelo, son la materia prima con que se construye, sobre el modelo del melodrama, la telenovela.

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Pero qué pasos llevan del melodrama a la telenovela parece que solo los cubanos los conocemos bien, con lujo de detalles. Y eso se lo debemos a Reynaldo González.

Quienes hemos leído Llorar es un placer, sabemos que el origen inmediato de la telenovela está en la radionovela, creación cubana que heredó la técnica de los folletines, de las novelas por entrega, y no satisfecha con ello, también heredó el trabajo de los radioteatros y de la escenificación de noticias.

“(…) Llorar es un placer, único libro de mi biblioteca que se ha paseado por todo el continente, de sur a norte, y de norte a sur, en manos de amigos que lo llevaban a otros amigos o lo traían muy cumplidamente de regreso”.

De modo que la lectura de Llorar es un placer —lectura que es un idem—, y el interés que despertó en mí este estudio documentadísimo —mucho más tratado que ensayo, mucho más indagación erudita que crítica—, me condujeron a intervenir inesperada y anónimamente en las investigaciones que sobre la telenovela hacían amigos de diversas latitudes, a los que me fascinaba tocarles la tecla de la radio, por todos olvidada, menospreciada, dejada de lado, con lo que acababa viéndome conminada a enviarles, para que se ilustraran, mi ejemplar de Llorar es un placer, único libro de mi biblioteca que se ha paseado por todo el continente, de sur a norte, y de norte a sur, en manos de amigos que lo llevaban a otros amigos o lo traían muy cumplidamente de regreso.

Como sabemos, la radio constituyó, junto con el cine, uno de los más eficientes instrumentos de la modernización, en lo que esta tuvo de positivo y también de negativo. Y al mismo tiempo, la radio pudo ser y fue un dispositivo revelador de grandes potencialidades expresivas. Recomiendo en este sentido el capítulo titulado “Entre surrealismo y arte popular: los años de oro de la radio”, que Anke Birkenmaier dedica en su libro Alejo Carpentier y la cultura del surrealismo en América Latina (2006) a la significación múltiple y proliferante que tiene la formación radiofónica en la obra total de nuestro novelista, y en particular, su conocimiento y experiencia de las posibilidades que ofrecía, descubría y reforzaba el medio.

Pero Llorar es un placer nos coloca, de entrada, en el otro extremo, en el lugar de la explotación y el aprovechamiento de la radio como instrumento de dominación, y en su impacto ideológico en los oyentes. Sin embargo, a medida que avanzamos en su lectura, se abren otras zonas, se nos ofrecen nuevos derroteros, que tienen que ver, por ejemplo, con momentos fundamentales de su historia, con la intervención inmediata en su propio camino del capital nacional y trasnacional; con el carácter sexista de su programación, en la cual la radionovela ocupa el centro de la atención; con la articulación, en un medio tan novedoso como la radio, de formas tan arcaicas como el espiritismo acuático de Clavelito, o con el populismo a la española de Radio Cadena Suaritos. Mención aparte, porque constituyen unos documentadísimos escolios a La tía Julia y el escribidor, novela de Mario Vargas Llosa, son las páginas destinadas a la comercialización de las radionovelas, y al alcance continental que ellas tuvieron —y que, según tengo entendido, continúan teniendo, pues a lo que sé, parte fundamental de los derechos de autor que se siguen cobrando en nuestro país provienen de las viejas novelas radiales—.

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En este libro, Reynaldo González reconstruye más de medio siglo cubano a través de una documentadísima, imaginativa, talentosa y profunda apropiación de la figura mítica de Félix B. Caignet. Imagen: Tomada de Internet

Pero como no es mi cometido reseñar este libro seminal, paso rápidamente a su contrapartida y complemento, a esa suite cubana que es Caignet, el más humano de los autores, en el que las incontables notas a pie de página, que tanto espacio ocupaban en Llorar es un placer,se transforman en acordes que acompañan e ilustran desde espacios reservados a ellos, el discurso, ahora sí libre, distendido, con que el escritor culto, pero no fanático, asedia al más famoso autor de radionovelas, a su creador.

Caignet, el más humano de los autores, constituye, ya lo he dicho, un unicum en la bibliografía nacional. En este libro de insólita y cuidadosa estructuración, y de riquísima densidad textual, Reynaldo González reconstruye más de medio siglo cubano a través de una documentadísima, imaginativa, talentosa y profunda apropiación de la figura mítica —ya en vida— de Félix B. Caignet. Imágenes y textos de todo género y procedencia, conforman el complejo entorno epocal a través del cual nos conduce, por medio de las más disímiles y creativas estrategias, al asedio de su protagonista: héroe y testigo excepcional del surgimiento y agresivo desarrollo, en un país que apenas había salido de la modorra colonial, de la radio y de la naciente industria del entretenimiento.

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En abril de 1948, cuando se estrenó El derecho de nacer, yo tenía cuatro años y, además de padre y madre, dos abuelas que me malcriaban a más no poder. Algo oí de la novela, pero ni debo de haber entendido lo que oía, ni debo de haber podido oírla más allá de septiembre de ese año, cuando comencé a ir al colegio y a acostarme temprano. Solo recuerdo la muerte de María Valero, su foto en Bohemia, amortajada con una mantilla negra. Y la angustia expectante de las abuelas cuando don Rafael del Junco dejó de hablar —finalmente, gracias a Reynaldo, hemos sabido por qué—. Pasó el tiempo, se acabó la novela, pero don Rafael del Junco no dejó mi casa. El aparato de radio de las abuelas enmudecía súbitamente, en lo mejor de una novela o en medio de un juego de pelota, y a más de golpecitos más o menos enfáticos, comenzó a recibir el nombre del mudo más conocido de la cultura popular cubana.

Poco a poco me fui intelectualizando, por llamarlo de algún modo, y el mundo de las radionovelas, que en nada interesaba a mi madre, lectora entusiasta, me pareció algo de viejecitas y de gente de poca monta.

Pero como decía el romano, tempora mutantur et nos mutamur in illis. Por eso mientras voy aligerando el cúmulo de libros que a pesar de múltiples desbroces exhiben mis libreros, elijo estas páginas muchas veces recorridas, entre tantas otras de un autor tan querido como Reynaldo González, para acabar preguntándome por qué tienen tanto éxito en el mundo-mundial y entre nosotros —con ayuda sobre todo del paquete—, las torrenciales y adictivas telenovelas turcas —¡turcas, Señor! —, en tiempos en que Netflix, HBO, Amazon, etc., etc., producen y difunden al año decenas de series, con distintas temporadas, actores, actrices y directores de lujo…

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