Las coordenadas de la Utopía

Enrique Ubieta Gómez
25/11/2016

Vivimos tiempos difíciles. La tierra que antes se divisaba en el horizonte y que nos compulsaba a remar con fuerza, sin reparar en obstáculos y sacrificios, se desdibujó en los años noventa; los agoreros del Apocalipsis dicen y repiten que no podrá alcanzarse, que apenas era un motivo literario que nos ayudaba a crecer, lo que nos dejaría a solas con el presente, un presente que sin pasado y sin futuro, sin una visión móvil, un desde y un hacia, se convierte en charco sucio, en agua estancada. Ciertas tendencias en la literatura, el teatro o el cine —y fuera o dentro del arte, en la crítica social—, son el reflejo del corte de luz, de la falta de percepción de (o la renuncia a) un horizonte. Son miradas miopes —no ven más allá de lo inmediato— que las trasnacionales promueven, las que establecen el nuevo dog­ma que debe paralizar la navegación. Un profesor de fotografía decía a sus alumnos, mientras mostraba la foto de un anciano desvalido que pasaba junto a un almendrón roto: esta es la imagen que tipifica a Cuba en el mundo. La que ellos quieren, desde luego. Es una verdad a medias decir que el arte refleja la realidad, también la construye.


Ilustración: Internet

Digamos que el capitalismo jamás renuncia a fabricar sentidos de vida, aunque falsos y de corte individualista: las mayorías que respiran en puntas de pie sobre el agua, sueñan con un golpe de suerte que los catapulte hacia el éxito económico personal. Los que habitan las favelas de Río no se ofenden si las telenovelas brasileñas no reflejan sus vidas y presentan a sus coterráneos en lujosas mansiones: ellos sueñan con vivirlas. El capitalismo se las arregla para que los explotados sueñen con ser explotadores. Pero si se cancelan los sueños, los destinos, el mundo colapsa. Obama y Trump, por muy diferentes que sean o parezcan, lo saben, y le dicen a los suyos, a los estadounidenses simples, que tienen una misión, divina o histórica, da igual. Si durante el viaje perdemos los puntos cardinales, si el socialismo, que solo puede entenderse como un viaje hacia otro mundo, pierde los referentes de partida y de llegada, todo termina: decir que el pasado que nadie vivió era peor y que un futuro capitalista que nadie ha vivido también sería peor, es pura abstracción.

Pésima explicación para los jóvenes. El futuro es esperanza y si lo queremos socialista, no basta con alertar sobre las seguras consecuencias de uno capitalista. Son los límites sobre los que se encuadra el dilema, pero el dilema es el hoy.

Si los ciudadanos perciben que ha comenzado la era posrevolucionaria, buscarán sus islas personales, harán maletas para sus viajes privados. Nadie puede vivir sin un sentido, sin una ruta de viaje y un horizonte por alcanzar. Y la cultura del tener, la capitalista, nos rodea como «la maldita circunstancia del agua por todas partes». Nuestros ciudadanos descreídos no reparan en lo obvio que tienen, quieren al fin dos pantalones vaqueros, un celular «inteligente» y un auto; los jóvenes descreídos del «primer mundo» (al que por cierto, no pertenecemos) tienen los dos pantalones, el teléfono y el auto, y pelean en la calle contra las fuerzas antimotines por aquello que los nuestros tienen y a veces no valoran. Hay que soñar alto. Si los jóvenes cubanos soñaran bajito, a ras de tierra, el futuro de la Patria estaría hipotecado.

¿Pero por qué los jóvenes deben defender la Revolución, el presente al que llamamos Revolución? ¿Por lo que han hecho sus padres y abuelos? No es poco lo que han hecho, pero ese es apenas el punto de partida. Debemos defenderla por lo que ellos (los jóvenes) harán. Para los que no han perdido la fe —y creo que son mayoría— no basta lo mucho que hicimos: la Revolución debe defenderse porque todas las pequeñas, medianas y grandes imperfecciones actuales, las que ellos detectan con justa inconformidad y todas las conquistas invisibles (porque ya se asumen como naturales), podrán superarse o mantenerse solo si esta se preserva. Solo la Revolución puede superar a la Revolución y hacernos avanzar; solo si la pasión por la justicia social no cede, si no se renuncia a la búsqueda de un camino alternativo que garantice el consumo y dignifique la vida, pero que eluda el consumismo y las visiones pragmáticas; solo si los sueños no se domestican, si no se nos cortan las alas en nombre de una racionalidad castrada, podremos construir un futuro más digno para todos los cubanos. Donde no hay «imposibles» por conquistar, no hay revolucionarios.

Ser revolucionario es defender a los humildes, a los «pobres de la tierra». No puede existir otra interpretación. Esta es una Revolución de, por y para los humildes. Raúl lo ratificó el primero de enero del 2014, cuando recordó las palabras fundacionales de Fidel: «La Revolu­ción llega al triunfo sin compromisos con na­die en absoluto, sino con el pueblo, que es al único que le debe sus victorias», y reiteró Raúl: «Cincuenta y cinco años después, en el propio lugar, podemos repetir con orgullo: ¡La Re­volución sigue igual, sin compromisos con nadie en absoluto, solo con el pueblo!».

A veces, sin embargo, ante la ausencia de una teoría que salve y demuela, que restaure el concepto de socialismo por caminos nuevos, nos acecha el espejismo socialdemócrata. En justo escape de esquemas y dogmas, caemos en los brazos de la socialdemocracia: una puerta llena de artificiales luces rojas, que nos conduce de vuelta al capitalismo. Los cambios en Cuba son imprescindibles y están en marcha. Hay quienes pretenden empujarlo, subrepticiamente, hacia el capitalismo. Y hay quienes se oponen a ellos, porque viven cómodamente instalados en las telarañas de la burocracia. Ni los primeros ni los segundos se interesan por el pueblo.

En Cuba hay personas que viven en condiciones aún más difíciles. Son hombres y mujeres entrampados en las redes de la pobreza. Los revolucionarios cubanos tenemos que pelear por ellos; son los más afectados por el bloqueo estadounidense, por la abrupta caída del imperfecto pero justo sistema socialista de relaciones comerciales y por la impericia, el despilfarro y la corrupción. Que no carezcan de la alimentación elemental, puedan estudiar y reciban atención médica gratuita de primero, segundo y tercer grados, los diferencia de sus pares latinoamericanos. Pero la Revolución quiere más, los revolucionarios queremos más. Son sobrevivientes de una guerra que ya sobrepasa las cinco décadas. Para ello tendremos que ser eficientes, a pesar del implacable bloqueo económico, financiero y comercial, de la guerra abierta y solapada, de la subversión y de los funcionarios ineptos. La defensa de lo que somos, permitirá que avancemos hacia lo que nos proponemos ser, hacia una Patria próspera, más socialista, justa y solidaria. Solo desde la pelea del hoy podrán visibilizarse las coordenadas del movimiento: lo que fuimos y lo que queremos y podemos ser.

No hay que ser solemne para decir una verdad sencilla y rotunda: qué grandes nos hizo a los cubanos, a los latinoamericanos, Fidel y esa Revolución que su generación, y atrás otra, y después la mía y las que llegan ya, hicieron, hacen, harán. Qué grandes nos hizo el Che o Allende, Chávez o Evo, y antes Bolívar, Martí, Zapata y Sandino, con sus maneras distintas e iguales de enarbolar la dignidad de nuestros pueblos. Qué grande y qué fuerte es un pueblo que tiene un Camilo y, unas pocas décadas después, un Gerardo, un Tony, un Ramón, un Fernando, un René. Que sabe que hay hijos que actúan en el silencio o el anonimato, ahora mismo, porque conoce el rostro de los pocos que finalmente fueron revelados. Que acuna a jóvenes intelectuales comprometidos con su tiempo y a médicos capaces de saltar sobre todas las previsiones individualistas y curar a los necesitados en África o donde sea. No hay que ser solemnes, pero tenemos derecho a sentirnos orgullosos y optimistas.

Tomado de Granma