No es precisamente la elocuencia lo que ha distinguido la vida de Violeta Cooper, sino la destreza de sus manos. Gracias a ellas logró crear los más disímiles vestuarios con los cuales engalanó a cientos de personajes representativos de diversas épocas.
Descendiente de jamaicanos y oriunda de Banes en la oriental provincia de Holguín, esta hoy reconocida vestuarista abandonó un día su tierra natal y vino para La Habana “en busca de un empleo decente”.
“Mi madre —dijo seguidamente— había fallecido de manera repentina y mis dos hermanas y yo quedamos al amparo de mi abuela ya muy viejita. Se imponía abandonar la escuela y comenzar a trabajar para poder sobrevivir. Decidimos entonces instalarnos en la capital. Conocía de algunas jóvenes de mi pueblo que habían tomado la misma decisión y trabajaban como criadas en casas de familias adineradas.
“Toqué en varias puertas. Pero mi juventud y el color negro de mi piel reducían casi a cero las posibilidades de un buen empleo. Solo como criada logré conseguir trabajo”.
Como si describiera un hermoso sueño narra, visiblemente emocionada, que dedicó una parte de su primer salario para costearse la entrada a una sala de cine. “Por mucho que había oído hablar del cine, nunca había visto una película. Así que en cuanto se me presentó la oportunidad me fui a ver una función”.
Ni siquiera imaginó en aquel momento que por más de 70 años compartiría labores con realizadores, actrices y actores semejantes a aquellos que tanto admiró en su primer encuentro con el mundo del celuloide.
¿Cómo llega al Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic)?
Una de las muchachas de aquella familia adinerada trabajaba en el Icaic, que por esos años estaba recién creado. Casi a diario me veía tan encantada con las películas, que me propuso trabajar en esa institución. Por supuesto, acepté enseguida. Me acogieron en el departamento de vestuario a pesar de que no sabía coser, ni jamás había hecho la más simple costura.
La jefa de ese departamento era entonces Carmelina García, una de las personas que más me ayudó en esos años iniciales de trabajo y a quien, junto a la diseñadora María Elena Molinet, agradeceré siempre pues contribuyeron mucho en mi formación.
Al principio me desempeñé como auxiliar de vestuario. Es decir, ayudando a la jefa del departamento. Poco tiempo después comencé a trabajar como asistente de producción, aunque en realidad hacía de todo. Ayudaba en el vestuario, me encargaron la responsabilidad del almacén, cooperaba en el montaje de escenografías, en la preparación de locaciones y hasta en la pirotecnia, que era uno de los trabajos que más disfrutaba. Mi único interés fue siempre trabajar. Nunca me interesó ocupar un cargo determinado. Solo hacer lo que fuera necesario, lo que hiciera falta para que una producción se lograra como se había previsto, priorizando lógicamente todo lo relacionado con los vestuarios.
“Desde aquella primera película que vi, me enamoré del cine. Nunca me interesó ser actriz, tampoco tenía condiciones. En cambio, sí quería saber cómo se filmaba una película”.
Fue en la superproducción Lucía, del cineasta Humberto Solás, donde Violeta Cooper se estrenó oficialmente como diseñadora de vestuario. A esta le seguirían “tantas y tantas películas y documentales que mi memoria apenas recuerda, aun cuando reconozco que marcaron momentos muy importantes de mi vida”.
Transcurridos unos minutos menciona, probablemente entre otras muchas cuyos títulos ya no le resultan nítidos, “La bella del Alhambra, El siglo de las luces, El ojo del canario, Kangamba y La primera carga al machete. Esta última es una de las que recuerdo con más agrado. Me gustan mucho las películas que abordan temas relacionados con la esclavitud. Quizás porque me tocan de cerca por los relatos que escuché de mi abuelo, quien durante toda su niñez vivió como esclavo en Jamaica”.
Refiere igualmente que aunque se considera a sí misma “muy peleona y regañona, las relaciones con los directores, actrices y actores siempre fueron muy buenas. En todo momento valoraban mi disposición para el trabajo, mi deseo permanente de ayudar, la entrega total a mis responsabilidades dondequiera que fuera y cualesquiera que fueran las condiciones.
“Pasamos por incontables apuros y aprietos en filmaciones realizadas en Cuba y en el extranjero. Dificultades realmente serias que los espectadores no imaginan. Pero al final culminaba la filmación con los resultados, la calidad y belleza que nos habíamos propuesto.
“Después recibía decenas de abrazos, que tan apretados todavía los siento, y llegaban esas gracias sinceras salidas del mismo centro del pecho. Han sido esos los mayores premios, los mejores reconocimientos que he recibido”.
“El Icaic me permitió vivir los momentos más felices de mi vida”.
Recientemente concluyó en la ciudad de Gibara, Holguín, la decimoséptima edición del Festival Internacional de Cine Pobre. Un evento que preserva los sueños del realizador Humberto Solás, su fundador hacer exactamente 20 años, y que en esta ocasión contó con la exhibición de aclamados filmes de Cuba, Francia, Estados Unidos, Brasil y Suiza.
En el contexto de este certamen a usted le fue otorgado el premio Lucía de Honor 2023. ¿Qué representa para Violeta Cooper este galardón con el cual se reconoce la labor que ha desarrollado durante toda su vida?
Un honor, un privilegio inmenso, especialmente si tiene en cuenta a quienes lo han recibido antes. Nunca pensé que mi desempeño en el Icaic fuera lo suficientemente importante para ser merecedora de este premio y mucho menos que al entregármelo me colocaran a la altura de esas personalidades que sí han sido imprescindibles en la filmografía cubana.
¿Cuál considera que es la mayor recompensa que le ha dado la vida?
La posibilidad de trabajar en el Icaic. En esa institución convertí en realidad mis mayores sueños. Desde aquella primera película que vi, me enamoré del cine. Nunca me interesó ser actriz, tampoco tenía condiciones. En cambio, sí quería saber cómo se filmaba una película.
Soñaba con verme rodeada de personas talentosas y buenas; con ganarme su cariño, con llegar a ser su amiga. Y eso lo logré en el Icaic, que me permitió vivir los momentos más felices de mi vida. Ahora tengo 88 años, hace unos 10 me jubilé y a pesar de eso, junto al amor de mis sobrinas, recibo a menudo demostraciones de cariño de esas personas con las que compartí más de la mitad de mi vida. A ellas agradeceré mientras viva sus enseñanzas, la oportunidad que me dieron de aprender. Algunos lamentablemente ya nos dejaron. Pero todos sin excepción están aquí, en este corazón que en innumerables ocasiones, junto al de todos los integrantes del equipo, vibró de alegría y emoción por los éxitos y también sufrió la tristeza ante algún fracaso.